La identidad es un concepto ampliamente estudiado en la ciencias sociales y humanas, especialmente por la sociología y la antropología. En términos generales podríamos decir que la identidad responde al ¿quién soy yo? ¿a qué colectivo, grupo o sector social pertenezco? Es propia, implica un involucramiento, una pertenencia, diferente de algo: un otro. Por su parte, la identificación es con un otro, está en el plano de una asociación a ese otro y requiere de su identidad para consolidarse. Ambas están en un plano simbólico de la subjetividad, pero difieren en el involucramiento del sujeto, cuanto este se pone en juego en ellas. Así, mientras las identidades suelen ser firmes y duraderas, la firmeza de las identificaciones (que suelen ser múltiples) difiere con cada subjetividad.
Pero en el actual contexto globalizado, de profusión simbólica y explosión discursiva, las identidades se licuan en identificaciones. Se multiplican en pequeños ismos sectoriales y cerrados, reificados por las cámaras de eco que generan los algoritmos actuales de las redes sociales. Desde esta perspectiva cobra relevancia la noción de posverdad, caracterizada por lo emotivo puesto en juego en el acto de creer, en el tomar algo como verdad, que fundamenta un discurso social (configura espacio-temporal del sentido, según Verón). Así, los marcos de referencias, esos repertorios de signos que, según Aníbal Ford, individualizan las formas de mirar y entender al mundo, están constreñidos por las identificaciones que inconscientemente asumimos.
A su vez, en esta sociedad mediatizada, que experimenta al mundo a través de los medios (tradicionales, web y/o redes sociales), la identificación a un medio/marca implica la adquisición del discurso de ese otro como propio. Desde sus intereses, los medios/marca construyen un posicionamiento desde emociones, y sobre este se articula su discurso. Así promueven identificaciones que, como contrato comunicacional, posicionan a su audiencia, les posibilita la sinecdoquización de los acontecimientos y les dan la letra que fundamenta y justifica un accionar: los empujan a la acción.
De esta manera, la palabra de Lombardi, Lanata, Graña o Verbitsky se transforman en verdad no sólo por el lugar de autoridad asignado por sus audiencias. También ese lugar es fortalecido por la identificación de las audiencias al medio/marca que redunda en prácticas cotidianas de “sintonización”. Es decir, una práctica estructurada repetida que, en su recursividad, resulta estructurante de la actividad cotidiana de “informarse”. De esta manera, la instauración del acto de informarse como práctica estructurada se articula con el posicionamiento de marca y refuerza la identificación del público, consolidando las audiencias.
Entonces, no es un creer basado solo en el contenido sino una identificación al emisor que, generalmente, es previa al mensaje. Pero tal identificación a la marca no es identidad. Es falible. Promueve la defensa de ese otro en la disputa discursiva, pero tiende a licuarse ante la evidencia de la cotidianeidad territorial cuando su discurso no es constitutivo de la propia identidad.
Aquí reside la diferencia que me interesa señalar, entre esa identificación a un medio/marca y las identidades políticas populares. La primera, adquirida de un otro, no es firme, visceral, y suele camuflarse con frases hechas y chicanas.
Las segundas son profundas, propias, con reacciones diferentes pero insoslayables. Movilizan las emociones profundas, la mística. Allí reside quizá el arca pérdida del movimiento nacional y popular: su propia identidad. Vapuleada y denigrada a niveles que la llevó a ocultarse; pero está ahí, en silencio, atenta a una nueva oleada que le permita recupera la alegría de aceptarse y, orgullosa de sí, gritarse a viva voz.
* UNLu - UNA - Codehcom