Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde.

La primera imagen de Oscar Wilde se presenta una noche de verano de los años ochenta en una reunión familiar. La abuela O´Flahertie oía con desdén el relato de un narrador que encomiaba el parentesco con el poeta. Fruncía los labios y no parecía conmoverse con el hombre que barría una celda de la cárcel de Reading, mientras observaba, a través de la cruz de metal de las rejas, a un condenado marchando hacia el patíbulo. Nada parecía impresionar lo bastante a la abuela, ni el patético rodar de las piedras que abría surcos en la mano grasienta del poeta, ni los pesares de la noria humana de los que había sido relevado por gracia de un nuevo Prefecto. Quizá por eso ahora el hombre no cerraba los ojos ni protestaba. Tan solo creía recordar una escena de Guerra y Paz de Tolstoi cuando un condenado solicita, en un gesto absurdo, que le aflojen la venda por detrás de la cabeza. Un detalle en todo superfluo, menos en Literatura.

Nosotros oíamos la historia con atención sin poder explicar bien qué sentíamos llegado al punto en el que el narrador recitaba, en un inglés duro y seco de Dublín, estos versos:

The man had killed the thing he loved,

And so he had to die. (El hombre había matado lo que amaba y por eso debía morir).

Más adelante en el tiempo íbamos a recordar aquella noche de ventanas bajas y abiertas de principios de los años ochenta. Ya éramos jóvenes y creíamos en la rebeldía sin pensar que uno nunca es joven sino que posa como tal. No nos gustó nada la película sobre Wilde de Brian Gilbert. No sé bien por qué, no he vuelto a verla. Quizá exageraba la faceta meramente sexual de un hombre complejo, convirtiendo en heroísmo lo que no debía estar en esa (sobre) dimensión. Eran otros tiempos, igual, no habíamos vivido lo suficiente ni leído bien a Wilde, por debajo de los epigramas con que esconde su pensamiento. Nos dejábamos llevar así por cierta banalidad: el clavel verde confeccionado por la tienda Royal Arcade de Londres que hacía juego con el color del ajenjo, un símbolo apenas mejorado al comprender que no se encuentran claveles verdes en la Naturaleza.

Éramos rebeldes y alegres y brindábamos con una botella de champagne, discutiéndolo todo, hasta la autoridad del Papa.

 

Sebastián Melmoth.

Este es el nombre que figura en la tarjeta de presentación de Oscar Wilde en París y con el que se registra en hoteles de mala muerte. Corresponde a quien ha cumplido su condena, soportado a medias la infamia y apurado un inoportuno exilio. Alude al personaje de una novela gótica de Charles Maturin con el que comparte la condición de exilado y también la de presentarse como un aparecido o un fantasma.

Volvimos a pensar en él otra noche, esta vez de invierno, en el Festival Internacional de Poesía de Rosario. Un poco debido al poema de Esteban Moore "Ángeles Caídos" y otro poco por la presencia de un poeta local que vagaba por los pasillos del teatro El Círculo vestido con unas ropas demasiado gastadas y amplias desde donde nos miraba con ojos febriles, como si estuviese en otro lado, cerca de la muerte. "Decadencia" es una palabra equívoca. Tanto como "estética" o "esteticismo". Hay en ellas un uso despectivo que supone algo así como un desplazamiento hacia los márgenes de la sociedad y de la cultura. Incluye- hay que reconocerlo-una tentación bascular entre la melancolía y la defensa de la vida práctica o de la utilidad. ("Todo arte es absolutamente inútil" ha dicho Wilde).

Volvimos a pensar esa noche en él al compás de la lectura de los versos de Moore extraídos de un cuaderno del poeta exilado:

"poseo la tranquilidad de los objetos perdidos/ soy un hombre que ha vivido su tiempo en simbólica relación con el arte".

Borges, poniendo todo el acento en el procedimiento del doble, creía de un modo extraño que había en Wilde una pura inocencia. Como si todo lo que le pasó- lo bueno y lo malo- le hubiera ocurrido a otro. Si Melmoth hubiese escrito tan siquiera una línea quizá pudiéramos corroborarlo y llevar ese juego al extremo: es a otro de un otro al que le pasan las cosas. Pero Melmoth no escribe, a pesar de que no le faltan ofertas que explotarían con buenos réditos las novedades fugaces de la pasada ignominia.

Melmoth dirá, como otrora ha dicho Wilde siempre epigramático: "hoy tuve un día durísimo: por la mañana quité una coma y volví a colocarla por la tarde".

En estos días, en un libro que cuesta conseguir en Rosario, un libro del provinciano español Antonio Muñoz Molina -"Un andar solitario entre la gente"- se puede leer que el gran poema de este siglo podrá escribirse con materiales de derribo. Hay, en otra página, una escena que bien podría arruinar Netflix, si decidiera filmarla: Melmoth/Wilde sentado bajo la lluvia en un Café en el que los mozos han plegado ya el toldo y apagado las luces. Al doblar la esquina una mujer de otra época se topa con él, con su corpulencia, su falta de higiene y su aliento a alcohol. Lo saluda con pena y con piedad. Él le entrega la mano que escribió la Balada de la Cárcel de Reading y le solicita unas monedas.

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