La comunidad estaba alterada. Se discutía apasionadamente, se interponían argumentos religiosos, fundamentalistas, moderados, sensatos, extravagantes, fanáticos, racionalistas, y no había manera de coincidir. Parecía no comprenderse que la educación sexual en las escuelas –que estaba en discusión– es ley.
De repente, los argumentos de las polémicas abrían dudas acerca de los contenidos de esa ley que habían sido discutidos intensamente. Formé parte del equipo que se concentró para las reuniones finales. A pesar de las disidencias con que los nubarrones retrógrados intentaron oscurecer sus contenidos, la ley se caracteriza porque posiciona a los niños y niñas en un mundo actual. Se puede hablar y aliviar dudas de los alumnos e intentar avanzar con conocimientos que décadas anteriores se hubieran silenciado. En el proyecto que se nos había entregado inicialmente para trabajarlo no figuraban ni la trata de personas ni la prostitución, ni la violación. Se suponía que niños y niñas de hasta 12 años no debían conocer esos temas. Sin embargo, después de tres jornadas de duros encontronazos con determinados representantes de la comunidad fue posible introducir esos temas; para quienes intervenimos en lo que se define como “terreno” y conocemos nuestro país así como el contacto que innumerables niños y niñas tienen con tales realidades era imprescindible mencionarlas y ocuparse de ellos.
Cuando las palabras que otorgan nombre a la realidad –y si ésta es conflictiva, más aún– menciona delitos, la tendencia del adulto busca impedir que se la mencione, para “proteger” a la criatura.
Pero en oportunidades, las palabras que mentan aquello que es difícil de explicar porque el adulto no encuentra cómo describirlo, elude aquello que la comunidad exasperadamente vocifera.
Ahora se trata de la violación. A las niñas de cinco años que han escuchado la palabra en innumerables programas de tevé y preguntan, ¿hay que explicarles? Porque las intervenciones que utilizan la palabra violación o violador han sido múltiples durante la semana en la cual se debatió el tema.
Si pretendemos contarles qué es un violador, nos enfrentamos con que el sujeto del que se habla no ha sido condenado por la justicia, de manera que no se lo puede denominar de ese modo (o abusador) porque la ley penal no ha hablado. Pero todos saben que las víctimas de violación no mienten. ¿Seguro? Preguntará alguna persona. Y habrá que recurrir a la minúscula estadística de algún investigador; más allá de lo cual sobresale la Palabra de la Víctima de Violación.
Explicarle a la niña qué es un violador con la imagen del caso videado implica arriesgar la confusión, porque primero hay que explicarle que el juez tendrá que condenarlo, pero ¿cómo hago para denominarlo violador si todavía no tengo la figura del juez? Porque de alguna manera tengo que explicarle a la niña quién es y cómo se llama al que comete una violación. En estas circunstancias, es la palabra de la mujer la que vale y la mujer acusa, pero el sujeto niega. “Y entonces –dice la niña, que ya sabe de qué se trata una relación sexual– ¿si el señor dice que no fue él?”
Entonces le tengo que decir que al sujeto no le puedo creer. “¿Por que?” –pregunta la niña. Y al responderlo ya estoy tipificando, “fundamentando por qué los violadores mienten”. Y ya lo nomino como el Código Penal no me deja.
Niños y niñas actuales aprenden lo que se supone deberían ignorar, al mismo tiempo que las estadísticas nos muestran que ellos y ellas incrementan el número de víctimas que sobreviven al abuso de los violadores y abusadores. En este caso, la duda pudo cernirse sobre un escándalo que sacudió a los medios de comunicación e ingresó como una realidad en las casas donde las niñitas y los niñitos no esperaban la aparición de esa palabra extraña, como no esperan la acción del abusador que los ataca. Tienen que incorporar aquello que podamos explicarle, esta vez, mediatizada la palabra por la severidad de la palabra regulada por la ley. Un aprendizaje nuevo y difícil donde lo blanco no es blanco y lo negro no es negro sino que “hay que esperar antes de ponerle el nombre concreto, el que la comunidad quiere otorgarle” y es precio que exista una tercera persona –el juez– para poder llamar por su nombre a quien viola. Trabajo difícil para un niño. También para nosotros y nosotras.
Quien le conteste a esta niña de cinco años tendrá muy en claro por qué le cree a la víctima. Y habla apostando a la Palabra de la Mujer. También sabrá desde las rutinas del lenguaje que las mujeres desordenaron para siempre que es más sencillo explicarle a la niña cómo es la encerrona de la verdad anudada con la palabra que la ley exige para condenar; palabra que la víctima pronunciaba en silencio y que ahora grita sin temor.