Japón

Fisiológicamente, el sueño es una especie de anoxia cerebral que nos permite olvidarnos de quiénes somos. Es lo que nos deja escapar de eso que los psiquiatras llaman caras paradójicas. Es necesario desmantelar esa asfixiante estructura de convenciones que llamamos realidad. Y hay dos maneras para conseguir eso: los actos violentos de cualquier tipo y el sueño, poder dormir. 

Por eso dejó de dar vueltas alrededor del enorme esqueleto de ballena, tomó un somnífero, apagó las luces y se metió en la cama. 

No se durmió enseguida. Eso jamás le pasaba. Había un mecanismo que se ponía en funcionamiento cuando apagaba las luces. Ejemplo: siempre que tenía sueño, que bostezaba, bastaba con apagar la luz para que la inquietud, algún tipo de ansiedad ancestral, apareciera. Trató de no pensar, pero eso era imposible. Lo único que podía hacer era pensar. Y pensó. Las ideas llegaban hasta sus pies y subían por sus piernas como hormigas. Toda su vida había hecho una cosa (incluso sin darse cuenta), buscar el aislamiento moral para fortalecerse. Esto lo había llevado a un entrenamiento cerebral para estar siempre alerta, atento a los zócalos de las costumbres para cuestionar aquellas cosas que se daban como normales automáticamente. Esto, por supuesto, no conduce a una vida muy confortable. En todo caso, lo lleva a uno a estar cada vez más solo. Pero cuando se empezaba a caminar por esa ruta ya no se podía volver atrás. Por otro lado, el estado de paranoia que provocaba la soledad de esta forma de estar en el mundo hacía que uno se endureciera cada vez más en sus posturas y extremara los procedimientos de detección de imbecilidades en los discursos de domesticación. Se terminaba mirando un reloj que contaba siempre la misma mentira, descubriendo a los cadetes del confort corriendo en una rueda para ratones. De pronto, se acordó del viaje a Japón que hicieron con Lola. Ella había aplicado para una beca en Tokio que consistía en una serie de encuentros con un famoso artista visual japonés. Al principio quiso ser un buen partenaire, pero las cosas, las rutinas cotidianas supuestamente asombrosas terminaron por expulsarlo y, a medida que iban pasando los días,  permanecía cada vez más tiempo en la pieza del hotel, leyendo, intentando escribir, dibujando o mirando pornografía en Internet. 

La muerte de Dios es apenas una metáfora que le sirvió a un filósofo con poquísimo sentido del humor. La muerte de Dios nunca significó gran cosa. Al fin y al cabo, Dios o los Dioses siempre fueron fuertes rumores que los pícaros de una cultura aprovecharon para llevar agua para su molino. Podríamos intentar desarrollar una teoría acerca de los fanatismos: siempre hubo gente escuchando voces y mensajes. La gente es estúpida y está llena de carencias y de dolores. Y no hay médico que resuelva este profundo defecto. Así que: religiones. Curas, Rabinos, Pastores y tropas de parleros que dan opio a cambio de poder. 

Todas estas cosas pensó en su encierro japonés y ahora volvía a recordarlas mientras esperaba que el enorme esqueleto de ballena desapareciera. Lentamente, las neuronas -¡infatigables! ¡implacables! ¡inflamables!- se fueron cansando y pudo salir de las caras paradójicas y entrar rengueando al deambular cósmico del dormir.

Lola

Un día decidió operarse la vista. Era miope y no quería usar más anteojos. Hizo las consultas necesarias en una clínica oftalmológica de la obra social y el día de la intervención, Javier la acompañó. Se sentaron en una sala de espera con sillas de plástico azul y puras paredes (no blancas, no amarillas, no verdes), paredes en las que se habían combinado colores que daban como resultado un gris amarillo verdoso, pero tampoco. De repente Javier se empezó a sentir mal. Esas paredes le estaban transmitiendo un mensaje o varios. Aunque todos decían lo mismo. Tenía ganas de gritar y de salir corriendo. Había una enorme pecera que acentuaba la pesadilla en la que se había metido. Los caracius nadaban con su torpeza característica, a veces pasaban por los chorros de burbujas del aireador y eran empujados hacia la superficie.

Llamaron a Lola y ella se sacó los anteojos y se los dio. 

Se quedó ahí, crispado, clasificando los errores y sus fundamentos, con los vidrios en sus manos. Una nueva mitología reemplazaría a la vieja. Cada uno de sus ojos sería un tubo de ensayo en los que un dios enclenque y mal pago mezclaría líquidos, colores fantásticos que atacarían, como lobos a ovejas, las viejas imágenes del mundo que había conocido Lola.

