Érase una vez
El primero fue una liebre. A dos mil metros de altura, en una frontera de montaña. ¿Adónde va?, me preguntó el aduanero francés. A Italia, dije. ¿Por qué no se detuvo?, preguntó. Creí que me hacía señas para que siguiera. Y en ese momento todo quedó olvidado porque una liebre atravesó corriendo la carretera, a diez metros de nosotros. Era una liebre flaca, con unas manchas blancas en sus orejas color humo. Y aunque le iba la vida en ello, no corría mucho. A veces suceden esas cosas.
Un momento después, la liebre volvió a cruzar la carretera, esta vez perseguida por media docena de hombres, quienes, no obstante, corrían mucho menos que ella y, por su aspecto, se diría que acababan de levantarse de la mesa. La liebre se dirigió hacia los riscos y los primeros parches de nieve. A voces, el aduanero daba instrucciones sobre la mejor manera de alcanzarla, y yo puse en marcha el motor y atravesé la frontera.
El siguiente animal fue un gatito. Un gatito enteramente blanco. Pertenecía a una cocina con un suelo desigual, una chimenea, una mesa de madera un tanto estropeada y unas toscas paredes encaladas. Contra las paredes, el gatito era casi invisible, si no fuera por sus ojos oscuros. Cuando volvía la cabeza, desaparecía. Cuando saltaba por el suelo o se subía de un brinco a la mesa, parecía una criatura escapada de las paredes. La manera en la que aparecía y desaparecía le daba la misteriosa intimidad de los diosecillos domésticos. Siempre he pensado que los diosecillos domésticos eran animales. Unas veces visibles, otras invisibles, pero siempre presentes. Cuando me sentaba a la mesa, el gato se subía a mis rodillas. Tenía unos dientes afilados y blancos, tan blancos como su pelo. Y la lengua rosa. Como todos los gatitos, no paraba de jugar: con su propia cola, con las patas de las sillas, con todo lo que encontraba por el suelo. Cuando quería descansar, buscaba algo mullido para echarse. Lo vigilé, fascinado, durante una semana y observé que, siempre que podía, escogía algo blanco: una toalla, un sueter blanco, la cesta de la colada. Luego, con la boca y los ojos cerrados, acurrucado, se volvía invisible, rodeado por las paredes blancas.
Una aldea en las colinas, cerca de Pistoia. El cementerio era rectangular y estaba rodeado por un muro alto con unas puertas de hierro forjado. Por la noche, la mayoría de las tumbas se iluminaban, cada una con su vela. Pero las velas eran eléctricas y se encendían al mismo tiempo que el alumbrado de la calle. Bailaban toda la noche, y había muchas farolas en la aldea. Nada más pasar el cementerio, la carretera giraba bruscamente y de la misma curva salía una carretera sin asfaltar que llevaba a una granja. En esta carretera vi uno de los patos grises.
Ya había visto a toda la familia en varias ocasiones. Solían instalarse entre los matorrales, en una pendiente cubierta de hierba, justo enfrente del cementerio. La primera vez que vi las luces del cementerio al atardecer, reparé en los patos contonéandose de aquí para allá en la hierba verde noche. Una hembra, un macho y unos seis polluelos.
Esta vez, era sólo el macho, quieto, en medio de la carretera, besando el polvo con la cabeza gacha. Tardé como un minuto en darme cuenta de que estaba encaramado sobre la espalda de la hembra, que quedaba totalmente oculta bajo su cuerpo. Una vez, quizá dos, extendió ella las alas, que aparecieron entre las patas del macho, y luego volvió a quedarse inmóvil, en el polvo. Los envites del macho se hicieron más frecuentes. Finalmente, alcanzando el clímax, se dejó caer, y la hembra se hizo visible. Cayó de costado, en la carretera, como abatido por un disparo. Un pequeño saco gris con forma de pájaro, inerte en el polvo, como si estuviera libre de plomo. Ella miró a su alrededor, se puso en pie, batió las alas, estiró el cuello y se alejó segura de que los polluelos no tardarían en encontrarla.
Una noche paseando por el campo en las cercanías de Prijedor, en Bosnia, vi, bajo unas hojas de hierba, la luz verde ámbar de una luciérnaga solitaria. La cogí y me la puse en el dedo; brillaba como un anillo con un ópalo eléctrico. Conforme me iba acercando a la casa, la competencia de las otras luces se hizo demasiado intensa, y la luciérnaga apagó la suya.
