El cuento por su autor
Shanghái quiere decir “sobre el mar”, y esa es la primera imagen que tengo de la ciudad. Miraba desde la ventanilla del taxi, por arriba de los paneles vidriados que separan las autopistas en China, y a lo lejos una progresión de edificios empañados por la neblina se reflejaba sobre el río. El profesor Kun, encargado de esperarme en el aeropuerto, recitaba a las apuradas un discurso sobre la universidad que iba a recibirme para una estancia doctoral. Luego de más de treinta horas de vuelo y ocho de espera en el aeropuerto de Estambul, no entendía nada de lo que me decían ni qué hacía ahí. Ver el paisaje me reconfortaba. Me hacía pensar que no era tanta la distancia: en algún punto, todas las ciudades se parecen o, por lo menos, todas las ciudades con autopistas, oficinas espejadas, led y concreto.
Esta imagen me recordó un cuento que había empezado algunos años antes del viaje y dejé sin terminar. Trataba de un chico, Mirlo, que huía de su pueblo con el sueño de llegar a la gran ciudad. Una idea simple, quizás básica, con un parecido a lo que yo mismo había sentido cuando me fui de Salta a Buenos Aires. El cuento, un toque futurista, imaginaba una capital en movimiento continuo, sin casas o gente caminando en la calle. Solo autos circulando a un ritmo constante. Si bien la idea me seducía, el resultado no funcionaba. Le faltaba un abismo entre el lugar de salida y de llegada, un choque entre las expectativas del protagonista y la realidad.
Una frase de Kun me despertó de la visión del distrito financiero. “Shanghái se piensa como ciudad–modelo desde los ochenta”, dijo. Comprobé lo que quería decir a la semana siguiente, cuando armado de una guía turística y una botella de agua mineral, recorrí el centro. Cerca de la Plaza del Pueblo, los edificios en forma de platillos voladores, falsas torres de control y pirámides de cristal hacían pensar en un futurismo vintage, la imagen de un futuro pensado en otra época. Esta sensación me hizo volver sobre la historia de Mirlo y la ciudad en espiral.
Escribo menos de lo que me gustaría y vuelvo hacia atrás cada vez que agrego una línea. A veces, los tiempos se superponen uno sobre otro y van dejando marcas en las versiones de un cuento. Imágenes y fraseos de ciudades distintas. Esta sensación me convenció de que solo las imágenes que persisten y las historias que vuelven, merecen llegar hasta el final. Y, a veces, entre una versión y otra pueden pasar varios años o, incluso un viajecito a la China.