Siempre que los visito les pasa algo un poco fuera de lo común. Y quiero entender que cuando no los visito también les pasan cosas fuera de lo común. Ese aire de comedia al borde de la catástrofe parece ser la materia más genuina de su naturaleza, y esa materia trasciende los límites de la simpatía pero, al mismo tiempo, esa comedia al borde de la catástrofe es parte de la sustancia que despierta en mi caso la simpatía hacia ellos.

Tal vez  sean originales.

Hay en esta casa un ordenamiento que jamás se “ordena” del todo. El orden de esta casa es un permanente desorden. Todo cae y es repuesto, pero vuelve a caer. Se diría que esta pareja se ve obligada a vivir en medio de una actividad frenética, incesante. Pero no es cierto, sólo lo parece.

En realidad, se mueven innecesariamente, se mueven porque moverse es parte del desorden.

Hoy el chico estaba jugando con un objeto de vidrio y de pronto tropezó, y al tropezar se fue de bruces, se astilló el objeto de vidrio y se cortó la piel de la rodilla. No fue grave pero debió arderle e impresionarle. Y entonces se puso a llorar, naturalmente.

Se impuso, claro, la necesidad de aplicarle un desinfectante y una curita o bien dejar la pequeña herida al descubierto pero, en rigor, nadie hizo demasiado porque todos mostraban una rara pereza. Más bien, ella y él cabildearon sobre el tema hasta que el chico dejó de berrear y empezó a observarse la lastimadura con el mismo interés que habría puesto para observar un insecto posado en su rodilla.

Estaba lloviendo y llovía sin parar, entonces él dijo “Esta puta lluvia que no para”. Y ella:” Sí, llueve, pero yo ya no tengo en cuenta estas desgracias naturales porque son tantas todo el tiempo...”

¿Aceptación, madurez, resignación, indiferencia?

El me guiña un ojo y me dice: “La típica pasividad judía”. “No entiendo –dice ella– como pude casarme con un antisemita”. Ahora él se ríe y responde: “Te casaste conmigo porque no soy antisemita” “Sí, quizás no lo eras cuando nos casamos, pero ahora sí lo sos, y cada vez más”

Después él cambia de tema y comenta: “Desde el nacimiento de mis hijos creo haber perdido la sensación de que todo finalmente puede arreglarse”.

Ella, que está trabajando en un poema escrito en un cuaderno escolar, murmura: “Ahora todo recae sobre mí, te lo juro (se dirige a mí)” y de inmediato pide que retiren al chico :”Por favor, saquen a este chico de aquí por un momento”.

La hija mayor, una niña muy bonita y madura para su edad, resuelve el engorro llevándose a su hermano al cuarto de ella mientras hace un par de lúcidos cargos a sus extravagantes padre.

Ahora, durante un largo momento, tomamos cerveza y hablamos de Heráclito. Confieso que me siento perdido y prendo un cigarrillo.

Más tarde el pequeño vuelve a las andadas. Lleva en la mano un vaso lleno de agua y lo vuelca por entero sin soltarlo. El padre sonríe sacudiendo la cabeza. La madre parece adormecerse repitiendo una especie de letanía porque, me parece, repite para sí los versos que está escribiendo. A estas alturas, el padre se pone a buscar algo que supone se extravió en algún rincón de la casa hoy o ayer, no sabemos.

No deja de moverse, y mientras se mueve me dice:”He  perdido sensibilidad, hoy son pocas las cosas que me conmueven. Estoy bloqueado”. Y al cabo, añade: “Creo que si pudiera viajar a Inglaterra allá encontraría a papá ¿no es raro?”

Ella le clava los ojos azules con un brillo conjunto de indignación y tristeza y declara:

“Estás loco como una cabra” . Y yo empiezo a despedirme.

Días después. Ella me habla de sus fobias. Confiesa que, en los últimos tiempos apenas si soporta la luz de la mañana y me dice:”Es el sol negro de la melancolía”. Dice que tiene miedo, pero es un miedo apagado, sin fuerza, sin ninguna capacidad de reacción. Cada mañana concibe una idea suicida y me explica las características de las depresión que la envuelve. La compara con la  náusea y el vómito y la noción permanente del sin sentido de todo lo que es y de todo lo que ocurre. “Es algo –trata de precisar– que transforma la realidad hasta borrarla, pero no, no la borra, la borronea, lo que es peor. Vivo una realidad borrosa.  

Antes solía hablar de política, ahora ya no, ahora teme que la denuncien y vengan a buscarla y la asesinen. Dice que ha vuelto a leer mi novela El Apartado y siente que es una desgracia porque narra la desgracia. No sé qué decirle. Tal vez deba sentirme halagado, pero tengo mis dudas.