La coloqué en unas hojas sobre la cómoda del dormitorio. Cuando apagué la luz, la luciérnaga volvió a brillar. El espejo del tocador estaba enfrente de la ventana. Si me tumbaba de lado, veía una estrella reflejada en el espejo y, debajo, en la cómoda, la luciérnaga. La única diferencia entre las dos era que la luz de la luciérnaga era un poco más verde, más glacial, más lejana.
Una vez en un cuento
A los dos nos gusta contar historias. De noche, tendidos de espaldas, contemplamos el cielo estrellado. Aquí es donde empiezan todas las historias, bajo la égida de esa multitud de estrellas que por la noche se apodera furtivamente de las convicciones, para restituirlas, a veces, en forma de fe. Los primeros que inventaron, que dieron un nombre a las constelaciones eran narradores. Al trazar una línea imaginaria entre ellas, les confirieron una imagen, una identidad. Se ensartaban las estrellas en esa línea al igual que se van ensartando los acontecimientos en un relato. Imaginar las constelaciones no modificó las estrellas, ni tampoco el negro vacío que las rodea. Lo que cambió fue el modo de leer el cielo nocturno.
El problema del tiempo se parece a la oscuridad del cielo. Cada acontecimiento se inscribe en su propio tiempo. Los acontecimientos se agrupan y sus tiempos se superponen, pero el tiempo que comparten no se extiende necesariamente más allá del grupo.
Una hambruna es una trágica reunión de acontecimientos, indiferente, no obstante, para la Osa Mayor, existiendo, como existe, en otro tiempo.
La esperanza de vida de una liebre, por un lado, y la de una tortuga, por el otro, están prescritas en sus células. La posible duración de una vida es una dimensión de su estructura orgánica. No hay manera de comparar el tiempo de una liebre y el de una tortuga, salvo si se utiliza una abstracción que nada tiene que ver con ninguna de las dos. El hombre introdujo esta abstracción y organizó una carrera para descubrir cuál de las dos llegaría al punto final.
El ser humano es único en cuanto que se compone de dos acontecimientos: el de su organismo biológico, y en esto es igual que la tortuga y la liebre, y el de su conciencia. Así, en el ser humano coexisten dos tiempos que corresponden a esos dos acontecimientos. El tiempo durante el cual es concebido, crece, madura, envejece, muere. Y el tiempo de su conciencia.
El primer tiempo se comprende a sí mismo. Por eso, los animales no se plantean problemas filosóficos. El segundo tiempo ha sido comprendido de una manera o de otra en los diferentes períodos. La primera tarea de cualquier cultura es, en verdad, proponer una comprensión del tiempo de la conciencia, de las relaciones del pasado con el futuro percibidos ambos como tales.
La explicación ofrecida por la cultura europea contemporánea, la cual, durante los dos últimos siglos, ha ido marginando cada vez más cualquier otra explicación, ha consistido en construir una ley del tiempo uniforme, abstracta, unilineal aplicable a todos los acontecimientos y con arreglo a la cual puedan ser comparados y regulados todos los “tiempos”. Según esta ley, la Osa Mayor y la hambruna pertenecen a un mismo cálculo, un cálculo que ambas desconocen. También mantiene esta ley que la conciencia humana es un acontecimiento establecido en el tiempo, como cualquier otro. De este modo, una explicación cuyo fin es explicar el tiempo de la conciencia, trata a esta conciencia como si fuera algo pasivo, como un estrato geológico. Si el hombre moderno se ha visto a menudo víctima de su propio positivismo, el origen de este proceso hay que buscarlo ahí, en la negación o abolición del tiempo creado por el acontecimiento de la conciencia.
En realidad, siempre estamos entre dos tiempos: el del cuerpo y el de la conciencia. De ahí la distinción que hacen todas las demás culturas entre el cuerpo y el alma. El alma es lo primero y, sobre todo, el escenario de otro tiempo.
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Cuando Marx escribía en 1872: “Un espectro se cierne sobre Europa, el espectro del comunismo. Contra este espíritu se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y la policía política alemana”, estaba anunciando dos cosas. Los ricos temían la revolución, como todavía hoy la siguen temiendo. La segunda proclama era de un orden diferente. Recordaba que todas las sociedades modernas son conscientes de su propio carácter efímero.
