El cuento nació con una frase  –hay días en que se puede mirar el cielo sin problemas– y con esa niñita que espera el fin del mundo. No tenía mucho más. Poner chicos en un texto me parece que es poner gatos en un escenario. Hacerlos hablar, fluir con el punto de vista de ellos, no sé si tengo oído para eso. Nomi, sin embargo, me resultó accesible. Me gustó verla sentada en ese umbral, que es su reino. De hecho, resiste en esa frontera. Me cae tan bien que quisiera que vuelva, no sé cómo ni dónde.

Los personajes fueron apareciendo tal como aparecen en el texto, y los seguí, con los movimientos de una cámara. Cada uno de ellos lleva una parte, la tracciona. El armado fue una carrera de postas; van pasándose las preguntas, las incomodidades, las elusiones.  

Es uno de mis cuentos más recientes, tiene pocos años, pero trae cosas muy lejanas. Los tres personajes –la madre de Nomi solo es referida– nunca me parecieron muy modernos, siempre los he visto como salidos de fotos de otra época. El escenario es la casa de mi infancia en Posadas y el cielo es el cielo del subtrópico, muy generoso para fantasear con el fin del mundo; de ahí, mi fascinación con el clima. Siempre miro el cielo como si pudiera leer lo que va a venir –leo pronósticos meteorológicos todos los días y tengo una aplicación de alarma de lluvia en el teléfono–. Me creo baqueana por haberme criado allá. También, como en la historia de Nomi, mi abuela materna era de un catolicismo furioso, caminaba por la casa con el rosario en la mano. Por suerte, a Nomi el apocalipsis le parece una fiesta, porque a mí la religión desde entonces me resulta aterradora.