Alguien piadoso debería haberle avisado al capitán retirado Jair Bolsonaro que ayer, primer día del año nuevo, habría una ceremonia protocolar de traspaso de mando y que él asumiría la presidencia de Brasil. Como semejante alma bondadosa no apareció, Bolsonaro creyó que seguía en campaña electoral, y en sus dos discursos distribuyó frases huecas, palabras vacías y destiló odio y rencor.
Algunos pronósticos fallaron de manera redonda. Para empezar, no llovió. Al contrario: ha sido un hermoso día de sol, con aquella luz única que suele iluminar Brasilia y las obras bellísimas creadas por el genio de un arquitecto comunista llamado Oscar Niemeyer. Tampoco aparecieron las trescientas o quinientas mil personas esperadas por los ardorosos adeptos del señor capitán: apenas superaron cien mil. Menos, bastante menos que las que recibieron con euforia a Lula da Silva en 2003.
Y un misterio se deshizo: luego de insinuar que, por razones de seguridad, desfilaría en un auto blindado, el capitán, su señora esposa y uno de sus hijos –Carlos, el más beligerante de un trío extremamente belicoso– aparecieron en el mismo vetusto y hermoso Rolls Royce fabricado en 1952.
La verdad es que no habría nada más que merezca mayores atenciones, de no ser por lo que el tono en que el señor capitán dijo lo que dijo, y principalmente por lo que dejó de decir, tanto en el pleno del Congreso como cuando habló para una multitud de fervorosos incondicionales.
Si en su primer discurso como presidente, en 2003, Lula da Silva habló largo y detalladamente durante 44 minutos, el de Bolsonaro en el Congreso no llegó a diez. Más que anunciar programas y pautas de lo que será su gobierno, el capitán se limitó a leer lo que más parecía un resumen de sus muchos pronunciamientos vía su forma preferida de expresar lo que parece creer ser sus pensamientos, el twitter.
Frases cortas, cuidadosamente ordenadas y leídas con cierta dificultad, anunciaron reformas estructurantes, reiteraron promesas de responsabilidad económica, defensa cabal de la democracia, pedidos de una sociedad sin discriminaciones (aunque, eso sí, basada en los principios judaico-cristianos), guerra extrema a la corrupción, derecho de los ciudadanos a defenderse, o sea, armas a la población como forma de dar combate a la violencia, crítica a la “sumisión ideológica” (como si cada uno de sus gestos no respondiese a una ideología de extrema derecha), en fin, nada que no haya reiterado hasta el agotamiento vía Twitter.
Un momento que mereció un tono enfático ocurrió cuando reivindicó haber liberado el país “del socialismo, de lo políticamente correcto y del gigantismo del Estado”. Ah, claro: todo eso con muchas, muchísimas menciones a dios.
Después, al hablar al público que se unió para, con fervor de peregrinos, encantarse con su aparición en el Palacio do Planalto, el señor capitán volvió a acercarse a un Bolsonaro en estado puro.
Una vez más repitió un sinfín de veces la palabra “dios”, se felicitó –y a sus electores– por haber librado el país del “comunismo”, aseguró que con su gobierno estarán rescatados y protegidos “los principios básicos de nuestra sociedad”, resaltó la importancia de asegurar una educación “sin ideología”, de preservar a la familia, y a cierta altura, en un gesto muy bien ensayado, sacó del bolsillo del pantalón de su muy elegante traje azul oscuro (hecho a medida, a un costo de alrededor de 60 mil pesos argentinos) una bandera brasileña hecha en tela brillante, que sacudió frente a los ojos extasiados de sus seguidores.
A su lado, el vicepresidente, general Hamilton Mourão, se entusiasmó, agarró una punta de la bandera y los dos juntos llevaron al delirio al público, cuando repitieron uno de los mantras de su campaña: “Mi bandera jamás será roja”. El comunismo, pues, sufre otra derrota, según creen el señor capitán, su general subalterno y sus seguidores.
Para despedirse de su público, nada mejor que la frase-guía que lo condujo al sillón presidencial: “Brasil por encima de todos, y dios por encima de todo”.
No dejó ninguna pista de cómo pretende implantar las vaguedades de su discurso de campaña, repetido ayer.
Tres puntos merecieron atención. El primero: al terminar su discurso en el Congreso, Bolsonaro se dirigió a los diez mandatarios presentes para saludarlos calurosamente. Unos merecieron especial atención: el premier de Israel, Benjamin Netanyahu, el chileno Sebastián Piñera y el húngaro Viktor Orbán. Tendió la mano a todos, excepto a uno: Evo Morales.
El segundo: al leer los términos de su juramento como vicepresidente, Hamilton Mourão hizo gala de su generalato. En posición militar, leyó sus parcas líneas a los gritos. Como si, en lugar de jurar respeto a la Constitución, estuviese dando voces de comando a sus subalternos.
El tercero: los periodistas, inclusive corresponsales y enviados especiales, fueron confinados en un salón sin mesas ni sillas. Eran más de un centenar, y había un solo baño. Las instrucciones fueron estrictas: habría agua y nada más. Café, ni pensar. Y que nadie se atreviese a llevar manzanas: reglas de seguridad. Es que alguna podría ser disparada contra Bolsonaro.
Así empieza el año nuevo en este país atónito.