Con Tres rostros, su cuarta película realizada bajo libertad restringida, el gran director iraní Jafar Panahi –todavía prisionero del régimen teocrático de su país, del que no puede salir desde hace nueve años– demuestra que su talento y su imaginación no sólo no tienen fronteras, sino que incluso las desafía de modo permanente. Desde la extraordinaria Esto no es un film (2011), rodada en su propia casa, cuando cumplía arresto domiciliario y que envió al Festival de Cannes de manera clandestina, Panahi ha venido construyendo una obra que no deja de ser autorreferencial con respecto a su situación de encierro, pero que a su vez no le impide ver el mundo circundante: la opresiva Cortina cerrada (2013) dio paso a Taxi Teherán (Oso de Oro de la Berlinale 2015), una comedia luminosa en la que era evidente la felicidad que le producía poder volver a circular por las calles de la ciudad, aunque todavía tuviera que filmar de modo casi clandestino.
No es el caso de Tres rostros, donde Panahi –protagonista de sus propios films– se muestra cada vez más libre y se aventura ahora lejos de Teherán, hacia una provincia remota, en la frontera con Turquía y Azerbaiyán. Conduciendo su propio vehículo, lleva de pasajera a Behnaz Jafari, una actriz muy famosa en su país (lo es también en la vida real, donde trabaja en cine y televisión), que viaja visiblemente angustiada. Acaba de recibir en su teléfono celular el video de una adolescente de esa región remota, en el que la chica supuestamente se suicida en cámara, en un acto de desesperación ante la incomprensión de su familia, que no le permite inscribirse en el Conservatorio de Arte Dramático.
¿Se trata de un suicidio verdadero o de una broma pesada? Durante el prolongado viaje en auto –todo un leitmotiv en el cine iraní, particularmente en el de Abbas Kiarostami, a quien Panahi aquí homenajea de modo explícito sin necesidad de nombrarlo– no alcanzan a esclarecer el caso y es por eso que deciden ir a la aldea de donde han averiguado proviene la chica.
En el camino primero y en el pueblo después, se irán encontrando con distintos personajes, cada uno con sus peculiaridades y sus demandas, incluidas las de la familia de la adolescente desaparecida, que responden a tradiciones ancestrales. El impacto que provoca la llegada de una celebridad al pueblo también da lugar a situaciones equívocas y malentendidos, a los que contribuye que no todos los habitantes de la región hablan farsi sino turco.
Pero una pista determinante para develar el enigma que los recién llegados pretenden resolver es que allí en ese pueblo ya de por sí aislado vive, completamente apartada del mundo, Shahrzad, un actriz y bailarina muy popular en el cine iraní previo a la Revolución de los Ayatolas, en 1979, y que desde entonces fue prohibida en Irán por la sensualidad con que interpretaba sus personajes. Y aunque nunca se la llega a ver en el film, Panahi se ocupa de que su presencia fuera de campo sea particularmente significativa. Tanto como lo es la ausencia del propio Panahi en los principales festivales internacionales a donde envía sus películas y a las que no puede acompañar.
El director de El espejo (Leopardo de Oro en Locarno 1997) y El círculo (León de Oro en Venecia 2000) parece sugerir que esos tres rostros a los que alude el título del film representan, cada uno a su manera –la actriz censurada, la estrella actual, la aspirante a serlo– el pasado, presente y futuro del cine iraní. No parece una casualidad que las tres sean mujeres, a quien Panahi siempre ha prestado particular atención, mucho antes de que fuera políticamente correcto hacerlo. En los tres casos, la lucha siempre es un poco la misma: contra el olvido, contra la condena oficial y contra los prejuicios sociales y religiosos. Pero como lo prueba su nueva película, Panahi está dispuesto no sólo a enfrentar la adversidad sino también, fundamentalmente, a dar la cara, todas las veces que sea necesario.