La última aparición pública de Osvaldo Bayer fue, probablemente, a fines de abril de este año. Un grupo de vecinos del Barrio San José, en el partido bonaerense de Lomas de Zamora, había decidido que la biblioteca del centro cultural de la zona llevara el nombre del escritor-periodista-historiador-defensor de los derechos humanos. El estado de salud de Bayer era delicado, pero su deseo de compartir un rato con sus admiradores pudo más que las molestias físicas. 

El gesto de atravesar en remís la Capital Federal y parte del conurbano sur en una tarde lluviosa de un viernes de otoño simboliza una actitud que Bayer construyó a lo largo de su vida: ir a cualquier lugar del país al que fuera convocado para participar de un encuentro fraterno. Llevar la palabra a quienes deseaban escucharlo –una charla informal, la presentación de un libro, una disertación académica, un intercambio con alumnos– se convirtió en un mandato ineludible. 

Una muestra de su posicionamiento como intelectual que camina la calle quedó reflejada en una contratapa de Página/12 de diciembre de 2008, hace una década. En Azahares y fuegos, Bayer les ofrecía a los lectores el itinerario que había emprendido en los últimos días. En Rosario, visitaba un antiguo supermercado recuperado por sus trabajadores, además de un centro cultural y un comedor universitario. Guardaba un afecto especial por ese emprendimiento: había prologado el libro Supermercado Tigre: crónica de un conflicto en curso, de Carlos Ghioldi.

Luego, en Mar del Plata, presentaba un libro con un prólogo suyo: Biblioclastía, compilación de Tomás Solari y Jorge Gómez sobre “los robos, la represión y sus resistencias en Bibliotecas, Archivos y Museos de Latinoamérica”. De allí, partía a Santa Cruz para recordar a los peones rurales fusilados por el Ejército a comienzos de la década de 1920 en la estancia La Anita, historia plasmada en Los vengadores de la Patagonia trágica y en el film La Patagonia rebelde.

De regreso a la Capital, participaba junto con David Viñas y León Rozitchner de un homenaje al periodista Herman Schiller por su labor como director del periódico Nueva Presencia; en la Universidad de Luján asistía a un acto en memoria del poeta desaparecido Dardo Dorronzoro; al día siguiente, volvía a Córdoba para impulsar el cambio de la imagen de Julio Argentino Roca por la de Juana Azurduy en los billetes de cien pesos; presentar el libro Arquitectos que no fueron, sobre los estudiantes y egresados de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de esa provincia asesinados y desaparecidos por el terrorismo de Estado, y asistir a una función de la cantata Patagonia de Fuego, de Sergio Castro, basada en la investigación sobre la matanza de trabajadores cometida bajo el gobierno de Hipólito Yrigoyen.

Y por último, en Buenos Aires, Bayer disertaba ante los guías del museo de la ex ESMA en el Instituto Espacio para la Memoria sobre “los crímenes militares y el colaboracionismo civil”; presentaba avances de la película Awka Liwen, dirigida por Mariano Aiello y Kristina Hille –de la que él fue coguionista–, en el Festival de Cine y Video Científico del Mercosur, y recibía el Premio Azucena Villaflor en la ex ESMA, de manos de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Ese reconocimiento, celebrado en un antiguo campo de exterminio convertido en sitio de memoria, significaba para Bayer una “fantasía de la realidad”.

Con más de ocho décadas sobre sus espaldas, Bayer compartía con los lectores una hiperactividad que no le pesaba. Sentía la obligación ética de estar en cada lugar al que se lo convocaba. Esa misma convicción lo había llevado a la lejana Esquel en 1958 para dirigir un diario local y compenetrarse de los problemas que la comunidad mapuche padecía por el despojo de sus tierras, el mismo territorio que Santiago Maldonado transitó más de medio siglo después.

La generosidad de Bayer impedía que de su boca saliera un no cuando le llegaban pedidos de entrevistas, de prólogos o de presentaciones, y convocatorias a actos, en especial si quienes los solicitaban eran jóvenes, una característica compartida con el poeta Raúl González Tuñón, colega durante varios años en la redacción de Clarín.

Al autor de La rosa blindada solían visitarlo a su trabajo o a su casa de la calle Amenábar decenas de muchachos deseosos de escuchar alguna palabra de aliento a sus primeros versos o sus historias de la Crítica de Natalio Botana o de la Guerra Civil Española. El propio Bayer fue un “joven” que se deslumbró con algunos de esos relatos.

Un anarquista que se acercaba a los 40 años junto a un comunista que rondaba los 60. Existe una cierta continuidad en el itinerario de ambos, más allá de las diferencias ideológicas y generacionales: cultivar el don de contar historias; apasionarse a la hora de escribir sobre sus temas de interés, hasta muchas veces tropezar con en el panfleto; trajinar incansablemente por el oficio periodístico; aparecer en sus textos con sus vivencias o la de sus seres más cercanos, intentando alejarse de la pedantería y la soberbia del culto al yo; no callarse ante lo que consideraban injusto; enarbolar la polémica como herramienta para despejar oscuridades. 

“El peor gremio es el de los toreros, no hay más que asomarse a uno de los cafés en que se reúnen; le sigue el de los cómicos y luego el de los escritores, donde basta con oír lo que dicen de los demás.” La afirmación pertenece a Federico García Lorca, según recordaba González Tuñón, quien agregaba a la lista a los artistas plásticos, los periodistas y los políticos. Tanto González Tuñón como Bayer aspiraron a que los gremios de los escritores y de los periodistas fueran menos condenables, a partir de sus obras y de una integridad reconocida por sus pares. Aquella visita del autor de la biografía de Severino Di Giovanni a la biblioteca del Barrio San José es una manifestación de esa integridad.

Germán Ferrari es autor de la biografía Osvaldo Bayer: El rebelde esperanzado que publicó Sudamericana este año.