Es el turno de la número 26. Fernanda ingresa a una sala que nunca había visto en su corta vida. Al fondo, subida en un pupitre, se encuentra la jueza Randa Zagzoug. Le pregunta su edad, pero la niña permanece atónita. La jueza hace un nuevo intento: ¿Hablás español? La niña continúa en silencio, tal vez porque sencillamente no sepa hablar. Fernanda tiene 2 años. Es hondureña y fue separada de su abuela al cruzar la frontera de Estados Unidos. Es una de los miles de niños migrantes que se encuentran alejados de sus familias de origen a la espera de que la justicia norteamericana defina si deportarlos, reunirlos con sus familiares u otorgarles asilo.
A pesar de ser una de las mayores tragedias de nuestro mundo actual, las cosas pueden ser aún peor. No hace falta ser un experto en psicología evolutiva para entender lo insólito que significa llevar a una niña de dos años a declarar. Alcanzaría con tener una pizca de sentido común.
Pensar la autonomía en la niñez es una tarea que debe hacerse con sumo cuidado. Ver a una niña pequeña y pensarla como un individuo, como una unidad, es más una construcción de los adultos que una realidad efectivamente sentida por esa personita.
Saliendo de este triste extremo, en nuestro país y en buena parte del mundo, encontramos un fuerte cambio de paradigma en materia de derechos de los niños, niñas y adolescentes. Acorde a los criterios de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, en 2005 se sancionó en Argentina la Ley Nacional de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes. Son numerosos los cambios que esta legislación aporta con respecto a la anterior, la llamada Ley de Patronato de Menores. Pero si debiéramos resumirlo en pocas palabras, diríamos que se pasa de un paradigma donde los menores eran objeto de tutela, a uno nuevo donde niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos.
En este marco surge un concepto interesante que merece la pena ser pensado: la autonomía progresiva. Bajo la idea de que la voz de los niños, niñas y adolescentes debe ser escuchada, la autonomía progresiva propone tener en consideración el grado de desarrollo de las capacidades intelectuales, cognitivas y afectivas del niño. En términos concretos, si bien consideramos como sujeto de derechos tanto a una niña de 2 años como un joven de 15, no se le puede dar el mismo valor a sus palabras, por el simple hecho que la palabra y su posicionamiento frente al discurso no tiene el mismo valor para ellos.
El concepto de autonomía en la niñez genera un problema adicional. La autonomía, además de ser progresiva, es siempre relativa. La niñez, etapa de la vida distinta a la adultez, debe ser entendida en contraposición a esta última. Pero no en el sentido de pensarlos como adultos en miniatura, sino como aquella etapa vital donde los niños no deben ser metidos en narrativas de grandes, con la única excepción que sea de jugando.
En la actualidad vemos cómo esto falla constantemente. Cuando a un niño sometido a un divorcio turbulento de sus padres se le pregunta sin mediación alguna a quién prefiere para vivir, se lo arranca del lugar de niño y se lo mete de lleno en un tema que deberían resolver los adultos. Cuando vemos a una niña trabajando en el subte, podemos hacer el ejercicio de pensar si realmente estamos frente a una niña. El trabajo es cosa de grandes, el derecho a no trabajar de niños.
La niñez es un ensayo donde se puede jugar a tomar a decisiones. Aparecen en la actualidad diversas pedagogías que pregonan la autonomía del niño. Resulta necesario ser cuidadosos frente a estas propuestas. Acelerar los procesos de asunción de autonomía no produce niños autónomos, sino niños solitarios. Pensar que un niño puede tomar decisiones importantes por sí mismo sobre la vida real, lo deja a merced de una vivencia de omnipotencia que poco tendrá que ver con la realidad de su vida adulta.
Escuchar la voz de un niño no quiere decir tomar sus dichos en la literalidad. Que un niño separado de sus padres por maltrato diga que los extraña, no puede significar nunca una causa suficiente por sí misma para una revinculación. Por supuesto que debemos considerar la singularidad con que cada niño experimenta el mundo, acompañarlo en este proceso, seguir sus intereses, estar atento a sus necesidades, escuchar lo que tienen para decir, llevarlos progresivamente a asumir responsabilidades. Pero es función de los adultos ubicar estas vivencias en el marco de un ensayo, sin apresurarse en levantar el telón.
Fernanda tuvo que ser asistida para lograr llegar a la silla del juzgado, sus pies cuelgan sin tocar el piso. ¿Es acaso eso la niñez? Desde aquí, a la distancia y con mucho optimismo, podemos esperar que la misma persona que la alzó para llegar a la silla, haya sido como un Roberto Benigni en La vida es bella, transformando esa trágica escena en un juego, al salir del juzgado. Tal vez así, la toga del juez entre en la serie de fantasías y produzca una resonancia cuando la niña de más grande vea una película de magos y brujos. Ahí, en el mejor de los casos, podremos pensar que aún hay una niña.
* Psicólogo especializado en infancia y adolescencia.