Un periodista cuenta lo que pasa y primero tiene que creer que las cosas pasan y no que quedan; o por lo menos simular tamaña seguridad. Un crítico rodea cualquier cuestión que sea, la revierte por un rato y la devuelve a su origen para que tirite el lector como quiera. Un historiador demuestra procesos, contradicciones, nervaduras y paradojas de los tiempos en los que no había nacido. Un ensayista escribe con formalidades libres como esta: “No se puede calificar a Antonio Berni como un petardista nato”. De los buenos escritores se puede decir que son todo esto, más o menos delirado, más o menos justificado. Jorge Barón Biza (1942-2001) era no la suma, sino la expresión de estas maneras, uno más en la saga de los autodidactas eruditos del país.
Al rescate de lo bello, compilado y prologado por Fernanda Juárez, es una agrupación de simples notas salidas en diarios populares y revistas marginales. Podría leerse como el tomo II de una cosecha gruesa de lo que dijo y ponerlo al lado de Por dentro todo está permitido, otra miscelánea de su sensibilidad que la editorial Caja Negra publicó en 2010, usando como fuente de textos el archivo de su amigo Christian Ferrer, que escribió una biografía que es un género en sí mismo sobre Raúl, el padre de Jorge, y que está dedicada a él. La transparencia de la escritura de Barón Biza la convierte en objetos que deberían advertirse poco entre las páginas pasables del diario. Pero el lector de bar, ese que exprime hasta el último rincón del ejemplar extendiendo su consumición por horas, debería notar el destello opaco de la voz, esa que venía a decir (muy cautelosamente) algo sobre lo no rescatado, sobre el olvido y la tristeza de la máquina del tiempo en su función para adelante.
Es que el libro está editado en Córdoba y en su mayoría viene de sus columnas en el diario La voz del interior, con ese nombre anímico y federal, de aires representativos de una identidad totalmente devastada por las atracciones que nuestro autor pone en la hoja: del pintor y fraile Guillermo Butler a Yoko Ono, de Kant a Spilimbergo. Pero también de los informes sobre las consecuencias del nazismo en el mercado del arte, a las tramoyas de la polémica o las disquisiciones sobre la estética gorda y flaca a la vez: “La gente que no se muere de hambre revienta de grasa”. Lo bello es entonces una tarea permanente del perito en lo que sucede. Una conexión general con lo particularísimo de todos los tiempos para que llegue a los grandes públicos sin divulgación, con solvencia.
Rescatar lo bello es una idea suya, para decir que a los posmodernos que mezclan cualquier cosa no solo no hay con qué darles, sino que es difícil combatirlos. Como no confía en el combate propone el diálogo, elige al filósofo alemán Jurgen Habermas para volver a cierta ética de la mirada, a la comunicación de lo no evidente, a la tensión pacífica entre tonos y estéticas. Para Barón Biza la malicia está en el mundo del sálvese quién pueda y el cachivache de los manipuladores, que puede ser la institución del mercado o la canalla siempre reinante. Tiene una idea idílica de la función del arte, una ingenuidad tranquila, sin escándalos ni inquisiciones. Espera la paz y es conciente de la mugre.
Se hizo escritor “de grande”. Su primera y única novela es la legendaria El desierto y su semilla, de 1998, donde narra las sensaciones sobre lo escabroso de su familia; hay que decir que muchos chismosos que ni siquiera lo conocieron se dedican a repetir con asepsia y sin duelo lo que solo él vivió y contó, sin atender lo que hizo en la vida misma. Antes había publicado colaboraciones periodísticas y ciertas crónicas concretas sobre momentos, como esa reflexión sobre la muerte de Olmedo titulada “Alberto, Nancy y la tragedia”. Es ahí donde la noticia queda cooptada por su visión, desprejuiciada, esotérica y sociológica, sobre el carácter fenomenal de algunas personas. Es en textos como estos donde resume el carácter popular de sus intereses por los compartimientos devocionales, por la pendencia masiva. Donde parece querer destacar que todo acontecimiento está organizado por un código desconocido: “La vida y la muerte están separadas por una débil pared, delgada como una hostia”, dice, para al siguiente renglón agregar: “Pero nada perece -decía Oscar Wilde-, todo avanza hasta llegar a la normalidad”.
Podemos señalar, entre muchos, dos ensayos donde se habilita la juntura entre historia del arte y crítica de arte. Donde Barón Biza refleja su desinterés por las casillas pero su afán de ser preciso y convincente. El texto sobre paisajismo, donde trae a colación opiniones de diversa índole sobre el sometimiento de algunos pintores al paisaje pampeana con su cielo extremo y amplía el canon de artistas que se vinculen de manera original con el hábitat local en provincias que poco se destacan en la historia “oficial” del arte, como Nelly Obrien de Lacy en Tierra del Fuego o Marcos Borio en La Pampa. También el texto sobre la presencia del desnudo como género pictórico en la Córdoba de principios del siglo XX, lleno de minucias y corrillos sobre el pudor institucional y el leve destape de una sociedad ahogada por las mitras previa a 1918, sin dejar de ironizar sobre los amantes de la censura como imán de espectadores perversos.
La edición parece desprolija pero sugiere, quiera o no, la trayectoria aún no definitiva de su autor, que hablaba de muchas cosas con la misma entonación tenue. Barón Biza tenía una escritura que irradiaba lo importante sin estridencias ni bartoleos. Algo de pedagógico y sagaz se aúna en sus artículos y ensayos para que el sentido aparezca por detrás del lector, como un animal en el sigilo final de la supervivencia, que escapa. Para una definición imprecisa de sus intervenciones no podría dejar de anotarse que escribía al ras de la sanación, con intenciones comprensivas, con la idea de que eso es, en definitiva, la cultura.
No creo que haya que contar su vida y su muerte, porque sus palabras, su trabajo, aún siguen hablando en presente, con una expectativa verdadera.