Antes, cuando estaba enfermo, me habría odiado. Es verdad que era mucho más chico, más naif. Todavía creía en merecimientos y en que podía cambiar las cosas. Aún no conocía esa frase que dice "No por tanto madrugar amanece más temprano".

En ese tiempo que estuve enfermo tenía un radar para detectar fierros. En el fútbol, un fierro es aquel que solo aparece en los momentos importantes, el que le escapa a las tardes calurosas de domingo, a los partidos lluviosos, a los equipos que no pelean por nada. La presencia de un fierro en un partido importante es condición suficiente para que tu equipo pierda. Por eso los odiaba, y podía detectarlos porque había una inseguridad en sus movimientos, producto del desconocimiento, que los terminaba delatando. Siempre ocurría lo mismo, el fierro buscaba en la entrada su número de asiento e iba hasta el lugar indicado, que por supuesto estaba ocupado, porque es sabido que en la cancha solo se respeta la antigüedad, o sea, los años que llevás ocupando ese asiento. Disfrutaba ver como lo puteaban cuando reclamaba su asiento, disfruta ver como le gritaban "Fierro", porque, como dije antes, yo estaba enfermo, enfermo de fútbol.

 

Los años me permitieron ver las cosas de otro modo, pero hubo un partido en particular que me terminó curando. Racing estaba por salir campeón, y se sabía que había varios infiltrados en Arroyito. Un infiltrado no es un fierro, sino un enfermo que es capaz de arriesgar su vida con tal de ver a su equipo. Central perdía tres a cero en el primer tiempo, el partido era un bodrio, pero igual no me podía ir porque existe una ley que dice que un hincha de verdad nunca se va antes de que termine el partido. En el entretiempo pasó lo peor, alguien detectó un infiltrado y una lluvia de golpes cayó encima de él. Cada vez se sumaba más gente para pegarle, hasta que alguien se apiadó y lo metió en su palco. Al tipo le sangraban las orejas, tenía completamente cerrado un ojo y los labios en carne viva. "No sé por qué me pegan, si soy hincha de Central", alcanzó a balbucear. Estuvo media hora encerrado hasta que vino la policía y se lo llevó. Fue una tarde muy triste que me dejó un sabor amargo. Al partido siguiente, no pude gritar los goles, luego dejé de ir a la cancha y por último, dejé de mirar fútbol.

Todo esto ocurrió justo cuando empezaba la época del Chacho, y fue tan buena, que un amigo me acusó de fierro. El tiempo me dio la razón, porque también me ausenté en la de Montero y Fernández. Volví a la cancha este año con el Patón. Volví como un fierro más, sin camiseta, un poco perdido, sin saber ninguna canción. Como fui pocos partidos está temporada y a ninguno de la copa Argentina, cuando llegamos a la final, no quería viajar. Todas mis experiencias pasadas habían sido malas y llegué a pensar que quizás si faltaba, la cosa podía cambiar.

Fue un viejo el que me cambió de parecer. Estabamos en un bar, donde nos reunimos siempre a hablar al pedo, cuando un viejo se acerca a la caja y le dice al dueño "El jueves me voy a Mendoza". Todos sabíamos que ese viejo hacía años que no iba a la cancha, y Ema, que está enfermó, lo increpó.

-- No viejo, no vayas. Que vos sos fierro.

Todos en la mesa se callaron. El viejo se dio vuelta despacio y vino hacia nosotros.

-- Pibe, ¿Vos cuántas veces lo viste campeón a Central?

Ema tiene 27, o sea que en el 95, cuando Central ganó la Conmebol, él solo tenía cuatro años.

-- Ninguna -respondió.

El viejo se río.

-- Yo lo ví cinco veces campeón a Central -dijo poniéndole la palma frente a su cara. Luego lo señaló con el dedo y siguió: "Vos sos el fierro. Desde que naciste, no salimos más campeones".

Cuando terminó de hablar, se quedó unos segundos esperando la respuesta de Ema, que nunca llegó. Sí, ese viejo me cambió de parecer, pero en verdad fue Jacobo que me terminó convenciendo de ir. Jacobo tiene sesenta y nueve años, es ingeniero, y no importa tanto el hecho de que nunca haya ido a la cancha, sino que nunca vio un partido ni tampoco jugó al fútbol. "Me lo pidió mi nieto", me dijo el martes a la tarde, y ni bien se fue, me saqué el pasaje y la entrada. Era imposible perder, teníamos el amuleto contra fierros.

En los noventa minutos que duró el partido, me volvió la misma enfermedad que había tenido antes como una gripe mal curada. De los nervios, no pude comer ni tomar nada, me quedé afónico con el gol y fui sesenta veces al baño, al que por supuesto era imposible entrar por el olor. Me agotaron tanto los penales, que no podía hablar ni abrazarme con nadie. Y mientras el equipo daba la vuelta y Fito cantaba "Y dale alegría a mi corazón", lloré como hacía tiempo no lloraba.

El lunes llamé a Jacobo para agradecerle el título, y de paso le pregunté que le había parecido todo. "Me encantó, la gente se abrazaba, lloraba. Yo quería emocionarme con ellos, pero bueno, no tengo la misma pasión". Cuando corté, me quedé pensando en esa última frase, y un poco agradecí haber estado enfermo.

 

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