El papel de la historia cambia con la Revolución Francesa. Si antes había sido la guardiana del pasado, ahora se convierte en la comadrona del futuro. Ha dejado de hablar de lo inmutable para hacerlo, en su lugar, de las leyes implacables del cambio. Aquí y allá la historia se entiende como progreso, a veces sociopolítico, y tecnológico siempre. Con razón la historia infunde esperanza a los desesperados y explotados que luchan por la justicia. (En el tercer mundo, a medida que nos acercamos al fin del siglo, esta esperanza va estando cada vez más unida a la fe religiosa. En el mundo de los relativamente ricos, la obsolescencia se ha convertido en la única e insaciable demanda de la historia).
Vivimos, pues, en una nueva dimensión temporal. La vida social, que antaño ofrecía un ejemplo de permanencia relativa, garantiza hoy todo lo contrario. Dada la situación real del mundo, esto constituye una buena promesa. Pero, al mismo tiempo, significa que estamos más solos que antes, antes del enigma de los dos tiempos de nuestras vidas. Ningún valor social asegura ya el tiempo de la conciencia. O, para ser más exactos, ningún valor social aceptado puede hacerlo. En ciertas circunstancias, y pienso ahora en el Che Guevara, la conciencia revolucionaria cumple esta función de una manera nueva.
Muchas veces, cuando cierro los ojos, se me aparecen unas caras. Lo más extraordinario en ellas es su claridad. Cada cara tiene la nitidez de un grabado.
Una vez le conté esta experiencia a un amigo. Me dijo que estaba seguro de que aquel fenómeno estaba relacionado con el hecho de haber pasado una buena parte de mi vida (me aproximaba a los cuarenta cuando me sucedió por primera vez), estudiando tantos miles de cuadros. Parece inverosímil. Pero no llega al fondo de la cuestión, porque, hasta hace poco, la principial función de la pintura era describir, hacer que siguiera presente lo que pronto iba a estar ausente.
Nunca me resulta familiar ninguna de las caras. Suelen estar muy quietas, pero no son imágenes estáticas; están vivas. Son como la cara de alguien pensando. Está claro que no son conscientes de que las miro. Y, sin embargo, puedo hacer que me miren. Quizá “hacer” sea un término demasiado fuerte, pues no requiere un gran esfuerzo por mi parte. En lugar de mirar a un grupo, simplemente tengo que concentrar la atención en una, y ella o él, como sucede normalmente en la vida, alza la vista y me devuelve la mirada. La distancia óptica entre ellas y yo es de unos tres o cuatro metros, pero cuando me miran, su expresión es tal, que nuestras caras podrían estar solamente separadas por unos centímetros.
La expresión, aunque modificada por el caracter de la cara y la edad, es semejante en todas ellas. Su intensidad no es una cuestión de emoción, placer o dolor. La cara me mira de frente y, sin palabras, sólo con la expresión de los ojos, afirma la realidad de su existencia. Como si mi mirada hubiera gritado un nombre y, la cara, al devolvérmela, respondiera: “¡Presente!”.
Siempre he sabido que las caras desaparecerán, se ausentarán, en cuanto abra los ojos. Lo que me resulta menos claro es lo que sucede cuando los cierro. ¿Soy yo quien cruza la barrera que normalmente las excluye, o son ellas las que la cruzan? Pertenecen al pasado. La certeza con la que sé esto no tiene nada que ver con sus ropas o el “estilo” de sus caras. Pertenecen al pasado porque son los muertos, y esto lo sé por la manera que tienen de mirarme. Me miran como si me reconocieran.
Me encontraba en ese estado entre el sueño y la vigilia. Desde ahí uno puede avanzar hacia cualquiera de los dos. Puedes alejarte en un sueño o puedes abrir los ojos, tomar conciencia de tu cuerpo, de la habitación, de los cuervos que graznan en la nieve, al otro lado de la ventana. Lo que distingue ese estado del de la vigilia completa es que no hay distancia entre la palabra y el significado. Es el lugar en donde tienen origen todos los nombres. Y desde allí me vi antes de nacer, más de nueve meses antes de mi nacimiento. La vida futura en el útero me era, quizá, más lejana de lo que me es ahora la muerte.
Ser concebido fue una invitación a avanzar, a asumir una forma. Y, sin embargo, esta existencia anterior, aun carente de forma, no era ni vaga ni neutra. (Digo “neutra” y no “neutral” porque tenía una carga sexual, la de una sexualidad indiferenciada). No tenía un lugar y era tan inocente. Pero también era feliz. La única imagen de esta felicidad que pude pasar de contrabando al atravesar la frontera de la vigilia no era una imagen de mí mismo, puesto que seguramente ésta no existía al otro lado de la frontera, sino una imagen de algo semejante a mí: la lisa superficie de una roca, una piedra, sobre la que manaba continuamente una piel de agua.
