La autopista se extendía brillante ante los ojos de Mirlo, que inspeccionaba cada objeto desde las ventanillas del micro. Veía la Torre Conectora, las vías de accesos, la autopista de varios niveles en una partitura de concreto que avanzaba y salía de Capitalia. Mirlo empezó a enumerar el nombre de las conexiones en voz baja, como un mantra que servía para aplacar sus nervios. Podía reconocer las calles en los carteles y recitar de memoria la ruta que una semana atrás había empezado a recorrer. Mirlo lo presentía, así comenzaba una historia de superación. Se veía a sí mismo volviendo a Tierra Adentro como un exitoso hombre del negocio de los neumáticos o, quizás, un profesor de la Universidad Transitante.

–Ahí tenés tu Capitalia, nene –la voz del chofer interrumpió la imagen de Mirlo, que volvía al pueblo manejando un sedán de cinco puertas. Sentado en la orilla de la escalinata que comunicaba la cabina del chofer con el primer piso del micro, él aceptaba los comentarios con la condición de ver la ciudad. El resto de los pasajeros dormía en el piso de arriba, desde donde llegaba la música de un arroyo. Esa era una política de la empresa de trasbordos que, según decía uno de los panfletos, incentivaba el sueño. Mirlo no había dormido desde la última estación, no quería perderse ni un segundo el espectáculo de la ciudad que se abría delante de él.

–Decime qué te puede gustar de este lugar –le dijo el chofer.

Mirlo había tomado tres micros, un tren rápido y un camión de carga para salir de Tierra Adentro. Ahora, sentía que las palabras del conductor eran una prueba más para llegar a Capitalia.

–Acá no se puede vivir –dijo el chofer que examinaba a Mirlo por el espejo retrovisor–. Mirala bien, nene, en esta ciudad nadie vive bien. 

Mirlo se agachó para esquivar la cortina de pana y ver la ciudad por el parabrisas. Pensaba que el chofer lo había hecho a propósito, había esperado la hora justa de la tarde para entrar por la Autopista Oeste, cuando el sol lanza un estallido de colores entre los vidrios espejados de los autos, las torres de peaje y el manto del río. El viento de la tarde había dispersado la nube de polución y se veía nítida la Torre Conectora, centro de Capitalia, que reunía autopistas, ingresos y peajes como la cabeza de un pulpo. El atardecer brillante confirmaba la esperanza de Mirlo; después de dos semanas de viaje, estaba allí, ¿qué podía salir mal?

El chofer le regalaba esta postal para que él la grabara a fuego en su cabeza. Por eso, no lo interrumpió, dejó que continuara su prédica de inseguridades, falta de oportunidades y abatimiento que “hacen la vida de todo capitalino”. Mirlo sabía que los dos se oponían en algo fundamental: la ciudad podía ser el infierno de la velocidad o el paraíso de la autosuperación de un muchachito débil, nervioso, que se perturbaba cuando un desconocido le preguntaba su nombre. No había grises ni tonalidades. Tan solo una sensación en el cuerpo que te hacía amar u odiar a Capitalia. Y allí, Mirlo advertía en lo profundo de su estómago que se había enamorado de la ciudad, de ese retrato que se proyectaba en el parabrisas, mientras continuaba el parloteo del chofer.

–Una vida sin descanso, nene. Imaginate no parar un segundo. No sabés cómo es vivir acá.

Una semana atrás, uno de los camioneros de Tierra Adentro le había dicho la misma frase “no sabés cómo es la vida allá”. Él conocía los informes tremendistas que pasaban en la televisión y había leído lo que tuviera a su alcance sobre la ciudad, las autopistas y cómo llegar desde Tierra Adentro. Los camiones aparecían en la época de la cosecha y desaparecían tan rápido como habían llegado. Mirlo tuvo que sobornar a uno de los camioneros para que lo llevara fuera del pueblo. De pocas palabras, el camionero solo apuntó a decirle que “cada vez están más jodidos con las migraciones” y lo dejó en las afueras de Conexión 23, donde los controles eran más laxos. Allí, podía tomar un tren rápido para Nódulo Norte y buscar las conexiones para llegar a Capitalia. Los micros cambiaban de tamaño a medida que se acercaban a la ciudad, el número de pisos ascendía y se volvían cada vez más complejos y sofisticados. El último tenía varios acoplados, dos niveles, sistema de purificación y pasaba música para dormir a los pasajeros.

Ahora la imagen de la ruta interminable se extendía, daba varias vueltas en círculos y mecía a Mirlo hasta hacerlo cabecear del sueño.

–Además, ¿qué pito vas a tocar en Capitalia sin auto? –Mirlo se despabiló, el chofer había dado en la tecla, el punto más débil del plan que, lo reconocía, no estaba resuelto. Le contestó que un primo le había ofrecido su auto, porque quería mudarse a un compacto familiar. La esposa estaba embarazada y habían buscado algo más grande para vivir cómodos los tres. Mirlo podía utilizar el auto de soltero hasta que consiguiera un trabajo y comprara el suyo. Escuchar su historia, que sonaba tan verosímil, lo satisfacía como si fuera cierta.

