Un libro que sale a rescatar la verdad histórica, informar a los más jóvenes y sacudir la modorra del presunto fin de la historia se parece más a una provocación que a un acontecimiento editorial. Reunir textos que alguna vez disgustaron a tantos oportunistas y que el libro se llame Rebeldía y esperanza es como tirar una piedra contra la dormidera nacional. Y si el que lanza la piedra sin esconder la mano es Osvaldo Bayer, historiador temible, narrador de romanceros heroicos y miserables tragedias, hay que pararse a escuchar. De barricada y de amor, estos cuarenta y dos escritos tienen la urgencia de un viaje al futuro. A la memoria de las generaciones que vendrán con el nuevo siglo. Publicados por primera vez en revistas y en este diario, hablan de víctimas y verdugos. Pero a mí me dibujan entero al hombre que conocí en las malas, que es la mejor manera de conocer a los hombres para saber si creen en lo que dicen y si sostienen en privado lo que predican en público.

La primera vez que hablé con Osvaldo Bayer fue en 1970, por teléfono, y no fue una conversación simpática. Yo era redactor de Semana Gráfica, una revista de la Editorial Abril a la que preferíamos llamar Semana Trágica por su vocación por las noticias desgraciadas. Martín Campos, un director enviado al periodismo para sembrar la cólera de Dios, me había pedido que escribiera un breve aniversario del fusilamiento del anarquista Severino Di Giovanni ocurrido en 1930. En esos lejanos tiempos a la gente todavía le interesaban cosas así.

No encontré nada más natural que comprar el libro histórico de Bayer y tomar de allí todos los datos. Comodidad u osadía, lo pagué caro: Bayer me llamó, se presentó y me dijo de todo. Al colgar me quedó de él una falsa imagen: la de un tipo intransigente y de pocas pulgas. Nada de eso: con el tiempo supe que con sus amigos y adversarios leales es uno de los hombres más tiernos y de mejor humor que tiene este país. Pero hasta que lo descubrí tal cual es le guardaba cierto resquemor porque sus argumentos me habían hecho sentir culpable y era él quien tenía razón.

En 1976 me lo encontré en la Feria del Libro de Frankfurt mientras Vargas Llosa hacía su discurso en inglés. Había otros argentinos y muchos latinoamericanos exiliados. Le recordé el sofocón que me había hecho pasar, se echó a reír y fuimos a tomar un café para hablar de lo que pasaba en la Argentina y de qué se podía hacer desde afuera para dificultar el plan criminal de los militares. En ese tiempo yo creía que la mayoría de la gente se daba cuenta de lo que estaba pasando, aunque más no fuera por deducción, porque los secuestros sucedían en las calles. Pensaba que la gente escuchaba los estruendos y los pedidos de auxilio que salían de tantos departamentos destrozados por las bandas del Tigre Acosta, Suárez Mason, Camps y los otros. Después supe que nadie, o casi, escuchaba ni veía nada. Tampoco los grandes diarios que llamaban a combatir la subversión “por todos los medios”. 

Aquel día Bayer me dio noticias dolorosas sobre la desaparición de periodistas y escritores amigos. Haroldo Conti entre ellos. También tenía un recorte de La Nación que relataba un curioso almuerzo que compartieron el dictador Videla, Jorge Luis Borges, Leonardo Castellani, Ernesto Sabato y Horacio Ratti, presidente de la SADE. También ésa era una pésima noticia: dos de los escritores más notorios habían aceptado el diálogo con el comandante en jefe de la represión y ninguno de ellos se iba dando un portazo. Al contrario, Borges vio en Videla a un “caballero” y Sabato a “un hombre culto, modesto e inteligente”.

Bayer me contó algunas peripecias por las que pasó mientras buscaba testigos y documentos secretos para su monumental Patagonia rebelde. Me habló de Severino Di Giovanni y los anarquistas libertarios y de su propia huida de la Argentina justo a tiempo para salvar la vida. Lo hacía con tanto humor, ponía tanta ironía consigo mismo, que enseguida me di cuenta de que quería ser amigo de él. Hablamos también de nuestras carencias de expatriados y Bayer me preguntó si tenía plata como para ir tirando mientras conseguía algún trabajo. Le dije que no se preocupara, que ya saldría algo. Nos despedimos muy tarde y al día siguiente volví a Bruselas.

