En 2018, el cine argentino se consolidó como monstruo de dos cabezas. Una cabeza es la política oficial, que achica, reduce, corta líneas de crédito, favorece a las pocas grandes productoras, vive en estado de guerra contra el resto y no hace nada por sostener la producción independiente, que es la que hizo y sigue haciendo de la marca “cine argentino” una identificación de calidad en el mundo entero. La otra cabeza es esta última, las películas que produce el cine argentino y que alcanzaron, a lo largo de esta temporada, uno de los niveles más altos del siglo XXI. Consecuencia de este doblez, en el año que termina dio la sensación de que el cine local se hundía en medio de la desprotección y que, al mismo tiempo, se alzaba con un nivel inusitado, desde las películas más “grandotas” hasta las más pequeñas. Como si de pronto se hubieran alineado todos los planetas y la creatividad hubiera encajado justo con los medios y el savoir faire, dando por resultado más de una veintena de películas entre destacables y notables. Todo eso, contra una política oficial que desatiende, maltrata, posterga y silencia. Bienvenidos a la Argentina, un planeta que no se lleva del todo bien con la lógica.
Amigo de la infancia de Mauricio Macri y empresario de televisión, Ralph Douglas Haiek, actual presidente del Incaa, desembarcó en el cine con el mandato de achicar “gastos”. No los sueldos de los altos ejecutivos, desde ya, sino los emolumentos que se requieren para llevar adelante la actividad. Gastos que no era necesario recortar, ya que el Incaa se autofinancia y desde hace un rato largo que no da pérdida. Entonces, ¿para qué hacerlo? Para reconfigurar el perfil de producción del cine argentino, poniendo al cine independiente entre la espada y la pared, y permitiendo que las grandes productoras siguieran haciendo lo suyo sin trastornos.
¿Qué producen las grandes productoras? Productos, con perdón por la perogrullada. Los productos se pueden vender, permiten hacer plata, y esos son los términos que esta administración (nacional, cultural y cinematográfica) entiende. Por el otro lado, ¿arte, conocimiento, vinculación con el mundo real, emoción? ¿Qué es eso? No lo sabe, pero suena a caro. Mejor no darle mucha rienda a esa clase de películas. La situación de estrechez se volvió más injuriosa en la segunda mitad del año, cuando una investigación verificó que las autoridades del Incaa estaban subejecutando presupuesto, destinando 800 millones de pesos –más del 10 % del presupuesto anual– a invertir en plazos fijos.
¿Plazos fijos para reinvertir la ganancia en la actividad? Difícil que así fuera, teniendo en cuenta que el dinero asignado para la producción, que por ley debe ser el 50 % del presupuesto total, estuvo muy lejos de llegar a esa suma. No sólo no está disponible lo que debería estar, sino que para acceder a lo que sí está, los productores deben recorrer un via crucis vertical –once pisos de arriba abajo–, enfrentando a empleados que repiten como autómatas “vuelva mañana”, y que por culpa del maltrato que se ven obligados a infligir sufren, ellos mismos, de estrés y, en algunos casos, de crisis de nervios.
A los botes
Productores desesperados, trámites que llevan la firma de Kafka, empleados estresados, producciones empequeñecidas, aprietos económicos por falta de cumplimiento oficial. ¿Y los funcionarios? Los funcionarios abandonan el Titanic. Eso es lo que sucedió con Fernando Juan Lima, que decididamente no reunía las condiciones requeridas para el puesto de vicepresidente del Incaa, que había asumido a mediados del año pasado. Además de juez de cámara, Lima es periodista cinematográfico, cinéfilo voraz y defensor empedernido del cine independiente. Aceptó el ofrecimiento suponiendo, seguramente con excesiva ingenuidad, que el cargo le permitiría equilibrar un poco más la ecuación económica y cultural entre los tanques de Hollywood y el cine argentino. Tras verificar sobradamente que en estas condiciones eso es tan factible como que el Gobierno de la Nación envíe un saludo a los trabajadores todos los 1º de mayo, hace un par de semanas Lima presentó su renuncia indeclinable al puesto, que permanece vacante.
