Tendrías no más de diez u once años. Ese día, temprano, tu madre te había abrigado como para prevenir los sabañones que todos los años atormentaban tus orejas apenas el aire dejaba atrás las tibiezas del otoño. Claro que recién era marzo, comienzos de marzo, primer día de clases. Todavía verano y, sin embargo, este frío. Por eso ella, tu madre, quién iba a ser si no, sobreponiéndose a tu feroz resistencia te había colocado aquel odioso pullover azul de cuello alto que invariablemente te producía una picazón insoportable, como de mil hormigas enloquecidas y había insistido, incluso, en que llevaras los guantes de lana y la bufanda gris. Apenas podías mover los brazos, acorazado como estabas contra las inclemencias del tiempo, tu guardapolvos blanco almidonado azuleaba rabioso por la lana del pullover que llevabas debajo más que por los felices reflejos del alto cielo en la pureza del blanco almidón, como les gustaba cantar a algunos poetas de Manual de primer grado. Te fuiste sin darle un beso. Pensabas en las cuatro cuadras de tierra, de barro luego de la lluvia del último fin de semana, que debías recorrer hasta llegar a la escuela, pensabas en que lo más probable era que ni siquiera encontrases, sobre el agua de las cunetas, la capa de hielo con la que solías entretenerte imaginando aventuras en el Polo los verdaderos días de invierno. Y después el tedio, el aburrimiento, el sopor de las interminables horas de clase, ese mirar ansioso por la ventana persiguiendo una nube errante o la vista perdida en el vuelo casual de una mosca que, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, hacía justicia posándose sobre la enorme nariz de punta colorada de la maestra de matemáticas. Odiabas la escuela, ésa es la verdad, la odiabas tanto que siempre que podías te escapabas escondiéndote en el fondo del patio entre los árboles de naranja, detrás de las sábanas que colgaban de la soga de tender la ropa que tu madre lavaba para el sanatorio, o en el baldío de enfrente si tenías la oportunidad de escurrirte hacia la calle. A veces colocabas papel secante en tus zapatos con la esperanza de que eso te levantara alguna línea de fiebre, pero nunca funcionaba, más allá de la enjundia con que propagandizaba el método el Beto. Un mentiroso el Beto, un mentiroso y un burlón, ¿Te acordás de aquella vez que le contaste que el consejo no te había dado resultado y él, cagándose de risa y señalándote con el índice para que todos te miraran y nadie se perdiera el espectáculo, dijo ¿Pero vos sos boludo? Te lo habrás puesto seco, primero hay que mojarlo con tinta negra y dejarlo al sereno por lo menos una noche, y volvió a reírse a carcajadas mientras tus mejillas se encendían como dos brasas ardientes haciendo pública tu timidez, ésa que te mantenía alejado de los otros la mayor parte del tiempo, la que te hacía rehuir el juego colectivo de los recreos. Era mejor inventarse un dolor de panza. No hay termómetros para medir el dolor de panza ni Betos que se burlen ni desmientan tus retortijones.

Pero ese día no había escapatoria, era el primer día, había que ir a la escuela. Marzo, todavía verano y, sin embargo, este frío. Saliste con la cabeza gacha, mirando el piso, sin resignarte todavía, por qué no podían durar más tiempo las vacaciones. Y apenas levantaste los ojos lo viste, no podías dejar de verlo, aunque ese día hubieras deseado ser ciego. Ahí estaba tu perro. Tu perro muerto en la vereda. Tu perro envenenado. Seguro que envenenado porque todos sabían en el pueblo que había comenzado una campaña municipal contra la rabia. Y cómo combatían la rabia en ese entonces, del mismo modo que ahora. Siempre en resguardo del orden y la tranquilidad general, eso sí, matan al perro rabioso, si no se queda tranquilo en su cucha, antes de que contraiga la rabia.

Ahí estaba tu pobre Yuri querido, nombrado así por tu hermano, joven comunista militante en honor de aquel astronauta ruso, aquel loco que fue el primero en dar una vuelta al planeta encerrado en algo más que una lata de conservas, como quien da una vuelta manzana en bicicleta, el héroe comunista que sacó un paso de ventaja a su rival yanqui en plena guerra fría desatando la euforia entre las filas marxistas que veían la revolución proletaria a la vuelta de la esquina de la historia. La historia, sí, ésa estafadora. Al menos eso decía tu hermano, años después, cuando creyó haber llegado a comprender las verdades de la vida, cuando se hizo adulto, cuando alcanzó el puesto de gerente y festejaba su nombramiento justo en el momento en que nacía su segundo hijo, el varón, que venía a completar la parejita anhelada por su esposa. Años después de que su militancia estallara ante tus ojos como una luz deslumbrante de heroísmo justiciero, años después de que tu madre se esmerara tanto en tirar a la basura, puteando prolijamente a la política, aquella revista de nombre "Moscú informa" que venía con un subtítulo en letras raras y que vos escamoteabas, cada vez que podías, para leer a solas en el baño o en el techo del gallinero, fumando un cigarrillo de barba de choclo armado con chala para emular al Che Guevara o a Fidel. Años después de la muerte del Yuri, años después de que él llorara junto a vos acariciándote la cabeza y puteando al intendente y al cruel orden capitalista, la muerte de ese perro amado como no lloró después, años más tarde, cuando renunció a sus sueños en pos del sueño burgués, como, años antes, él mismo lo hubiera calificado.

Pero vos, ese día fuiste a la escuela, justo ese día, dejando al Yuri muy solo, el Yuri que ya no podría ladrarte, ni saludarte moviendo la cola, ni esperar ansioso a tu padre a la vuelta de la fábrica, trapo mugriento en la boca, a ver quién tiene más fuerza, ese día fuiste a la escuela, ese día frío de verano, ese día fuera de calendario, fuera del mundo, ese día inmundo, ese día en medio de la neblina, dejando al Yuri muy solo, con esa espuma en la boca, ya sólida como vidrio, como hielo, como metal filoso capaz de tajear el alma. Ese día escuchando la melodía melancólica de Aurora mientras veías trepar por el mástil oxidado la bandera azul y blanca  sólo podías pensar en tu perro. Nada de enseña patria, nada de vuelo triunfal, solo podías soñar con una justicia implacable aunque ya, en ese entonces, antes de que tu hermano llegara a gerente, sabías que era imposible.