A los dos nos gusta contar historias. De noche, tendidos de espaldas, contemplamos el suelo estrellado.
¿Dónde está ahora Tony Goodwind? Su muerte proclama que nunca más podrá estar presente en parte alguna: ha dejado de existir. Físicamente, esto es cierto. Hace dos semanas estuvieron quemando las hojas secas en el huerto. Cuando bajo al pueblo camino sobre las cenizas. Las cenizas son cenizas. Históricamente, la vida de Tony pertenece ahora al pasado. Físicamente, su cuerpo simplificado por la combustión hasta convertirse en un elemento de carbono, vuelve a entrar en el proceso físico del mundo. El carbono es un requisito fundamental para cualquier forma de vida, la fuente de lo orgánico. No me digo todas estas cosas para confeccionarme un especiado elixir de inmortalidad, sino para recordarme que es mi visión del tiempo la que está siendo despiadadamente interrogada por la muerte. De nada sirve utilizar la muerte para simplificarnos. Tony ha dejado de estar en el nexo del tiempo, tal como lo viven aquellos que, hasta hace poco, eran sus contemporáneos. Está en la circunferencia de ese nexo, (no la circunferencia de un círculo, sino la de una esfera), al igual que los diamantes y las amebas. Y, sin embargo, también está en ese nexo, como todos los muertos. Están en él en calidad de todo-lo-que-no-son-los-vivos. Los muertos son la imaginación de los vivos. Y para ellos, a diferencia de para los vivos, la circunferencia de la esfera no constituye ni frontera, ni barrera.
Una vez en un poema
Los poemas no se parecen a los cuentos, ni tan siquiera cuando son narrativos. Todos los cuentos tratan de batallas, de un tipo o de otro, que terminan en victoria o derrota. Todo avanza hacia el final, cuando habremos de enterarnos del desenlace.
Indiferentes al desenlace, los poemas cruzan los campos de batalla, socorriendo al herido, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto. Procuran un tipo de paz. No por la hipnosis o la confianza fácil, sino por el reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no puede desaparecer como si nunca hubiera existido. Y, sin embargo, la promesa no es la de un monumento. (¿Quién quiere monumentos en el campo de batalla?) La promesa es que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo a la experiencia que lo necesitaba, que lo pedía a gritos.
Los poemas están más cerca de las oraciones que de los cuentos, pero en la poesía no hay nadie detrás del lenguaje que se recita. Es el propio lenguaje el que tiene que oír y agradecer. Para el poeta religioso, la Palabra es el primer atributo de Dios. En toda la poesía, las palabras son una presencia antes de ser medios de comunicación.
No obstante, la poesía utiliza las mismas palabras y, más o menos, la misma sintaxis que, por ejemplo, el informe anual de una empresa multinacional. (Empresas que preparan, para su propio provecho, los más terribles campos de batalla del mundo moderno.)
¿Qué hace entonces la poesía para transformar tanto el lenguaje, que, en lugar de limitarse a comunicar información, escucha y promete y desempeña el papel de un dios?
El que un poema use las mismas palabras que el informe de una multinacional no es más significativo que el hecho de que un faro y una cárcel puedan estar construídos con piedras de la misma cantera, unidas con la misma argamasa. Todo depende de la relación entre las palabras. Y la suma total de todas esas relaciones posibles depende de la manera en la que el escritor se relaciona con el lenguaje, no como vocabulario, no como sintaxis, ni siquiera como estructura, sino como un principio y una presencia.
El poeta sitúa el lenguaje fuera del alcance del tiempo; o, más exactamente, el poeta se aproxima al lenguaje como si fuera un lugar, un punto de encuentro en donde el tiempo no tiene finalidad, en donde el propio tiempo queda absorbido y dominado.
La poesía habla, con frecuencia, de su propia inmortalidad y esta reivindicación es mucho más trascendente que la del genio de un poeta determinado perteneciente a una historia cultural determinada. No debe confundirse aquí la inmortalidad con la fama póstuma. La poesía puede hablar de inmortalidad porque se abandona al lenguaje en la creencia de que el lenguaje abraza toda experiencia pasada, presente y futura.
Sería engañoso hablar de la promesa de la poesía, pues una promesa se proyecta en el futuro, y es precisamente la coexistencia del futuro, el presente y el pasado lo que propone la poesía.
A una promesa que afecta al presente y al pasado tanto como al futuro mejor la llamaríamos certeza.