La obviedad periodística suele decir que no hay una oposición unida y que el parteaguas de la oposición es la figura de Cristina Kirchner. Reconozcamos que no es habitual que a ese descubrimiento se le agregue la pregunta: ¿por qué? por qué semejante drama existencial alrededor de un nombre y un apellido. Algunos profesionales de la política peronista suelen decir cosas tan interesantes como que el límite de la unidad es que ésta no incluya corruptos. Y por supuesto los medios confirman, exaltan, argumentan acerca de ese hecho tan obvio y natural como es que en medio de la catástrofe económica, la discusión política en el peronismo tenga como centro excluyente la corrupción estatal.
Una versión un poco menos desfachatada explica el fenómeno de la innegable centralidad de Cristina en el hecho de que el gobierno la busca como su contrincante. Es decir, no sería la dinámica de la discusión opositora la que la coloca en el centro sino una maquinación demoníaca –y como tal omnipotente– del dispositivo publicitario que lidera Durán Barba. Una vez más, no hay quien se pregunte por qué es posible que la decisión estratégica de un grupo de sabios se imponga de modo tan contundente. Pero en todos los casos ocurre que el periodismo (léase la coordinación ideológica del partido político del establishment) tiene en su ADN la práctica de no complejizar los argumentos más allá de lo que es compatible con una cierta interpretación del mundo.
El hecho es que CFK es el centro de la escena política argentina. Si hay alguien que lo reconoce abierta y permanentemente es el macrismo: cada vez que hay que embarullar la agenda política, cada vez que un zarpazo de los poderosos, como el de estas horas, sacude el ambiente popular hay a mano una foto de la ex presidenta vinculada con la investigación de un acto ilícito. En el propósito de esta nota no está el de la necesidad de la reflexión sobre el lamentable estado actual del poder judicial argentino; el asombro sobre la conducta de Bonadío y su pandilla no es privativo de los opositores, pocos pensaban que se podía ir tan lejos en el abuso de un poder corporativo. Lo que aquí se intenta reflexionar es cómo se construyó la centralidad política de la que estamos hablando.
Maquiavelo centró su ciencia política en la cuestión de la virtud y la fortuna. La fortuna no es la casualidad ni la virtud el portarse bien. Se trata de otra cosa. Es el encuentro entre el liderazgo y el proceso histórico. De eso se trata siempre en política, la historia de cualquier protagonista del drama solamente puede contarse desde esa perspectiva. Y el caso es que los Kirchner son el emergente de una Argentina agonizante. Agonizante en el sentido original de la palabra, en el de la lucha entre la vida y la muerte. Quiso la fortuna que Néstor terminara ganando la presidencia sin disputar un ballotage al que había accedido con un segundo lugar y un exiguo porcentaje de votos en la primera vuelta. A esa contingencia original habría que ir sumando el proceso en el que el nuevo gobierno electo después del caos fue trabajosamente construyendo los caminos de la gobernabilidad, al que un temprano editorial de La Nación le adjudicaba una duración fugaz. Fue el liderazgo y las condiciones de su emergencia las que construyeron una fórmula de “gobernabilidad” sorpresiva: la palabra dejó de significar la garantía política y judicial de los grandes negocios corporativos para pasar a referirse a las condiciones de una paz social básica que solamente un cambio drástico de las políticas públicas podía intentar alcanzar.
Como si los actores hubieran acordado un guión que reviviera el drama del primer peronismo: una vez más, igual que en la saga del coronel emergido del golpe del 43, la reacción de los poderosos ante una propuesta razonable orientada a una paz social que se lograría satisfaciendo demandas básicas de vastos sectores postergados, la idea de un nuevo pacto social más justo (y más gobernable) se convirtió en una gesta política revolucionaria. Una vez más, como cuando Perón les propusiera a los empresarios reunidos en 1944 en la Bolsa de Comercio, que para asegurar su éxito económico ayudaran a construir relaciones laborales y sociales no esclavistas y más o menos civilizadas, los grupos más poderosos del país fueron distanciándose, primero gradualmente y después –especialmente después de la asunción de Cristina– de modo intenso y con metodologías salvajes. Hoy el mito mediático dice que Argentina vive entre dos extremos: el neoliberalismo y el populismo extremo. ¿En qué consistió el populismo extremo de los doce años de gobiernos kirchneristas? Si se barre la hojarasca de la corrupción que en la jerga periodística dominante designa la conducta de los enemigos políticos, lo que queda es la realidad de un gobierno que orientó sus decisiones a satisfacer prioritariamente las demandas de los más débiles y una retórica que sustentaba esas decisiones en un “proyecto de país”.Esa retórica, que acompañó los actos fundamentales del gobierno fue la que revivió un mito que habla de justicia social y de soberanía política y la que construyó la centralidad política cuyas razones hoy se discuten.
Los grandes grupos económicos locales y globales ganaron mucha plata en los años del kirchnerismo. Según algunas de sus expresiones más conspicuas, en estos últimos años han perdido dinero. La fórmula mágica de la buena letra con Estados Unidos y su inevitable consecuencia en forma de ayudas y grandes inversiones no les ha traído mejoras en sus rentas. Por supuesto ese no es el caso de bancos, grandes financieras, exportadores de granos y de minerales, sino ante todo los sectores empresarios vinculados al consumo interno. Sin embargo, las clases y los sectores sociales no son sujetos estables, constituidos en un espacio fantástico llamado “economía” sino inmersos en tradiciones, espacios sociales, formas ideológicas. Y el hecho es que la tradición central de la historia contemporánea argentina, el peronismo, ha facilitado la regeneración de un antagonismo político que tiene en el centro de su funcionamiento la cuestión de la igualdad. ¿Debe sostenerse la igualdad como principio fundante de la comunidad? ¿O debe sacrificarse en el altar de la “modernidad”, la “racionalidad”, las buenas relaciones con “el mundo”?
Por alguna razón que habrá que explicar, el nombre de Cristina está asociado a ese drama histórico argentino. Por eso divide las aguas de la política.