Si Lima eligió irse en silencio, no fue igual la partida de Fernando Madedo, designado a fines de 2016 al frente de la Cinain (Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional), que depende del Incaa. Especialista en Gestión y Administración Cultural, Madedo formalizó su renuncia con un comunicado en el que denuncia el “peligro de incendio del depósito, la pérdida de material fílmico y el riesgo de vida de las personas”, como consecuencia de la desidia de las autoridades. Es de esperar que no haya que lamentar en la sede de la calle Ensenada un episodio semejante al del estallido de gas en la escuela de Moreno.
Todavía faltaba el mayor bochorno del año en el área, producido por el propio Secretario de Cultura en el marco del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Reproduciendo a escala la relación entre el Presidente del Incaa y el medio cinematográfico, Avelluto abrió ese evento con una pelea, retando a los presentes, que lo abucheaban, a recordar “aquellos tiempos en los que teníamos democracia y podíamos discutir” (un Freud ahí) y lo cerró con un acto de censura que vino a confirmar que la democracia ahora está ausente. Para que a ningún premiado se le ocurriera insinuar que desde ámbitos oficiales se atentaba contra la subsistencia del cine, Avelluto les cortó el uso de la palabra a todos. Con lo cual nadie podrá decir que para el Secretario de Cultura la palabra no es importante, como corresponde a quien rige la devaluada área.
Zona de ejecución
Cercada por un estado de movilización sin precedentes para el medio cinematográfico, la presente gestión se refugió en la dictadura del número. Estrenó todo lo que había para estrenar, acumulando el delirio de casi 70 películas (todas independientes, como quien tira chorizos a la parrilla y después deja que se quemen) en el último trimestre del año en la sala del cine Gaumont. Fueron 217 estrenos en todo el año. Más de cuatro por semana, aumentando un poquitito el total del año pasado. Tarea cumplida: record histórico. ¿Y? ¿Se filmaron esas películas en las condiciones debidas o para reducir costos muchas de ellas se acortaron a la mitad? ¿Gozaron esas películas de un adecuado apoyo para su lanzamiento, entendiendo por tal un cuidado y respaldo por parte del Instituto oficial que no se limite a un afiche exhibido en las estaciones del subte? ¿Está el público en condiciones de digerir semejante cantidad de estrenos semanales de películas argentinas? ¿Lograron hacer esas películas contacto con el público, o sólo lo hicieron las que los canales (11 y 13) coproducen, y las representantes locales de las compañías major estadounidenses distribuyen?
La respuesta para todas esas preguntas es una sola: no. En su año record de estrenos, el cine argentino vendió un 10 % de entradas más que el año pasado y recuperó la cuota de mercado que tenía hasta 2016 (15 %), pero acentuó la concentración. No en términos de producción, claro, sino de rendimiento comercial. La fórmula de esta gestión parece consistir en inflar la cifra de estrenos con películas independientes pequeñas y medianas, pero que a la hora de los números las que ganen sean las de las grandes productoras. Como viene sucediendo en los últimos años, el top ten de las más vistas exhibió una gran ganadora (El Angel, con cerca de 1 millón 400 mil espectadores) y un lote más o menos apretado, que la mira de lejos. El amor menos pensado, Re loca, Mi obra maestra, El Potro y Animal fueron las más beneficiadas de ese lote, aunque con cifras siempre menores de las esperadas (salvo tal vez Mi obra maestra), y de allí para abajo la ecuación es la misma: menos de lo previsto.
Ni qué hablar de las películas independientes, claro, a las que no les queda otra opción que ir al muere en un mercado salvaje (los “tanques” hollywoodenses salen cada vez con más copias, hasta el punto de que si una semana no se estrena uno de esos tanques sino dos, dejan al resto prácticamente sin salas) o refugiarse en una sala pequeña (el Malba, la Lugones, eventualmente el Cosmos o el atestado Gaumont) donde resistirán con suerte entre quince días y un mes. Más que un circuito de exhibición parece una zona de ejecución.
