Sentada en el umbral de la puerta de su casa, Nomi espera el fin del mundo. Tiene ocho años y los pies llenos de tierra; refriega una planta del pie sobre el empeine del otro y hace choricitos de mugre. Mira hacia el río: el agua está inmóvil. El cielo, de tan nublado, encandila. Enfrenta ese cielo extraordinario con los ojos bien abiertos. Ella sabe que después de esa resolana de hielo sucio vendrá la oscuridad.

En la línea del horizonte, las nubes se entintan. 

Ha visto esto antes pero el final, tal como le auguró su abuela, hasta ahora nunca llegó.

 

Por la esquina aparece una mujer con un andar que le ondula el vestido liviano, ceñido en la cintura, flores rojas sobre fondo blanco. Se detiene en el borde de la vereda, se pone unos anteojos a cierta distancia, sin calzárselos en las orejas, para leer la numeración. 

Solas las dos, a las cuatro de la tarde en un barrio que parece abandonado.

–Vos sos Nomi –le dice la mujer–. Quelita me dicen los amigos. Vos también podés.

La nena le descubre en los dientes blancos una manchita de lápiz labial.

–¿Qué cosa puedo?

–Llamarme Quelita, como los amigos.

Nomi vuelve la cabeza hacia el lado del río, que empezó a moverse por el viento.

–¿No te da miedo? –pregunta la mujer.

–¿Qué cosa?

–La tormenta.

–¿Vos creés en el fin del mundo?

Quelita sostiene su pollera alborotada con una mano y pone la otra sobre la mejilla como agarrándose el gesto de asombro, la boca abierta de par en par.

–¿Estás esperando el fin del mundo?

–Mi abuela dice que en cualquier momento va a venir.

–¿Dónde está tu abuela? ¿Adentro?

–No. Pero antes de irse me dijo cómo va a ser todo. 

–¿Y ella cómo lo sabe?

–Por el libro con los dibujos.

 

Todo está en ese libro de tapas duras que la abuela le trajo en uno de sus viajes. El bien y el mal escrito en letras con relieve. El bien refulge, pero las letras del mal son opacas. Siempre le dijo que los truenos son los cascos de los caballos del Apocalipsis, que no se deje engañar con otras historias. Como todas las veces, antes de irse la abuela leyó la última página con solemnidad: “La salvación llegará cuando el puño del cielo se descargue sobre la perdición del mundo”. 

Pero a Nomi nada de eso le preocupa; lo único que le importa son los caballos: quiere verlos atravesar las nubes, las patas firmes golpeando el aire hasta llegar al suelo. Sueña con verlos galopar en su calle.

Quizá uno de los jinetes la encuentre sola en el umbral y la invite a dar una vuelta. ¿Quién podría darse cuenta? Es el fin del mundo, no es como todos los días.

 

Un trueno hace temblar las casas. Quelita se frota los brazos de pelos erizados. Le dice que no hay que estar afuera, por los rayos.

–¿Cómo sabías mi nombre?

–Tu papá me lo dijo. ¿Está? 

Nomi se saca unos choricitos del empeine y los huele.

–Ajjj –dice Quelita–, las nenas lindas no hacen eso.

Nomi la mira con los ojos fruncidos. 

–Llamalo a tu papá, no se puede estar acá afuera.

–Duerme.

–Despertalo.

–Se va a enojar, no le gusta.

–¿Sabe que estás afuera?

–Qué te importa lo que sabe mi papá.

La mujer quiebra la cadera y se pone una mano en la cintura. 

–Mirá lo salvaje que habías sido.

Un relámpago estalla con sus chispas verdes, amarillas, violetas.

–Ooooooh –grita Nomi llena de admiración y estira los brazos al cielo como si quisiera tocarlas. 

Quelita se acerca y proyecta su sombra sobre la nena. 

–Me espera tu papá. Golpeá o abrime –dice.

La nena acerca el dedo gordo a la punta de la sandalia de la mujer.

–Sacá eso y dejame pasar.

Nomi se frota otra vez los pies muy cerca de la sandalia.

–Dale que dale con las patitas, parecés una mosca.

–Fea, le dice Nomi.