Pasaron, largos, los minutos. Se hartó de mirar la pecera, salió a la calle a fumar. 

La trajeron con unos protectores de plástico con agujeritos (era como si la hubieran querido disfrazar de avispa). Se fueron a casa.

Lola le pidió que le hiciera un té. 

–Quiero tomar té con unas vainillas– dijo.

Javier fue al supermercado chino y compró las vainillas. 

Luego de tomar y comer, se quedó dormida. Durante un tiempo tendría que dormir boca arriba. La miró. La mujer avispa dormía. Un círculo pesado giraba sobre la cabeza de Javier y otro más chico y más liviano en su pecho. Su respiración era el motor que la llevaba lejos, más allá de las grutas estelares y de las establecidas rutinas del pánico. ¿Qué estaría viendo en su nave adornada con exceso y las luces de colores de los viejos cuentos infantiles y los deseos aplastados contra las paredes de la realidad? Se va a poner bien, pensó Javier. Y se sintió muy imbécil.    

Fue a la cocina y abrió una de las puertas del mueble bajo mesada. Sacó una botella de Blenders y se sirvió un vaso hasta la mitad. Sin hielo. 

El hijo de Lola estaba con su padre. 

La casa estaba en silencio.

Se le ocurrió hacer una lista con sus pecados, sus mentiras y sus actitudes egoístas. Buscó un cuaderno y una birome. Anotó algunas cosas, hizo dibujitos de pensadores a lo Rodin. Terminó el vaso de whisky y empezó a escuchar la voz de Lola. Pero cuando fue a la habitación vio que estaba durmiendo. Sin embargo siguió escuchando su voz, tratando de descifrar lo que le decía. Pensó: son los auriculares invisibles. Todas las mujeres les ponen a los hombres unos auriculares invisibles para seguir hablándoles hasta cuando no están con ellos. Pensó en todas las mujeres con las que había estado. Pensó: si las lastimé fue porque quisieron que las lastimara y eso no estuvo nada mal. Pensó: al fin y al cabo para conocer realmente a una persona hay que lastimarla y que nos lastime.

Se arrodilló y dijo en voz alta: recemos. Quería ver si la tecnología cristiana servía para algo. Se sirvió otro Blenders y volvió a arrodillarse luego de tomar un buen trago. Recemos, dijo: unos botones dorados que se mueven en el aire, esta aceitosa burbuja de la que no puedo salir, unas flores horribles como peces que nadan en círculo en agua barrosa. 

Para siempre

Javier y Lola volvieron al otro día a la clínica oftalmológica donde la habían operado. Le dijeron que ya estaba bien, que iba a sentir alguna molestia pero nada grave, le dieron unas gotas para que se ponga. De todos modos, Lola empezó a pedirle a Javier, cada vez que salían a la calle que le vendara los ojos. Le gusta, pensó Javier, jugar a la cieguita. Ella se agarraba al brazo de Javier y se dejaba guiar. Una tarde, mientras estaban en la cola para pagar del supermercado chino, una señora de unos ochenta años empezó a hablarles. Había sentido curiosidad por la venda en los ojos de Lola. Entonces, Lola, de muy buen humor, como si hubiera estado esperando que alguien se interesara en sus ojos vendados, inventó una historia sobre una dolencia extraña que le había atacado las córneas y que por eso tenía que cubrirse los ojos, ya que no les tenía que dar la luz.

Después fueron a un videoclub que había sobrevivido a la proliferación de películas que se podían conseguir en internet vendiendo copias de los estrenos, copias de clásicos y videojuegos. También se podían encargar películas. Lola siguió con su papel de ciega y dijo en voz alta que eligiera Javier porque ella no podía ver. Javier eligió comprar una copia de Kill Bill. Ya la habían visto, pero Lola le dijo que tenía ganas de volver a verla.

Javier no discutió nunca la decisión de Lola de vendarse los ojos para salir a la calle. Antes de salir del departamento, ella se acercaba con un pañuelo de colores y él le vendaba los ojos. Javier quería ver hasta dónde llegaría Lola con ese juego. Se limitaba a sonreír y a ponerle el pañuelo. Ella se aferraba feliz a su brazo y salían. Pasó un mes y ella le dijo que sus córneas ya estaban bien, que no tendría que usar más la venda. Javier sintió que había logrado pasar la prueba sin conflictos. A los dos años, se separaron.

