“¿Y ahora?” dijo una lectora de Irene antes de repetir las palabras que dijo cuando murió Uhart: “no imaginé que perderla podía entristecerme tanto como me entristeció”. La noticia de su muerte llegó con sus poemas. Sus alumnas, sus lectoras, quienes recién la leyeron el martes por primera vez, usaron las redes para armar –sin reunión editorial mediante– una antología de la maestra. Un poema entero, dos. Tres versos, seis. Si se repetía mejor, si era nuevo, también. Leerla de corrido, leerla mientras Irene viaja, leerla para agradecerle lo aprendido, “tu manera de dar en el centro de la palabra, en su borde más concreto. A mí me enseñaste a escribir, a ser inclemente con lo que sobra, a buscar y seguir buscando como en la selva con el cuchillo en la boca, el deseo de la palabra justa, el deseo de escribir”, escribió Marta Dillon antes de elegir el suyo y pedirle peras al olmo, leerla para  que la lean.  Alguien con delicia bibliotecaria después de compartir el poema elegido, agregó los títulos de sus libros publicados mientras otra, que miraba pinturas de Agnes Martin y hablaba por teléfono cuando se enteró, dijo que iba a ir a buscarlos lista en mano como si fuera a una librería a comprar los útiles de marzo: La luz en la ventana (1982), El mundo incompleto (1987), La calma (1991), Sobre el asma (1995), Solo de contralto (1998), En el brillo de uno en el vidrio de uno (2000), La dicha (2004), La mitad de la verdad: obra poética reunida (2008), La pared (2011), Notas para una tanza (2012), Humo (2013), Entre la pena y la nada (2015) y la nouvelle Una letra familiar (2007). Pudo haber sido una cantante, cantaba en coros desde muy chica (mezzo soprano primero, contralto después) pero a los diecinueve años abandonó su naciente carrera solista después de un ensayo (un solo en una cantata de Bach en un concierto que la Wagneriana daba en el Teatro Colón). “Huí despavorida. Era demasiado.” Irene solía explicar las razones de aquel abandono con la misma ironía con la que lamentaba no haber seguido. En sus relatos -en entrevistas o respondiendo a la pregunta de por qué escribía- decía que en la escuela primaria quería ser escritora, tener un cuadernito escondido y saber que lo que estaba escrito ahí era solo para ella. En los setenta, y después de probar suerte vocacional en Medicina, en Biología y en Letras, entró a un taller literario que coordinaba Oscar Barros (desaparecido por la dictadura junto a su mujer, Lucina Alvarez). “Ahí aprendí que el diario íntimo era una cosa y escribir, otra (...) fue gracias a los palos que recibí o que daba en los talleres Aníbal Ponce y Mario Jorge De Lellis, donde me crié. Eran comentarios feroces, pero al mismo tiempo, generosos. Se trataba de buscar la voz personal de cada uno. (...) Así me formé, en esa mezcla de ansia y vergüenza, de aceptación y de descarte.” A su casa llegaban todos los libros de poesía que se publicaban y los que querían publicarse, también. El encargado de su edificio contaba azorado los paquetes diarios. Ella los leía, los leía todos, recomendaba algunos y mientras lo hacía, enseñaba a escribir y a leer. Una vez le preguntaron por sus diez libros favoritos pero ella prefirió dar apellidos, aparecieron entonces: Vallejo, Chéjov, Ortíz, Pavese, Levertov, Woolf, Hernández, Ungaretti, Shakespeare, E.E. Cummings, y sus amigxs escritorxs (ellxs lo saben y no son días para que un error en la lista haga otra herida) sin los cuales ella decía que “no era nada”. Dicen que el tono era su obsesión, dicen que la música nunca nos abandona, será eso, será esa la respuesta y la trama. Vestigios para quien sigue la huella. Un signo cualquiera, una carraspera. Serán las olas del mar (que tanto le gustaba a Gruss) sonando como un llamado. Será que el agobio dejó de presentarse como acertijo. Será eso. “No ensucies este momento/ alguien me canta al oído/ me dice la palabra siempre.” Será también ese yo suyo que inunda cualquier decir y al que encontró cuando lo descartaba, hoja en la tormenta “la omnipotente la débil como una/ hoja en la tormenta ni mencionen al viril/ árbol que muere de pie, ella ha visto caer/ árboles hojas sostenerse de la nada desprenderse/ ahora sí de la raíz de la razón del sexo”. Serán los objetos elegidos con énfasis Gruss y los pormenores intermedios del fastidio. El intervalo de la lluvia que desalojó de cualquier permanencia un verbo tan estable y ontológico que vamos a abstenernos de invocar. Será eso. Los versos de Irene Gruss riman con rima Gruss decía una de sus alumnas cuando maldecía a la muerte mientras tipeaba: “No escuches. Tus hijos lloran/pero no escuches. Por/ un momento/no creas más que en/ lo apacible y/ bueno/ de estar sola, / todo quieto y/ sola”,  y  otra recordaba que la maestra se reía de la literalidad con la que la leían “me llamaban poeta de lo doméstico porque hablo de lavar ropa y creen que soy asmática porque escribí sobre el asma (...) “pero yo, (le dijo Gruss a Daniel Gigena en un reportaje que publicó Las 12 hace dos años) hable de lo que hable, estoy hablando de otra cosa, de dos cosas por lo menos”. Será eso entonces. Que no se calle. Leerla para que siga hablando y se convierta en época, ese mazacote que la memoria arma a ciegas y que nunca habla de una sola cosa a la vez.