A los que estábamos en Bélgica nos ayudaban los curas, que no comprendían el silencio de la Iglesia ante el asesinato de tanto cristiano, pecador o no Nos dieron techo y muchas ayudas más. Yo intentaba escribir un cuento que Giovanni Arpino me había pedido para una revista italiana y por el que prometía pagarme cien dólares de entonces. Algunos limpiaban oficinas o iglesias mientras otros trataban de enterrar el pasado y no querían ni saludarnos.

Una semana después del encuentro con Osvaldo Bayer recibí una carta de Alemania. La abrí enseguida en busca de nuevas noticias, de algún plan de operaciones lejanas. En lugar de eso había un giro por una extraña suma: 1527 marcos con cincuenta, o algo así. Con una esquela breve: “Osvaldo: cobré un trabajo que me debían. Te mando la mitad. Un abrazo”. Y la firma de Bayer. No me mandaba un préstamo de amigo sino el auxilio de cada anarquista fiel a su ideal: exactamente la mitad de lo que había cobrado. Sin explicaciones ni fecha de reintegro. Había encontrado a un tipo en apuros y compartía lo que tenía. Le escribí para agradecerle pero me contestó hablando de otra cosa, invitándome a visitarlo a Essen. Nunca, desde entonces, pude tocar el tema con él; se molestó la vez que intenté hacerlo y de algún modo me sugirió que de esas cosas no se habla. Entonces callé hasta hoy y sé que cuando lea estas líneas volverá a incomodarse y tal vez me llame para retarme como en el 1970. 

Al leer Rebeldía y esperanza me volvieron a la cabeza los momentos posteriores al regreso. La soledad de Bayer y de Cortázar. El desgarramiento de Juan Gelman perseguido en dictadura y en democracia. El dolor de las Madres de Plaza de Mayo despreciadas por Alfonsín y después por Menem. El abortado debate sobre el exilio y la resistencia interna. Las cosas no dichas y las voces de los oportunistas que cambiaban de piel para escribirse una historia diferente a la que les pesará en el futuro cuando otras generaciones visiten archivos y desempolven la verdad. Como hizo Bayer con los fusilados de Santa Cruz. Ahora que por fin conocemos los cuatro tomos que cuentan la ignominia, el historiador lanza otra botella al mar de la indiferencia: en Rebeldía y esperanza están los hechos y los personajes de estos años que la sociedad ha tratado de enterrar. Ahí está Pequeño recordatorio para un país sin memoria, el alegato que Bayer leyó en la Universidad de Maryland en 1985; la respuesta de un Sabato molesto porque el bronce le resbala de la piel; están las desafortunadas palabras de Martha Lynch, de Borges, de Balbín, el día en que quemaron los libros y Víctor Massuh aceptó ser embajador de Videla en la Unesco. Pero también el militante Rodolfo Walsh, que escribió su denuncia en la clandestinidad, se la enrostró a Videla y al mundo y salió a morir con dignidad.

Es imprescindible leer Rebeldía y esperanza porque en esas páginas está mucho de lo que ha querido ocultarse. Hay una ética, vieja y eterna, pataleando en un tiempo sin ejemplos ni ilusiones. Están las Madres, Raúl González Tuñón, el cura Angelelli, Gregorio Selser, los presos políticos de antes y de ahora; destinos argentinos y ejemplos alemanes, malos y buenos, que Bayer conoce como pocos. Son tan escasos los libros que desentierran grandes verdades que cuando aparecen hay que atesorarlos; para nosotros o para los que después vendrán a hurgar en las grandezas y miserias de una sociedad que probó todos los caminos erróneos antes de encerrarse en la apatía y la frivolidad.

Es verdad: Bayer es un hueso duro de roer. Sin él sería más fácil olvidar. Hacerse una historia a medida y cambiar de canal. “Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común”, dice en una entrevista que le hice hace diez años, antes de volver al país. Y luego algo muy claro, que se perdió de vista en la confusión del alfonsinismo y la teoría de los dos demonios: “La verdadera y única división de los argentinos está entre los que acepta y los que no aceptan negociar los crímenes de la represión y la corrupción”.

Este artículo apareció como contratapa de PáginaI12 hace 25 años, el 8 de agosto de 1993, y fue recopilada en el libro Cómicos, tiranos y leyendas.