–¿Y de qué pensás laburar en Capitalia? –la respiración del chofer se confundía con el ruido del sistema de purificación. Una pantallita marcaba un índice en letras rojas.

A Mirlo le hubiera gustado decirle “voy a hacer la mía”, un gesto de valor para mostrarle al chofer que no valía la pena seguir discutiendo. Eso pensó, pero en cambio, dijo con voz nerviosa un tímido “ya veré”.

–“Ya veré…”– repitió el conductor– ¿Decime que no pensás terminar en un peaje?

Mirlo se quedó callado. Vio por la ventana el borde de concreto de la autopista. En los niveles inferiores los autos deportivos, familiares, colectivos de trabajo se acoplaban y desacoplaban en un baile: el fluir constante de Capitalia.

Mirlo fue uno de los últimos jóvenes que dejaron Tierra Adentro. Antes de él, el menor de los Giulani se había ido a Nódulo Sur para trabajar en una de las purificadoras. A partir de ese momento, Mirlo vio cómo el pueblo envejecía con rapidez. Sus vecinos se iban transformando, las vértebras de sus columnas se encorvaban sobre sí mismas y sus frentes se arrugaban como el cuero al sol. Pronto, casi todo el pueblo necesitó andadores para caminar. Al viejo Antonino lo encontraron muerto en la puerta de su casa, parado como una estatua.

A veces la televisión satelital pasaba documentales sobre los “últimos pueblos sedentarios”, donde la vida era a pie y en un solo lugar. Las imágenes reproducían Tierra Adentro, mientras Mirlo se imaginaba a sí mismo en un sedán familiar de Capitalia. Esa sensación de verse duplicado en la pantalla de televisión hizo que se decidiera. Por eso, le contestó que no al menor de los Giulani cuando le propuso que lo acompañara a Nódulo Sur. Le dijo que su madre lo necesitaba.

Después de la muerte de su esposo, la madre de Mirlo optó por la vía menos esforzada de morirse: el mutismo. Lo hizo de a poco, cada día restaba una palabra y una sílaba a la extensión de sus frases.

–Buen día, vieja.

–Buen…

–¿Cómo te levantaste hoy?

–...

Mirlo registraba cómo su madre se sumergía en el silencio, contaba las palabras que decía por día, hasta que sus respuestas se volvieron simples exclamaciones que parecían hechas por un animal. Los días de su madre se resumían en levantarse, caminar con el andador hasta el sillón del living, encender el televisor y ver las repeticiones de las carreras de caballos. Entre carrera y carrera, pasaban un tango. 

Mirlo esperó que una de las carreras de caballos terminara para explicarle la decisión a su madre.

– Le dije a la viuda de Antonino que me avise si te pasa algo.

–…

–Ni bien tenga un teléfono, te llamo.

–…

Al ver los ojos de su madre, como un disco gris hecho de cenizas, se convenció de que irse era lo mejor. No podía llevarla, ni detenerse junto a ella. Más aún, si pensaba llegar hasta Capitalia. Le besó la frente y salió de la casa. 

Aprovechó la cosecha para irse. Había reunido algo de plata con los trabajos en el almacén –Mirlo era el único que podía cargar y descargar los sacos de harina y alcanzar las latas en lo alto de las repisas– y se fue cuando el camionero aceptó llevarlo. En Conexión 23 compró un mapa con el tendido de trenes, micros y rutas que iban a Capitalia y pasó los días estudiando el camino que debía seguir.

Mirlo ató la cortina de pana para que no volviera a taparle la vista. Después de calcular por días las conexiones, estaba en la ciudad. Iba a llegar a la Torre Conectora y, de allí, solo tenía que buscar el primer peaje que lo recibiera (“Siempre necesitan gente; pero hay que bancarse la vida encerrado”, le había contado un hombre obeso sentado en la butaca de al lado en el tren de Conexión 23). El chofer había tomado por una de las laterales, así que la panorámica de la ciudad aparecía en uno de los costados. Frenó en un semáforo, la cola de autos que se amontonaban no dejaba ver el asfalto de la autopista. Mirlo revisó los autos de varios pisos, con familias enteras, recién levantadas, un par de oficinistas llevando carpetas en la mano de un lado a otro. La sensación de estar detenido en un lugar, donde solo se puede acelerar, lo puso nervioso. El chofer tocó la bocina y abrió la ventanilla:

–Muévanse –gritó, mientras se filtraba un aire seco, arenoso. Mirlo escondió la tos.

–Ves. Ni te aguantás dos segundos este aire. ¿Qué vas a hacer acá?

