En aquellos años de dictadura y exilio, el hombre solía ir a ese puerto alemán y, desde tierra, denunciaba en tono de blasfemia, los barcos argentinos allí anclados. No puedo dar más precisiones, pero el corazón de la historia es ese: un hombre se para frente a un barco de su tierra y lo increpa en nombre de las víctimas. Soriano contaba con admiración esta actitud de su amigo y tocayo. El hombre era Bayer, y lo que importa, se me ocurre, es el gesto solitario a lo Zola en Yo acuso. En una entrevista que le hizo Soriano, Bayer le confiaba: “Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común”.
Bayer ha muerto. Y yo me pregunto qué se hace, mejor dicho, qué puedo hacer con este dolor. La escritura, me digo, es una búsqueda de sentido de la existencia. Comprender, comprender a los otros, comprenderse uno en la relación dialéctica entre individuo y prójimo, una categoría que abarca a esos otros que tienen en común conmigo alegrías y esperanzas a pesar de la derrota de lo cotidiano, caminar entre escombros, sorteando los caídos, esos que expulsados del sistema han perdido hasta el lenguaje y se encuentran reducidos a lo gutural, balbuceos que reclaman una moneda para comer, un cigarrillo.
No hay democracia cuando hay hambre, villas miseria, represión a los que sufren y reclaman por sus derechos, sostenía Bayer. Esta es la realidad de nuestros días mientras el neoliberalismo sigue apoltronado en el poder –seré redundante, y diré, puteando–, el macrismo, porque el mal tiene nombre: y las clases medias operan cómplices en su apoyo. Quién puede olvidar que el macrismo contó con el apoyo numeroso de una intelectualidad cipaya, el reaccionarismo recalcitrante de bobos que, yéndola de puristas, respaldaron el mismo proyecto económico de depredación y sometimiento que sustentó la dictadura. No hace falta nombrar a los autores de chicanas, opiniones al paso, discursitos truchos en Twitter, porque, hay que acotarlo, ninguno de esos oportunistas puede elongar una idea más allá de los 140 caracteres como tope. No hace falta nombrarlos, me digo. Como estos canallitas son figuretis, se queman solos en cada una de sus intervenciones ombliguistas en las redes y en los medios. Obvio, hay causas, hay ensayos sesudos que pueden explicar de qué modo las conciencias clasemedieras se han vuelto cómplices. Brecht definía así un fascista: es un pequeño burgués asustado. Ahí están, visibles, porque les encanta mostrarse, y tienen algunos el tupé de hacerse los afligidos y poner cara de circunstancias, de yo no fui. ¿Acaso se puede ignorar que un suplemento cultural hace unos días citó entre los eventos literarios más relevantes del año el G-20?
De qué estoy hablando, me dirán. De Bayer. Porque me pregunto cómo viviría Bayer estas cuestiones que son una sola: la responsabilidad del intelectual y su compromiso. Es decir, el uso de la palabra. La literatura, es sabido, no es sólo literatura. La ficción no es solo ficción. Es también el día a día que vivimos, aunque se pueda creer, al dar nuestra versión, que se trata de otra cosa. No es casual, me digo, que la rabia me invada en el momento de evocar al luchador que representa el antagonismo de la pavada y el contubernio con el poder. El tiempo siempre descorre la cortina que trata de ocultar la verdad, escribió Bayer en este diario. Los crímenes jamás se podrán ocultar.
A cierta edad, la mía, se vuelve difícil escribir obituarios de los seres queridos. No pocos tenemos una foto, la memoria personal con Bayer. El riesgo de la retórica demagógica y el miserabilismo emocional de la evocación lacrimógena acechan. Asumo ese riesgo al escribir sobre Bayer. El asunto no tiene nada de esa calma y distancia que impone la necrológica elegante, medida y cautelosa. Si escribir sobre Bayer me enerva se debe a que, al hacerlo, debo mirar alrededor. Imposible mirar el alrededor sin mirar el pasado. Imposible no tener en cuenta la proyección de sus tensiones cruentas en el presente, la crisis de representación que corrompe los estamentos de la realpolitik. Imposible hacerse el distraído. Esta, aunque suene a reduccionismo, es la lección mayor de Bayer.
Es vastísimo el anecdotario que puede juntarse para una historia de su vida. Me ilusiono: no seré el único que se enfrente al blanco de la página y su silencio para nombrar su trascendencia cuestionadora no sólo en la historia de nuestras ideas y nuestra literatura, sino también en nuestra historia política y social, lo concreto de los hechos: vuelvo a la cuestión del compromiso. Bayer pertenece a una clase de escritores, de clase, subrayo, que, además de su pensamiento, compromete el cuerpo. Aunque suene a slogan, hay que decirlo: Bayer puso siempre el cuerpo, tanto en la cárcel y el exilio. En este sentido, con su muerte se cierra el fin de una época y de un modelo de intelectual. Es cierto, es probable que su acción, aún a pesar del compromiso ético con los otros, pueda leerse como individualista y romántica. Pero en su compromiso, en esa épica, no estaba solo. Acompañaba a las Madres y las Madres estaban con él. Bayer era un referente: el fenómeno lo explican los jóvenes numerosos que se le acercaban y que hoy lo reconocen como su mentor. Si una explicación cabe para la repercusión de su palabra hay que buscarla en su escritura, el pulso narrativo de un observador desprejuiciado que convertía cada instante de su vida en crónica. Sus temas, inagotables, abarcaban tanto las luchas anarquistas como el carácter sanguinario de los represores, la lectura de Hudson, la crítica a la malversación de la historia patagónica de Chatwin, la afinidad fraterna con Walsh, a quien consideraba su hermano. Bayer acostumbraba detenerse en el registro de los detalles más significativos de una situación, la precisión de un territorio y de una cifra, trátese de un gesto, un rictus, un suspiro, un sonreír, esos relumbres que, en su captación, constituyen el arte de la crónica. Curtido desde temprano en el periodismo, el estilo de Bayer excede las reglas del género. Pone en primer plano la cuestión de la pretendida objetividad, sitúa en contexto al sujeto narrador y convierte su mirada en puente, hilvana los momentos claves de la historia, los articula de modo cinematográfico, y cabe recordarlo, Bayer era también guionista, y al escribir deja de lado todo prejuicio y se anima a opinar, tomar partido y propone a quien lo lee compartir su perspectiva que es siempre libertaria. En esta deconstrucción a la apurada de su estilo, conjeturo, se afirma como reflector enfocado en la injusticia. Esto, me digo, será, en un porvenir de resistencia que empezó hace rato, el objetivo de nuestra palabra. En sus términos, de lo que se trata: Desnudar la banalidad de lo perverso, la pornografía de las armas y la obscenidad del privilegio.
Todas las fotos de archivo pertenecen al libro osvaldo bayer íntimo, conversaciones con el eterno libertario: entrevistas con julio ferrer. ediciones continente, 2012.