La mujer la agarra de un brazo y ella queda medio colgada como una muñeca llevada a la rastra. Con la otra mano y la cartera rígida que pende de su antebrazo, Quelita golpea la puerta. Retumba la madera.

Espera sin soltar a la nena, que no hace más que mirarla.

El padre de Nomi abre. Ve a Quelita y baja la cabeza: está descalzo, con un pantalón amplio a mitad de pierna, una camiseta sin mangas y un pañuelo de algodón al cuello. Sin decir palabra, se pasa la mano por el pelo retinto y abundante, y aunque no tiene ni una mecha fuera de lugar, se lo acomoda como un casco.

–Me dijo fea –dice Quelita y la señala.

Nomi mira a su padre. Él le guiña un ojo.

–Viniste más temprano, estoy así nomás –dice y se arregla el pañuelo.

–No, Castillo, fijate el reloj, ya conocés mi puntualidad –dice ella.

–¿Quién es Castillo? –pregunta Nomi.

–Yo, nosotros –dice el padre.

Le tiende la mano para rescatarla. El viento de la tormenta cierra la puerta de un golpe. 

–¡Chist!, mi mamá duerme –dice Nomi y corre en puntas de pie hacia el patio.

Quelita le acerca la cara para que la bese, él la esquiva y le señala el camino para adentrarse en la casa sombría y caliente. 

–¿Escuchaste lo que me dijo? –insiste ella.

–Pero si es una criatura.

 

En el patio, Nomi se sienta sobre las baldosas como un buda minúsculo, las palmas hacia arriba sobre las rodillas, la boca abierta al cielo a la espera de las primeras gotas. El padre corre a sacarla segundos antes de que la tormenta se largue con todo.

–Te va a quemar un rayo y no necesito más. Ya tenemos bastante.

Quelita se mete:

–¿Qué te dije en la puerta? 

Nomi le saca la lengua con la velocidad de un lagarto.

–Ay, tan linda y con esas muecas –le dice la mujer.

El padre revolea los ojos.

–Tiene sus cosas como todos los chicos.

Quelita empieza a hablar por lo bajo: bueno, si te molesta me voy pero como me habías dicho…

El padre abre la heladera y la nena le advierte que está descalzo, él suelta la puerta y Nomi corre para traerle del baño una alfombra de plástico. Se miran. 

El instante en que se miran se amplifica en Quelita como una eternidad. Los ve perfectos, encastrados, no hay lugar para nadie. 

Cuando arrastra una silla para sentarse, Nomi mira hacia la entrada y le chista otra vez por el ruido. Se va corriendo en puntas de pie y sube de a dos los escalones hasta la pieza de arriba. No abre la puerta, sólo apoya una oreja sobre el vidrio esmerilado y cierra los ojos. Pasa los dedos sobre el vidrio. Tras ese vidrio su madre está en silencio en la oscuridad. 

–Qué extraño –dice Quelita–, pasé por al lado de esa escalera y no la vi. 

Se desconcierta, como si a la casa le hubiera crecido una parte de golpe. 

Castillo mira la puerta de la habitación. Hubo un día en que creyó que su mujer estaba mejor: ella le contó que se había acercado a la ventana a mirar la calle. Aunque él no pudo saber si era verdad. Le tendió la mano para que repitiera la hazaña pero ella se tocó las piernas y dijo: Todavía flojas. 

Ella habla así, con lo mínimo. Su tristeza lo redujo todo, como si el tiempo y las cosas se hubieran vuelto ropa encogida. 

Él prepara unos mates en silencio. Quelita quisiera hablarle del esfuerzo: el esfuerzo de haber ido, de estar como si fuera una visita, de simular. Piensa en el sufrimiento de él y en el de ella, y aunque no tienen comparación, le gustaría no tener que pedir permiso para sentirse tan desanimada. 

Está sentada en el comedor de esa casa que desde hace casi un año imaginó todos los días. Al fin la conoce. Armó cada rincón para pensarla tan real como fuera posible, con los detalles que él le fue dando. Lo imaginaba siempre sin Nomi y sin la mujer del cuarto de arriba. Sentía pena por la soledad de él.

 

–¿Cómo está? –pregunta Quelita.

–Pegada a esa puta tristeza que no se le va con nada. 

–¿Pero ni siquiera con la nena?