 

Anoche otra vez en casa de ellos. El está feliz porque encontró lo que se había extraviado en algún rincón de la casa. Mirá, me dice, fijate que objeto distinguido, qué belleza, era de papá. Se trata de una lupa de lectura fabricada en Holanda en el siglo XIX. Y ella  dice:”Se pasa el día entero leyendo el diario a través de la lupa”. Me encanta, dice él, descubrir el grano de la tinta y los espacios entre los granos. Es como mirar el universo, porque de pronto las palabras ya no importan, no significan nada, son solamente un fenómeno material ¿ves?

En ese momento, ella hizo el gesto de estar masticando un chiclet, pero de perfil, estirando el cuello y el pelo rubio hacia atrás, con la cabeza un poco en alto contra la pared blanca iluminada por la lámpara de pie.

Pensé que estaba posando para volverse “inolvidable”. Y él dijo, se la ve hermosa. Sí, asentí. Y él, me gusta la palabra “hermosa” porque es total y los tilingos la odian. Son tan boludos...

Ella se ha puesto a reír. El dice de sí mismo que tiene raíces aristocráticas procedentes del Alto Perú, las únicas raíces aristocráticas de América, añade, que, por lo demás es un potrero...

Yo, en cambio, le digo que tanto su mujer como yo “venimos de los barcos”, ante lo cual se encoje de hombros y comento que hay maravillosas excepciones.

Ya en la calle, caminando por la vereda del parque me pregunta muy seriamente si yo creo que está loco. Y agrega que toda su memoria es culpable, toda, por entero. sin salida. Ahora estoy mejor porque empiezo a aceptarme, a admitirme ¿Te das cuenta?  Yo asiento con la cabeza sin saber en realidad qué cosa estoy convalidando. Y entonces me cuenta que tuvo una experiencia homosexual como prueba de su búsqueda. Le digo que no lo puedo creer. Sí, me dice, creeme, estuvo muy bien pero no veo que prospere, en el fondo no me interesa. Le pregunto si lo que me está diciendo es que se acostó con  un tipo. Bueno, aclara, no llegamos a la cama, preferimos masturbarnos sentados uno frente al otro.

Después vuelve a tocar el tema de la lupa, del uso “aristocrático” de tal adminículo, de la incomprensión de ella, su mujer, ante ese uso, una incomprensión, subraya, completamente plebeya.

Nos despedimos.

Tres o cuatro noches más tarde resuelven recrear a Shakespeare, él será Macbeth y ella Lady Macbeth. Ella le dice te odio porque eres un cobarde y un pobre loco y apenas un asesino. Yo, en cambio, dice él, te amo y te deseo y te odio también.

Recitan. Yo corrijo con el texto en la mano aunque se trate de una versión libre. Los chicos están en casa de la abuela. Debido a un gesto demasiado brusco, ella rompe una jarra de barro y todo la obra se viene abajo.

El amaba esa jarra, cómo la amaba... Además (confiesa llorando) te empezaba a desear esta noche y ahora me has deserotizado miserablemente.

Yo los dejo y me llevo a mí mismo como si arrastrara mi alma por el piso. Esta noche los he detestado.

 

Una tarde (no marqué la fecha), él me lee un trozo de Nietzsche. Estamos sentados en el Café del Parque. Nietzsche dice:

“ Las grandes cosas es preciso callarlas o hablar de ellas con grandeza, es decir con cinismo e inocencia”. Me mira triunfal. Yo, en cambio, lo miro desconcertado. Me pregunta qué me pasa. Le digo que, francamente, esa idea me resulta incomprensible. Estalla: ¡Cómo te va a resultar  incomprensible, Por Dios!. Francamente, insisto, este párrafo se me presenta difícil y confuso, porque no veo que haya grandeza en el cinismo, tal vez sí en la inocencia pero no en el cinismo y además ¿en qué punto podrían corresponderse grandeza y cinismo, me querés explicar? Pero se ha puesto pálido y ya no habla.

 

Después de una crisis nerviosa ella ha pasado una semana internada. Camina como si flotara y me ha contado que, diez años atrás, en “una internación parecida” conoció a Alejandra Pizarnik y sintió que podía amarla. Y de pronto recita:

  El poema que no digo
  el que no merezco.
  Miedo de ser dos
  camino del espejo:
  alguien en mí dormido
  me come y me bebe.

“Me dan ganas de llorar” dice. Trato de consolarla. Me comenta que su matrimonio está terminado.