Algo que sedujo a buena parte del electorado macrista, identitariamente enemigo del Estado, heredero de la máxima procesista “achicar el Estado es agrandar la Nación”, fue la idea del arribo al manejo del Estado de una tecnocracia presuntamente apolítica. La lógica privada de los CEO se percibía como el fin del despilfarro en el manejo de la cosa pública, como la maximización de la productividad de las horas hombre llevada a los servicios estatales. Con este imaginario, positivo a priori, y el 51 por ciento de los votos de los accionistas, una mayoría contingente, los gerentes cambiemitas, se hicieron cargo del Estado.
Al cabo de tres años de gestión cabe preguntarse qué sucedería en el sector privado con un CEO que multiplica desaforadamente los pasivos de su compañía, contrae los ingresos, dispara el déficit operativo y deprime las cantidades producidas. Para coronar el proceso, se ve compelido a subordinarse a un prestamista por fuera del sistema formal, quien le instala un auditor en las oficinas para cerciorarse que se destine una parte creciente de los ingresos disminuidos al pago de la nueva deuda incrementada.
Y lo dicho es apenas una síntesis, porque no debe olvidarse el fracaso en el diseño operativo. Lo primero que hizo el nuevo CEO fue multiplicar la estructura administrativa (ampliación de ministerios), con máxima creatividad para los nombres de las nuevas dependencias, crear departamentos ad hoc exclusivamente para generar puestos de trabajo VIP para los amigos (Plan Belgrano) para, finalmente, dar marcha atrás con el diseño de la estructura reconvertida (reducción de ministerios), aunque sin reducir el número de los empleados con los salarios más altos y funciones difusas, los que solamente fueron reacomodados.
Al final del camino, ante los reclamos crecientes de la asamblea de accionistas, el CEO se mantiene en sus trece y sostiene que es imposible cambiar el rumbo, porque el camino elegido es el único posible y además, cuenta con el apoyo de la competencia (los países “centrales”), quienes insisten en que a pesar de los numerosos problemas va por el camino correcto. Temen que si él se va un nuevo CEO podría no ser funcional a sus intereses.
¿Qué pasaría con semejante CEO? Por suerte para el sector privado, el mundo empresario tiene mecanismos más expeditivos que las reglas y tiempos de la democracia. Pero la analogía expuesta es sólo un juego. El problema es otro. Las reglas del Estado no son las reglas de la administración empresaria, sino las de la política, no es la contabilidad de ingresos y gastos, sino la macroeconomía. A pesar de que incluso muchos economistas convencionales continúen confundiéndolas, el Estado no es una empresa.
hablar de política es hablar de relaciones de poder. El Estado conduce estas relaciones de poder, por eso es imposible que funcione eficientemente si quienes lo dirigen son los representantes directos del poder económico que se debe administrar. Aparece entonces el problema de la colusión de intereses. Como lo demuestran los tres años de administración macrista, los CEO de determinados sectores del poder económico manejando el Estado no son sinónimo de eficiencia administrativa de la cosa pública, sino de eficiencia en la defensa de intereses sectoriales.
Si quienes pasaron a conducir el Estado conducían hasta unas horas antes las empresas energéticas, los bancos y las grandes firmas agropecuarias los resultados serán que a estos sectores les irá muy bien. El Estado funciona siempre como un aparato de dominación de la clase que lo conduce. Cuando no hay intermediación política nadie regula al regulado y el resultado son las escenas habituales del anarcocapitalismo, con efectos ruinosos para el conjunto del aparato productivo, con grandes empresarios reemplazando funcionarios de segunda línea por teléfono, sin la existencia de un modelo de desarrollo y sin proyección alguna de largo plazo.
También con el sector público abandonando incluso sus funciones esenciales, ajenas a los intereses de los CEO, como la ciencia y la técnica, la educación y la salud, es decir con destrucción del Conicet, cierre de escuelas, bajos salarios docentes, no habilitación de nuevos hospitales y retrocesos en la infraestructura básica, incluida la vivienda.
En contrapartida los CEO se concentraron en impulsar los principales objetivos de su clase y con resultados parcialmente óptimos. El primer objetivo fue bajar salarios. Una baja de la que los funcionarios locales se jactaron en Nueva York frente a representantes de fondos de inversión. El segundo objetivo, bajar impuestos, también se llevó adelante mientras fue posible, es decir mientras la que se dejaba de recaudar se reemplazaba por deuda pública. Todo marchó viento en popa hasta que el nivel de deuda se escapó de las manos. La nueva deuda obligó a recaer en el FMI, una recaída complementaria al objetivo de seguir reduciendo las funciones del Estado. El camino siempre es una reducción del gasto que, en la práctica, no reduce el déficit, sino todo lo contrario. El efecto en el presente es el esperado por la macroeconomía no por la contabilidad: la reducción del gasto retroalimentó la caída de la actividad y redujo los ingresos tributarios, lo que debió ser compensado con la restauración parcial de las retenciones –extendidas a todos los sectores siguiendo el consejo del FMI– y nuevos impuestos a la propiedad, como la ampliación de bienes personales. Semejante “anomalía” produce ruidos en la propia base electoral y descontento con los CEO, pero se sabe que el modelo no puede durar para siempre.