El chofer dobló en la colectora y aceleró por uno de los niveles inferiores. Mirlo se sostuvo contra una de las paredes y volvió a sentarse en la escalinata. Solo podía ver un túnel de concreto que se prolongaba con luces artificiales. Suponía que estaban en Zona Este y que tardarían una hora en llegar hacia la Torre. Quizás menos. Se detuvieron en un peaje, el chofer estiró la mano para dar un par de monedas al empleado detrás de la ventanilla del peaje.

–Pobre pibe –dijo el chofer. Mirlo vio por la ventana a un empleado con la cara estriada y obeso hasta el límite. El chofer tomó por una circunvalación que ascendía y cambió de carril donde una flecha luminosa indicaba “Hacia el Centro”. 

–Vas a tener que subir y agarrar tus cosas. Cuando lleguemos a la estación no vas a tener tiempo–le dijo.

Mirlo sintió que había estado practicando para este momento. Se paró y vio por última vez a través del parabrisas. Reconoció a lo lejos una de las entradas a la Torre, entre los portones que se conectaban a la autopista. Ya estaban cerca. Subió al piso superior, tomó aire y buscó su bolso en una de las guanteras, mientras escuchaba por los parlantes la voz distorsionada del chofer. Faltaban pocos minutos para detenerse, la compañía no se responsabilizaba por los objetos que dejaran los clientes al momento de la expulsión, ni tampoco por si alguno de ellos se detenía más del tiempo estimado. Mirlo buscó su bolso y lo sostuvo con fuerza. Cuando el micro frenó y se acopló en una de los portones de ingreso, el chofer lo saludo a través de la ventanilla con dos dedos en la sien.

Mirlo puso el pie en la planta baja de la Torre y una estampida de pasajeros, que se había amontado detrás de él, lo empujó hacia delante. El micro arrancó de inmediato cuando todos estaban abajo. Los pisos de la Torre se multiplicaban en una espiral hacia la cúpula de vidrio por la cual entraba la luz del sol. Él sintió que por fin estaba allí, en el centro, parado entre las multitudes que bajaban de los autos y micros y corrían a la siguiente conexión en un movimiento constante que, Mirlo así lo sentía, había sido sincronizado para que él lo viera. Su fascinación iba en ascenso, como las pantallas hacia el centro de la cúpula, que anunciaban una marca de neumáticos aprobados por una modelo, aceites refrigerantes y pastillas para dormir que aseguraban la “estabilidad de su familia”. Se vio, como si fuera un pájaro, entrar por uno de las ventilaciones de la cúpula y recorrer los pisos en picada desde el techo hasta llegar a donde él estaba parado. El aire filtrado se mezclaba con una corriente seca que entraba cuando se abrían las compuertas.

–¿Qué hace detenido? –Mirlo salió de su visión de un salto.

–No puede estar detenido –Dos hombres con uniformes daban vueltas alrededor de él, la única persona que estaba quieta. 

–¿Cuál es su conexión? –la voz de uno de los uniformados se perdía en el movimiento en círculos. Los dos rodeaban a Mirlo.

–No puede estar detenido.

–¿Dónde están sus credenciales de transitante? –mientras uno hablaba, el otro lo interrumpía. Mirlo no sabía a cuál de los dos dirigirse, ni en qué dirección hablar. Los uniformados dibujaban círculos alrededor de él. Empezó a caminar hacia uno de los carteles que decía Barrio Oblicuo, los dos uniformados lo rodeaban sin tocarlo. 

–Camine más rápido.

–¿Por qué se detiene?

–¿Cuál es su conexión?

Él no sabía qué decir, de repente su plan se había quedado en blanco. Había visto desde la ventanilla del micro que uno de los peajes no estaba lejos. Pero, ¿en qué dirección y cómo llegar hasta ahí?

–¿Dónde está su auto? 

Mirlo se detuvo frente a una de las compuertas que se abrían y cerraban. La corriente de aire lo despeinaba. Podía ver a lo lejos la casilla del peaje, donde los autos desaceleraban para pagar. Allí tenía que llegar.

–Ese peaje… –Mirlo no terminó la frase.

–¿Qué peaje?

–¿Dónde está su auto?

–Muéstreme sus credenciales.

Sabía de gente que se suicidaba así. Saltaba desde la estación hacia la autopista y moría en el acto o cuando un colectivo la alcanzaba. Los capitalianos se quejaban porque detenía el tránsito y aislaba una porción de la ciudad hasta que terminaban de limpiar. Siempre le había parecido una forma tonta de morir. Él no iba a detenerse ahora. Tan cerca. Puso el pie en el cordón y cuando la compuerta se abrió, pegó un salto hacia la autopista. Sintió el golpe contra el concreto y el aire duro como un soplo de arena en la cara. Se puso de pie y empezó a correr en dirección al peaje, siguió las líneas blancas y los carteles luminosos, mientras escuchaba los bocinazos de los autos que avanzaban.