Los patriarcas del doc
Lo loco es que en estas condiciones el cine argentino redondeó, en términos creativos, uno de los años más brillantes del siglo. Hubo absolutamente de todo, y toda clase de películas se destacaron: las de autor y algunas industriales, las de realizadores de trayectoria y las de un ejército de debutantes, las de ficción y sobre todo las de no ficción, las coproducidas con montones de productoras y fondos extranjeros, sobre todo europeos, y las hechas a pulmón en el conurbano profundo o en cualquier provincia. Fue un año de consumación, como si por algún motivo que no tiene nada de mágico un montón de cineastas de todas las edades, experiencias, estéticas y procedencias hubieran convergido en el mismo lugar y al mismo tiempo, dando por resultado una floración no prevista.
Para el cine argentino, 2018 el año del documental. Referentes de este campo (Pino Solanas, Carmen Guarini, Sergio Wolf, Daniel Rosenfeld, Cristian Pauls) estrenaron sus nuevas películas al tiempo que lo hacían debutantes (Martín Céspedes, Agustina Comedi, Iván Granovsky, Toia Bonino, el dúo de Guillermo Félix y Nicolás Teté) y cineastas de trayectoria incipiente (Franca González, Pablo Zubizarreta, el dueto de Martín Benchimol y Pablo Aparo). Se exploraron, con los más altos resultados, todas las modalidades de la no ficción. En el año en que La hora de los hornos cumplió 50, con Viaje a los pueblos fumigados el inagotable Pino Solanas sumó una nueva cuenta a su serie virtuosa sobre las potencialidades subexplotadas y las riquezas sobreexplotadas de la Argentina, relevando ahora la cuestión bien presente, urgente, de la contaminación por agroquímicos, que mata e intoxica de un extremo al otro del país. Lo hizo, como de costumbre, a puro cine, con una cámara ubicua y un montaje sumamente calculado.
En Ata tu arado a una estrella, Carmen Guarini (Tinta roja, Gorri) rinde su homenaje al patriarca Fernando Birri, que se fue hace un año, recurriendo tanto a los modos del documental en primera persona como a los del documental-entrevista, montando dos entrevistas separadas entre sí por más de una década, que son también un encuentro entre el maestro y la discípula y una visita a la intimidad del viejo sabio. El resultado es tan heteróclito como el cine moderno suele serlo.
La no ficción en todas sus formas
Cristian Pauls volvió sobre un lugar de la infancia en Tiburcio, intentando develar lo que oculta una foto, para terminar sacando una foto –en sentido figurado– de los vecinos del lugar, a los que entrevistó no con voluntad inquisitiva, sino conversacional. Martín Céspedes en Toda la sangre en el monte (uno de los documentales más vistos del año) recurrió a las técnicas del cine directo para dar cuenta del juicio celebrado contra el sicario de un terrateniente, por el asesinato de un dirigente campesino. Céspedes echó luz sobre el presente de una Argentina de clase, sin otro expediente que el de una cámara presente en los momentos justos, produciendo así la que posiblemente sea “la” película política del año.
El de Agustina Comedi en El silencio es un cuerpo que cae fue uno de los debuts más deslumbrantes del reciente cine argentino. Como en buena cantidad de documentales de los últimos lustros, la realizadora intentó reconstruir a su padre, dando con una figura tan anómala que no parece haber forma de capturarla. La forma del documental de Comedi –como en toda gran película– se corresponde con su tema, haciendo de lo fragmentario su ética. Iván Granovsky en Los territorios llevó al extremo la primera persona, teniendo en cuenta que en él el realizador no fue sólo el narrador y protagonista, sino incluso el objeto de estudio. El narrador –que no necesariamente se correspondía con el realizador, aunque tal vez sí– tenía dudas en relación con la película y eso generaba que la propia película dudara, se preguntara, bascular, fuera y viniera. Cine moderno a la enésima.
