La huelga feminista del 8M se convirtió, en 2018, en un nuevo umbral del movimiento. Después del Paro Nacional de Mujeres del 19 de octubre de 2016 y del primer Paro Internacional del 8 de marzo de 2017, la intensificación de este año ratificó una tesis fundamental: la huelga es un proceso político y no un acontecimiento aislado en el calendario. Es una herramienta que hemos vuelto disponible para las luchas feministas: por eso volvimos a convocarla este 5 de diciembre, ante el fallo aberrante en el femicidio de Lucía Pérez y por eso está en el horizonte de deseo de 2019.
Pero volvamos a marzo de 2018. A delinear ese umbral. Las asambleas preparatorias, en el galpón de la Mutual Sentimiento (ese espacio que pliega la memoria también de lo que fue en 2001 el nodo de trueque más grande de la ciudad de Buenos Aires y uno de los primeros laboratorios experimentales de remedios genéricos), triplicaron su convocatoria. Sabemos que lo mismo pasó en cientos de asambleas que se multiplicaron en todo el país: en comedores, en villas, en lugares de trabajo, en escuelas, en plazas. Una de sus claves fue funcionar como caja de resonancia de una conflictividad laboral que no para de crecer frente a la política sistemática de ajuste y despidos. Pero cuando decimos “laboral” ya hablamos de una dinámica que involucra trabajo migrante, trabajo remunerado y no remunerado, subsidios sociales y salarios, trabajo con contrato y precarizado, changas y trabajo doméstico.
El paro de 2018 ganó en densidad al enhebrar, una vez más, una conflictividad social que sucedía en los lugares de trabajo y al mismo tiempo los desbordaba porque con el paro hemos redefinido prácticamente a qué le llamamos “lugares” de trabajo, incorporando la calle y la casa, y teniendo nuevas maneras de mirar los “empleos” considerados como tales. En ese movimiento, que trastoca la espacialidad y que lleva el paro a lugares insospechados, modificamos también la posibilidad concreta de “parar”, de “bloquear”; en fin de organizarnos ensanchando y reinventando la huelga misma.
Pero volvamos a las asambleas, al hacerse del paro. Despedidas del ferrocarril, de la casa de la moneda, del INTI, de talleres textiles, de fábricas de alimentos, de hospitales, de talleres gráficos, de supermercados, en conexión transversal, una vez más, con trabajadoras de la economía popular, con docentes en lucha, con trabajadoras sexuales y travestis, con productoras agropecuarias en crisis, con amas de casa desesperadas por el ajuste que se amortigua a fuerza de destrezas cotidianas para ahorrar y estirar el presupuesto. Segunda tesis entonces: las asambleas fueron la cocina del paro porque allí se elaboró un diagnóstico feminista de la crisis que hace que el paro sea una fórmula práctica y un mapeo efectivo de cuáles son las condiciones de trabajo hoy desde un punto de vista que hemos tejido desde las luchas de mujeres, lesbianas, trans y travestis.
La Intersindical feminista se cocinó también allí, al costado de las asambleas, produciendo una transversalidad inédita. Se cocinó también allí la voz de una diversidad de militancias que siguen abriendo la noción de conflicto. En particular, fueron memorables las intervenciones de las compañeras de la villa 21-24, protagonistas luego de uno de los pañuelazos más rebeldes del año, y de las jóvenes en situación de calle, de quienes surgió unas semanas más tarde la consigna #PonetePillaSomosMuchas (un antecedente que hay que resaltar, como lo han escrito ellas, de la posibilidad del más reciente #MiraComoNosPonemos).
No fueron casuales las reacciones del Gobierno. Primero, hacer el anuncio y desmentirlo -mientras estábamos en el proceso de asambleas- de que el 8M se trataría el proyecto de legalización del aborto en el Congreso. Luego, criticar el documento colectivo que leímos en el escenario, en particular impugnando la mención de la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado en el marco de la criminalización de la lucha mapuche. Tercero, presentar un proyecto de reforma laboral con el eufemismo de “equidad de género”, al otro día del paro, el mismo 9 de marzo. No es casual, visto en perspectiva, que a ese gesto de querer disociar la dinámica del paro de la lucha por el aborto, le hayamos contestado ampliando la pelea por el aborto como una lucha que se desborda más allá del cuerpo individual y del territorio de la ley. No es casual que la respuesta en la calle y en el Congreso a la reforma laboral encubierta haya sido protagonizada por la confluencia de mujeres sindicalistas. No es casual que los fallos que quieren consagrar la impunidad para el caso de Lucía y de Santiago hayan salido la misma semana de noviembre que marchábamos contra la violencia hacia las mujeres y disidencias y que hayamos contestado de nuevo con paro. Para terminar, entonces, una tercera tesis: el paro feminista tiene una trama internacionalista imparable y adopta forma de coordinadora que rompe fronteras. Porque gritamos que si nosotras paramos, para el mundo; porque hay injusticias “que ameritan huelga”; porque sabemos que parar construye poder feminista, la huelga ya se está cocinando, de nuevo, en muchos lugares del mundo. Porque tenemos hambre de paro y porque el paro se alimenta de deseo de revolución.