Dos de la madrugada, un cuarto apenas iluminado por una luz gélida. En la cama, un viviente ensamblado a su notebook. Chatea con una sola mano, lo hace a una velocidad magistral siguiendo el ritmo de una alarma semejante a la que producen los microondas. Con la otra, estrangula su sexo. Del otro lado de la pantalla, a unos doce mil kilómetros, vía streaming, dos glúteos utradepilados saturados por la fluorescencia de un azul cobalto. De su recto emerge un cuerno de polímero color rosa. Lleva puesto un Lovense, lo último en teledildónica. Lo que sobresale es una antena bluetooth que conecta el dildo a la computadora, listo para el sexo online. Lovense es un dildo capaz de intensificar sus vibraciones en función de sincronizaciones sonoras. A tal sonido, tal vibración. El culo de cuerno rosado interactúa con múltiples usuarixs que acceden a servicios sexuales tarifados o no. Colectivizados horizontalmente o no. Litros y litros de flujos sexoinformáticos circulan desde la uretra a los cableados submarinos intercontinentales de Internet llegando a producir descargas eléctricas en alguna pared rectal o vaginal. Existen páginas diseñadas para este tipo de interacción, como Chaturbate, Cam4, MyfreeCams y tantas otras, que ofrecen al usuario sexual la posibilidad de chatear, mirar sin ser visto, exhibirse a miles de ojos en directo, horas y horas de sexualidad wireless. La temperatura infernal que alcanzan notebooks y smartphones colapsa con las versiones tecnofóbicas que durante décadas alimentaron un mecanicismo computacional frío y sin emociones. Baste conectar una webcam, tercer ojo protésico, y abrir una ventana posdoméstica al ciberespacio, espectacularizar lo íntimo. Aquellos discursos que veían a la masturbación como una práctica solitaria a disciplinar, una escoria vulgar frente a la respetable pareja estable, se disipan ante la proliferación de ventanas digitales que transmiten en vivo.
¡Mirame!
Buena parte de la interface disponible otorga privilegio a la mirada heteromasculina. Remedios Zafra, ciberfeminista, ha subrayado que Internet busca reducir al mínimo el parpadeo, regulando el desplazamiento ocular, sometiéndonos a una efímera captura de la información capaz de mantenernos absortos en dirección a la imagen. La mayoría de los dominios webs se organizan en función las líneas duras del moderno arte de gobernar la diferencia sexual: o estás solo o en pareja, o eres varón, mujer o trans. Pero son asequibles otras opciones. Cada perfil, una modalidad de escenificación público-sexual, puede crear sus propios hashtags para describirse y atraer potenciales simpatizantes. #torturemyasshole, #pregnant, #couple, #cumeat son tendencia. En Chaturbate es posible adquirir “tokens”, una moneda virtual dolarizada para comprar servicios sexuales a los webcamers. Cientos de usuarios pueden participar simultáneamente de una intimidad exteriorizada. Conectar el dildo a miles de partenaires sexuales. Estamos ante una orgía audiovisual peer to peer interconectada alrededor del globo terráqueo, más próxima a las orgías de Sense8 que a los manuales de Educación Sexual Integral. Asistimos a un proceso de incitación capitalista de la masturbación que al mismo tiempo genera modos de colectivización de la imagen-placer.
Si hasta ahora la pornografía gonzo había logrado forzadamente la identificación del ojo de la cámara con el del espectador, el sexo online abre otras posibilidades. A diferencia del circuito cerrado de espectatoriedad, que caracteriza al vínculo mano masturbatoria-imagen pornográfica, en el sexo online hay una posibilidad de interacción entre los cuerpos, hay mutuo intercambio de signos codificados como pornográficos. Esta característica es propia de los usos calientes de las webcams -tan frecuente en Facebook, Instagram y Skype. Todos estos softwares poseen la cualidad de abrir heterotopías, en el sentido acuñado por Michel Foucault, articulaciones topo-sexuales que ponen a vibrar los modos normativos de codificación del género y la sexualidad por fuera de las arquitecturas de vigilancia urbano-discapacitantes. Inicia sesión e introduce un cruising multimedia a tu hogar. Transmite en vivo y abre una ventana a tu espacio de ciberurbanitasexual.
Ha sido una tentación sintetizar estás prácticas sexuales como meramente “virtuales” o como “performance”. La antesala cultural de este tipo de primicias es la de asumir que existe un “sexo real” que se diferenciaría de uno “virtual”, que hay un “sexo natural” y otro sometido a “mediaciones tecnológicas”, uno “verdadero” y otro “actuado”. Eso que llamamos “sexo virtual” es una evidencia de que no hay sexo por fuera de un conjunto de tecnologías de subjetivación sexual. Que no existe realidad -ni verdad, ni “posverdad” del sexo- por fuera de un conjunto de tecnologías que la producen. El ciberespacio es una prolongación de las propias condiciones de desenvolvimiento del viviente. La circulación de estos flujos viscosos de transmisión ultrarápida comparte las características que definen buena parte del tardocapitalismo: celeridad y dislocamiento espacio-temporal del lazo sociosexual (Anthony Giddens), implantación farmacopornográfica de la subjetividad (Paul Preciado), usuarios que producen y consumen simultáneamente (los prosumidores de Jeremy Rifkin). Según esta melodía, el tecnoviviente produce y consume contenidos multimedia, ensaya modos de interacción que prescinden de la regulación local-comunitaria al tiempo que alimenta el capital del ciberespacio.
Cuando pienso en la posibilidad de pulsar un teclado pegajoso y dirigir una electroestimulación capaz de hacer brincar por su cuarto al receptor, me pregunto si la hora del sexo con robots ya llegó. Buscando navegar hacia orificios desconocidos nos encontramos con nuestra condición cyborg, con que la robótica es parte de nosotrxs, con que nuestra cualidad háptica, la del tacto que conecta la visión con el tejido eréctil, está mediada por complejas tecnologías. Nuestra historia de la sexualidad es la historia de la ingeniería informática, de la introducción doméstica de tecnologías desarrolladas en contextos bélicos, de la uniformalización de los modos de vida, de las apropiaciones táctico-disidentes y de los usos normativos de las tecnologías (¡esta distinción ya era sugerida, hacia 1973, por el Grupo Política Sexual respecto a los usos de la píldora!). En los 90 cierta imaginación ciberfeminista vio en la red la posibilidad de una fuga, tropezando, a menudo, con el sueño de una trascendencia postorgánica. Hoy nos enfrentamos a la privatización e hiperregulación de la mirada, a los intentos por codificar una representación admisible del cuerpo sexuado, a la explotación total de los prosumidores sexuales en las democracias liberales, a la cooperación y a una experimentación inventiva.
Analizando la subcultura homosexual-leather, Gayle Rubin vio en el fisting la única práctica novedosa otorgada por el siglo XX. Pasado el primer cuarto del siglo XXI podríamos preguntarnos por la novedad del sexo online, una práctica sexual desanclada y de interacción simultánea-multimedia que pone a disposición una experimentación del placer nunca antes vista. Si quieres conocer una de las principales transformaciones en la sexualidad contemporánea enciende tu webcam, abre tu ventanita multimedia-online, transmite un coming out global full HD de esa intimidad rabiosa, entrega tu amor. Thank you!