En El espanto, Raúl Benchimol y Pablo Aparo fusionaron realidad y fabulación en dosis nunca comprobables, para narrar la historia de un pueblito litoraleño cuyos habitantes son, según parece, todos, curanderos. Pero sólo uno de ellos –un viejo reclusivo e inaccesible, como de película de terror– cura lo que los propios vecinos llaman “el espanto”, una clase de pánico que nunca queda del todo claro en qué consiste. Es casi como llegar hasta las puertas del pueblito perdido de La masacre de Texas... pero en clave documental. ¿O ficcional? No importa: la sensación de que ese pueblo quedó como hechizado en un tiempo previo a la modernidad se impone con la fuerza del relato.
La teatrista y artista multimedia Lola Arias produjo otro de los grandes debuts de la temporada con Teatro de guerra, que como su nombre lo indica revive la guerra (de Malvinas) mediante la representación, teatral en la medida en que hace ver sus modos de producción. Arias convocó a excombatientes de Malvinas, tanto argentinos como británicos, para que ellos mismos contaran y actaran sus experiencias en un estudio, con variedad de técnicas y modos de representación. El resultado fue abierto, imprevisible, inusual y emocional. Si hubiera que elegir un top 10 del año, Teatro de guerra estaría en el podio.
Cine en todos los sentidos
Con La flor, que con sus más de 14 horas de duración se cuenta entre las películas más largas de la historia del cine, Mariano Llinás confirmó el tamaño de su ambición. No sólo ni en primer lugar por una mera cuestión de extensión, claro, sino por haber abordado lo que para los estándares locales bien puede considerarse una superproducción, y por su propia cuenta. Tampoco es solo eso, obviamente, sino sobre todo la apuesta narrativa (ya ensayada en su film previo, Historias extraordinarias), que va y viene en el tiempo, y hace proliferar historias como, justamente, flores, con un placer por el cine que se trasluce en un ludismo permanente y digresivo. No triunfa siempre, pero los mejores fragmentos, las mejores partes, devuelven al espectador el gusto de rendirse, por dos o catorce horas, a esta forma de espectáculo intelectual en extinción.
Si La flor proliferó, la casi por completo ignorada Mochila de plomo, de Darío Mascambroni, hizo el movimiento contrario, narrando una historia pequeña pero de enorme resonancia, mediante un juego de dosificaciones, retaceos y sustracciones, en el que se muestra lo menos posible para “llenar” todo lo que se pueda el fuera de campo, esa zona que en cine no se ve pero está. En su segunda película, este cineasta cordobés treintañero mostró un uso magistral de una de las palancas más exquisitas de la narración cinematográfica, hasta el punto de que sólo La flor impidió que Mochila de plomo fuera “la” película del año. Segundas y terceras películas desplegaron la estética más variada: la extraordinaria Las olas, de Adrián Biniez (radicado en Uruguay), con su infrecuente naïf alegórico; Dry Martina, de Che Sandoval (chileno radicado en Argentina) y su libertad narrativa, su desfachatez y sus personajes de alta intensidad; Amor urgente, de Diego Lublinsky, logrando arrancarles la más íntima verdad a los personajes en medio del artificio más visible; Invisible, de Pablo Giorgelli (el de Las acacias) y su concentrado tratamiento de un tema tan delicado como el embarazo adolescente.
Óperas primas hubo un montón y muchas fueron puro cine: Familia sumergida, de María Alché; La reina del miedo, de Valeria Bertuccelli y Fabiana Tiscornia; Cetáceos, de Florencia Percia, El amor menos pensado, de Juan Vera; Adiós entusiasmo, del colombiano radicado en la Argentina Vladimir Durán; La educación del Rey, de Santiago Esteves; Marilyn, de Martín Rodríguez Redondo... ¿Cuántas cinematografías producen media docena de excelentes óperas primas en un año? ¿Cuántas, otro tanto de segundas y terceras películas? ¿Cuántas, diez o doce películas de ficción del más alto nivel? ¿Y una cantidad semejante de notables documentales? El cine argentino está a punto caramelo y, a la vez, corre peligro de quemarse si nadie cuida su hervor.