Él señala a su hija en la escalera.

–¿No ves que no quiere entrar? La madre la ve y llora. A ver si la nena cree que es por ella que está así.

–¿Y ya saben por qué es?

–Le vino la tristeza un día y no quiso más. –Se queda callado, duda–. Pero si yo te conté, Quelita, qué son esas preguntas. ¿Cuántas veces te lo conté?

Ella recuerda esas veces: Castillo sentado en el borde de su escritorio, hojeando una carpeta mientras le hablaba de sus momentos difíciles. Recuerda también cómo fueron invitándose a unos descansos en la salita del café. Allí eludían la mirada de los que daban vueltas sin tomar nada con interjecciones de cortesía. Hasta que ella sugirió que esos ratitos terminarían alentando rumores. Imposible olvidar la respuesta de él: merienda tomamos todos, Quelita. 

Fue la llave para empezar a encontrarse en casa de ella. 

 

Castillo se desanuda el pañuelo mojado por la transpiración y lo estruja.

Ella se acerca pero él la detiene con una mano abierta en el aire. 

–Para qué me hiciste venir –dice ella.

–Vos quisiste que nos viéramos. 

–¿Y no había otra manera? No sé si venir era lo mejor.

–Pero acá estás –dice él.

Mira a Nomi que sigue en la puerta de la habitación, como ensoñada. Se acerca a Quelita y le toca el pelo en un gesto fugaz. 

Resignado,le dice:

–No había otra manera, no hay. Te dije que se iba mi suegra. Estoy solo, Quelita.

–Con la hija así, digo, podría haberse quedado un poco más.

Él se rasca la frente. 

–Qué fácil es todo desde afuera –dice. 

– No soy una insensible. También tengo lo mío.

–¿Y qué es lo tuyo, si se puede saber?

–¿Es cierto lo que me dijeron? ¿Que tu licencia es por todo el verano?

Él se mira las manos como si allí estuviera la respuesta. Cuando dice que sí, que es cierto, tiene en la voz un sofoco de calor o de fastidio. 

Ella no logra saber qué.

 

Castillo siente en el cuerpo, como si fuera una temperatura, que pronto llegará esa hora, entre el final de la cena y el comienzo del sueño, cuando la vida se desploma. 

Vuelve a ver con nitidez el momento en que el taxi desapareció en la esquina esa mañana llevándose a su suegra y piensa en voz alta:

–Se fue. Cansada, pobre vieja. Llegó entusiasmada como siempre con todo eso de la fe, y dale con la fe y que Dios y…

–¿De qué hablás? –interrumpe ella.

Él se tapa la cara con las manos y la congoja lo hace suspirar hondo. 

–Yo soy un buen hombre, Quelita. Otro no hubiera dudado, se hubiese ido por ahí, habría dejado la nena y que Dios, ese Dios que no ve lo que pasa acá, se hiciera cargo.

–Ya sé que sos bueno.

–No. Ser bueno es otra cosa. Si lo fuera no te habría metido en este baile.

–Yo quise, ¿no cuenta eso? 

–Soy un buen hombre, puedo pensar, puedo pensar antes. 

–¿Antes de qué?

–No sé, desbarrancarme, arrastrar todo.

 

Vuelve Nomi y dice que tiene hambre. Él saca unas vainillas. Le pide que no se atragante y le acerca un vaso de leche.

–¿Cómo te va en el colegio? –pregunta Quelita.

Nomi hace un ruido y niega con la cabeza, mientras come con la boca cerrada.

–Ah, están de vacaciones ahora. Qué distraída.

–Si vieras, hace unos dibujos. Mostrale a Quelita cuando termines de comer. ¿Te traigo lápices? –dice el padre. 

Nomi se va a la ventana que da al patio, lleva su banco de madera y se sube. Se apoya en el borde como si fuera el mostrador de un bar y desde allí, de espaldas, hace que no con el dedo índice. 

La lluvia se arremolina y ella extiende las manos para mojarse.

El padre la baja haciéndola girar en el aire. Nomi tiene la risa de una cajita de música.

– Mostrale tu libro si no le vas a dibujar –dice él.

– Está guardado –contesta Nomi.

–Dale, traelo.