Plegarias automáticas

Estamos en Japón, en una cama paranormal. Las sábanas revueltas. Veo su pie porque yo tengo la cabeza para un lado y ella para el otro. Abrí los ojos pero no me puedo mover. Puedo imaginar mi cerebro pegado a su cerebro. Todavía seguimos a 20.000 metros de altura. Lola relinchó cuando la enorme máquina alada inició sus lentas acrobacias preparándose, esperando el permiso de aterrizaje. Primero vino una azafata a ver qué le pasaba y luego vino otra porque la primera no lograba que dejara de relinchar. Yo dejaba que se ocuparan ellas. Para eso les pagan, pensé, para que cuando las personas relinchan en el lago helado del cielo suelten su perorata especial para tranquilizar a los freaks relinchadores amedrentados por el miedo que rebota. En sus relinchos está alojada la amargura y lo absurdo de haber nacido, la incertidumbre de no saber si van a seguir aguantando, etc. Una y otra vez. Se retroalimentan. En un momento pensé que la iban a atar y amordazar porque los relinchos pueden ser contagiosos y todos los pasajeros se pueden convertir en caballos. Pero alcanzó con una o dos pequeñas cachetadas de la más veterana de las azafatas que no paraba de hablar y un whisky. Lola aceptó tomarlo. Aceptó ese parloteo profesional antirelinchos. La combinación whisky más cachetadas más parloteo hicieron que dejara de relinchar. Entonces, empezó a rebuznar. Pero los rebuznos son más suaves. Solo yo los escuchaba. No había riesgo de contagio.

Puedo imaginar mi cerebro (mientras miro su pie hermoso) pegado a su cerebro cuando el avión empezó a bajar. Se veía Tokio. Empezamos a bajar pero todavía no bajábamos. Una enorme curva le curó los rebuznos definitivamente. Lola, entonces, suspiró y empezó a llorar en silencio. No se curó, pensé. Cambió una enfermedad por otra. Es normal. Todos lo hacemos. Era el anochecer y se veían las luces de la ciudad tartamudeando. Ni ella ni yo decíamos nada, pero nuestros cerebros, pegados, como siempre que están pegados, pensaban lo mismo: glóbulos rojos bailando, gotas oníricas, avispas dopadas, un bichero clavado en la garganta de un tiburón (a mi padre le gustaba la pesca de esos enormes depredadores y yo le había contado muchas veces estas historias a Lola, le había contado de cuando mi viejo nos llevaba a mí y a mi hermano en su lancha, de cuando volvíamos a la playa y éramos recibidos como héroes por nuestro increíble cargamento de monstruos marinos).

Ya habíamos tomado whisky en el avión. Pero la habitación del hotel fue nuestra Hiroshima privada.

Veo su pie. Sigo sin moverme. Es hermoso. Brilla o es mi cerebro el que lo hace brillar. Su pie es más hermoso acá que en Buenos Aires. No, no puede ser. Todavía es el mismo pie. Pienso: nuestra vida fuera de foco. Pienso: cuando nos besábamos en ese taxi, al principio. Parpadeábamos para ver si el otro estaba espiando. Íbamos a su casa. Payasos colosales con cascabeles en las orejas, etc., etc., etc., etc., etc., etc., etc., etc. Las gotas de la lluvia en el parabrisas me hicieron pensar en pupilas y en las cuentas impagas de un rosario moviéndose entre los dedos de una mujer muy vieja en una habitación oscura de una casa en el desierto. Ese taxista era un enviado de dios para aplastar al gusano del destino, para destruir la cúpula de la suerte. Cuando llegamos se dio vuelta y me miró. Y cuando yo le pagaba dijo: el dolor es el dolor. Y después (ella ya se había bajado -¡huyó!- y yo estaba esperando el vuelto) dijo: ¿conocen Japón? Me dio el vuelto y lo dejé hablando solo. Tardamos muchos años en subirnos a ese avión para viajar al destino que había sugerido ese taxista loco.

Después de Tokio a Lola le empezó a ir cada vez mejor. Sus obras empezaron a venderse bien. Y luego, muy bien. 

Yo volví a salir de noche. Una vez llegué a casa con una corona de plástico que había comprado en un cotillón, una sábana atada al cuello como si fuera una capa y un diente roto. Había estado en los túneles de la ciudad, uno de los lugares a los que me gustaba ir.

Mi amigo Jinx estaba preso en Olmos.

A Lola nada le molestaba. Yo volvía y ella dormía. Estaba en otra. Yo había descubierto un idioma sin verbos en un mundo sin sorpresas.