Salvador Mazza nació en 1886. Creció en el interior de Buenos Aires, pero se volvió a la Capital para entrar al secundario a los diez años. Quiso seguir la carrera militar, pero por suerte para la ciencia, lo rechazaron en la Escuela Naval. Así fue que recaló en la carrera de Medicina en la UBA. 

Ya en sus comienzos profesionales se acercó a la infectología y trabajó en el desarrollo y difusión de algunas vacunas. Dirigió la casa de aislamiento de enfermos de la isla Martín García y luego otra donde hoy se yergue el Hospital Muñiz, pero fue en 1916 cuando su vida como médico daría un paso fundamental al viajar a Europa en plena Primera Guerra Mundial para realizar un estudio sobre enfermedades infecciosas en las trincheras alemanas y austrohúngaras. Allí conocería a Carlos Chagas, médico brasileño, quien ya había aislado al parásito que causaba la enfermedad que, a la postre, llevaría el nombre de ambos (Mal de Chagas-Mazza) y con quien se encontraría luego en Brasil en 1918. “Hable de esta enfermedad y tendrá a los gobiernos en contra”, le dijo a Mazza un hastiado Chagas, quien estaba sufriendo el descrédito de la academia que el argentino vendría a restituirle años después como reimpulsor de los estudios sobre dicho mal. 

Mazza fue profesor titular de Bacteriología en la Facultad de Medicina y director del Hospital Nacional de Clínicas antes de cumplir los 35 años. Trabó amistad con Charles Nicolle, bacteriólogo que venía de ganar el Nobel, quien al visitarlo lo impulsó a fundar un instituto que haría historia: la MEPRA (Misión de Estudios de Patología Regional Argentina), que tenía como fin investigar las enfermedades endémicas del norte del país, además de diagnosticar a posibles afectados. Lo curioso de este instituto, fundado en 1928, es que estaba montado dentro de un vagón de tren; constaba de un laboratorio, dos dormitorios, baño, cocina con heladera y un bioterio. Haciendo patria a través del sanitarismo, la MEPRA recorrió el país, pasando incluso a veces sus fronteras. 

Así, Mazza y su equipo detectaron casos agudos en muchas provincias —restituyendo de este modo el crédito sobre el trabajo de Carlos Chagas y cerrando el período de duda acerca del mismo—, y describieron formas crónicas de la enfermedad; detectaron también al parásito en el cordón umbilical y en la leche materna. No fue menor el trabajo de Mazza en profilaxis, difundiendo dondequiera que llegase su vagón la importancia de atacar a la vinchuca, insecto que introduce al parásito en el ser humano y cuya presencia se asocia a condiciones de vivienda precarias, ya que anida en paredes de barro y paja.

Data de 1940 una de las anécdotas que mejor rescatan el carácter de Mazza. Miguel Jörg, quien vivió hasta 2002 y fuera su mano derecha en la MEPRA, contaba que un día recibieron allí la visita de un funcionario sanitario del “primer mundo”, que hablaba castellano. Este desconfiaba de su hallazgo de la forma crónica de la enfermedad, ya que había estado en laboratorios donde nunca habían podido detectar al microscopio los nidos que el parásito forma en dicha fase. Mazza enfocó una muestra, le mostró los nidos, y —ante la pregunta de cómo hacía para encontrar lo que otros no veían— le respondió: “A fuerza de culo contra el asiento, ojo en el microscopio, y saber qué está buscando”.

En 1942 Mazza se comunicó con Alexander Fleming para pedirle hongos del cultivo original con el que había descubierto la penicilina. Quería producir nacionalmente el antibiótico. Al año siguiente, pese al éxito de sus pruebas, el desprecio por la ciencia nacional daría el presente en el ocaso de la Década Infame, cortándole los fondos a tal fin. 

En 1946, durante un congreso en México, Mazza muere de un infarto. Su legado ha sido enorme para la ciencia argentina y mundial. El Mal de Chagas-Mazza aún es una de las enfermedades desatendidas endémicas de nuestro país, con más de dos millones de habitantes afectados y diez millones (casi un cuarto de la población del país) expuestos a contraerla. Mazza logró ponerla en la agenda de la salud pública, si bien póstumamente, y más allá de que la MEPRA le sobreviviera unos años: fue disuelta durante los gobiernos surgidos tras la autodenominada “Revolución Libertadora”, en una coincidencia más de infamia gubernamental y desprecio por la ciencia.

Jorge Montanari: Investigador del CONICET en nanotecnología farmacéutica, docente de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y escritor.