La nena arrastra cada paso y vuelve, tan cansina como se fue, con el libro que le tapa casi la mitad del cuerpo. Lo pone sobre la mesa y le señala las letras a Quelita.

–Pasale la mano vas a ver –le dice.

–¿Qué?

–Son gordas.

Quelita comprueba. 

–Viste que al final no llegó.

–¿Qué cosa? –pregunta Nomi.

–El fin del mundo.

–Mi abuela no miente, hay que esperar.

Nomi abre el libro sobre la mesa, se arrodilla sobre un banco y empieza a mostrarle los dibujos. Los ojos de Quelita se ven enormes tras los cristales. Ahora sí: vibran los colores de los caballos en las páginas. 

–¿Querés ver esta parte o la de los ángeles con las trompetas? –pregunta la nena.

Quelita dice que elija ella que los conoce bien.

Nomi le cuenta que son siete ángeles y cada uno toca una trompeta. 

–Qué lindo, una trompeta.

La nena los va señalando:

–Tocan y queman pasto, tocan otra vez y una montaña se incendia y cae sobre el mar, después cae una estrella como una bola de fuego, tocan de nuevo y se oscurece todo, después hay uno que tiene la llave de un pozo. 

– Qué horror –dice Quelita.

–Hay otros que lo único que hacen es matar. ¿Te da miedo? –dice Nomi.

Se baja del banco, toma el libro, pone un pie sobre una baldosa y el otro lejos, las piernas bien abiertas. Levanta el libro como un trofeo.

Mueve los dedos del pie derecho y dice: este es el mar.

Mueve los dedos del izquierdo y dice: esta es la tierra.

–Mirá. Soy el séptimo ángel.

Suena un timbre. La nena suelta el libro sobre la mesa y corre otra vez hacia la escalera, pero ahora sí abre la puerta de la habitación y entra.

–Pensé que era de la calle –dice Quelita.

–Si no hay timbre en la calle –replica él–. Vos golpeaste.

Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe exagerada. 

–Fea, me dijo.

–Pero Quelita, ni sabe quién sos. 

Ella deja el mate sobre la mesa.

–¿Qué querés decir con eso, Castillo?

Él va a responderle, pero se frena. Recoge el plato de Nomi de la ventana. Se acerca y le habla con cuidado.

–Si hay algo que no quiero es tener que elegir, Quelita. 

La puerta de la habitación de arriba se abre, Nomi baja las escaleras volando y le dice al padre:

–Quiere comer.

Se miran como antes, cuando ella le trajo la alfombra de plástico. 

–Quiere comer una vainilla como la que comí yo.

El padre pone dos sobre un plato floreado y le pide a Nomi que no corra, que suba los escalones de a uno.

–Te quiere ver, vení conmigo.

Él mira a Quelita y ella mira la lluvia. La nena le tironea el brazo.

–Ya vuelvo.

Nomi y su padre se pierden en la habitación de arriba, la puerta se cierra tras ellos.

 

Quelita hojea el libro otra vez y dice mordiendo las palabras: una locura llenarle la cabeza a la nena con esto, yo no lo permitiría, la fe es otra cosa. Chupa el mate hasta final y se mete en el baño; huele las toallas. Del baño pasa a la habitación de él. La cama es inmensa. Las maderas torneadas de la cabecera se repiten en las patas. 

Qué curioso, piensa. Nunca se había imaginado la cama de él. Se recuesta y gira buscando algo: huelelas sábanas y las almohadas. Se sienta, se quita las sandalias y se prueba unas pantuflas de él que encuentra en la mesa de luz. Sobre el mármol de la tapa hay una foto del casamiento. Sus anteojos quedaron sobre el libro. Se pegael portarretrato a la cara hasta nublarlo con el aliento. 

Él está igual, piensa. Se pregunta si ella seguirá tan hermosa como en la foto, y le parece que no porque los tristes se dejan estar. 

El cajón de la otra mesa de luz está cerrado con llave.

Cuando entra al cuarto de Nomi, roza así como al pasar los bordes de los muebles y sale. 

Busca sus cosas en el comedor. Traba cada hoja de la puerta cancel al piso, abre la puerta de calle y se va. El viento encuentra su corredor perfecto y atraviesa la casa de punta a punta.