Le hice varias entrevistas, trabajamos desde el principio en el diario, nos cruzamos en numerosas reuniones de amigos y hemos conversado mucho. Pero nunca olvidé la impresión que me causó la primera vez que leí La Patagonia Rebelde y la saga de los anarquistas. Recuerdo la estruendosa frase de Kurt Gustav Wilkens, “un anarquista alemán de tendencia tolstoiana, enemigo de la violencia”. Cuando es detenido, destrozado por la bomba que llevaba, alcanza a gritar: “¡He vengado a mis hermanos!”.
Osvaldo Bayer describe el atentado que acaba de realizar Wilkens contra el teniente coronel Héctor Benigno Varela, fusilador de cientos de obreros en la Patagonia. “Ese hombre rubio –presenta al anarquista alemán– no es pariente de ninguno de los fusilados, ni siquiera conoce la Patagonia ni ha recibido cinco centavos para matarlo”. Y transcribe el comunicado que el mismo Wilkens hace llegar después a la prensa: “No fue venganza –aclara Wilkens– yo no vi en Varela al insignificante oficial. No, él era todo en la Patagonia, gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal ¡Pero la venganza es indigna de un anarquista! El mañana, nuestro mañana, no afirma rencillas, ni crímenes ni mentiras; afirma vida, amor, ciencias, trabajemos para apresurar ese día”.
El hombre que relata de esa manera operística, el investigador riguroso, es subyugado por los personajes que describe y que le transmiten esos sueños inconmensurables y sus propios desgarros, como ese anarquista tolstoiano, pacifista, que se lanza a un acto individual de suprema violencia a la que considera justiciera. El texto sale a la luz en los años 70, en pleno auge de las luchas guerrilleras y de las dictaduras militares en Argentina y en todo el continente. Pero Bayer no estaba de acuerdo con la lucha armada. Y sin embargo, respeta a sus personajes, acepta los riesgos que eso implica, no cede a la tentación de convertirlos en moraleja.
No está de acuerdo con la violencia como herramienta excluyente, pero lo deslumbra esa convicción inquebrantable de los anarquistas en un destino luminoso y solidario para la humanidad y la seguridad de que esa semilla ya está en el espíritu de cada persona. Valora el compromiso y la coherencia. Puede polemizar con Rodolfo Walsh, pero eso no es obstáculo para que lo describa una y mil veces como “el mejor de todos nosotros”.
Hay escenas abismales, wagnerianas, como la asamblea de los obreros cercados en ese desierto por los soldados, en la estancia La Anita. El ejército exige que se rindan y les garantiza la vida y un juicio justo. “‘Os fusilarán a todos, nadie va a quedar con vida, huyamos compañeros, sigamos la huelga indefinidamente hasta que triunfemos. No confiéis en los militares, son cobardes por excelencia, son resentidos porque están obligados a vestir el uniforme y a obedecer toda su vida. No saben lo que es el trabajo, odian a todo aquel con libertad de pensamiento (...) No os entreguéis’, son las enérgicas palabras de Soto. Se vota en la asamblea y gana la posición de Farina. Shultz dice que no coincide con la decisión, pero que la acata. Soto se niega y responde: ‘No soy carne para tirar a los perros. Si es para pelear me quedo, pero los compañeros no quieren pelear’. A Soto lo siguen doce huelguistas más, y huyen a caballo hacia la cordillera. Los huelguistas rendidos fueron humillados, torturados y fusilados”.
O esa escena grandiosa cuando las putas del prostíbulo “La Catalana”, en San Julián se niegan a dar servicio a los soldados que participaron en la matanza de obreros. Cinco prostitutas corren a escobazos a los soldados, al grito de “¡No nos acostamos con asesinos!”
No exalta la violencia, sino la ética solidaria de esos peones rurales o de los obreros anarquistas, como el tipógrafo Severino di Giovani, que desde la clandestinidad envía cartas de amor a América Scarfó, anarquista y feminista, a quien conoció cuando sólo tenía 14 años y será su amada hasta que lo fusilen: “Dulce esperanza mía: Te busqué, pensé en ti, tú eras el único pensamiento que poseía. No te encontré. Tú –el sábado– estabas lejos de mi borrasca. Tal vez reías –ignorante de mi dolor– , reías feliz de nuestro amor que debía correr con las alegres alas de todas las más bellas alegrías. Pero yo no reía (pero pensaba en ti, eso sí), sufría en el tempestuoso nudo de los accidentes cotidianos que coronan la existencia de todos los perseguidos”.
Bayer vive en esas historias reales y magníficas que investigó. Las historias lo atrapan y se insertan en su vida. Hay una frase que se repite en muchas de sus notas: “Finalmente, la ética siempre triunfa. Pueden pasar muchos años, pero la verdad se impone”. Los grandes pensamientos no son rebuscados, son sencillos, pero motivan una multitud de variables. Bayer eludió las interpretaciones complejas y se limitó a ser de esa manera, sin gran gestualidad, sin jugar al héroe de bronce, como queriendo demostrar que la ética está en la esencia de los seres humanos comunes y corrientes.