Primero es necesario traer al mundo un niño común y corriente, ni muy sano, ni muy enfermo, ni muy lindo ni muy feo. Un niño, desde todo punto de vista, promedio. La familia debe ser grande, una de esas donde la plata siempre alcanza justo, se come lo que hay, la ropa se hereda del hermano mayor, se comparte una sola bicicleta. Si se lo quiere realmente melancólico, lo ideal es que sea el hijo del medio, digamos el tercero de seis. La casa también es importante: debe ser de gran tamaño. De afuera, impresiona como una mansión, pero por dentro las muchas habitaciones que posee se revelan demasiado chicas. No debe haber en ella ni perros ni libros, porque los animales y la lectura ahuyentan la melancolía. Si es vieja, mejor. Vieja: no antigua (lo antiguo, si bien llama a la tristeza, linda demasiado con la alcurnia, el arte, los apellidos, que son otras formas del dinero y, en esa casa, ya dijimos, eso no sobra). Así que no imaginemos palacios. Ni siquiera en ruinas. Es una casa vieja y punto. En ella han crecido y han muerto muchas generaciones de un nombre de familia común, de esos que nadie recuerda. Este es un requisito inamovible: le advierte al niño del peligro del deseo, de la conveniencia de aceptar el destino de portero, changarín o empleado, que le anuncian sus mayores. Dentro de la casa, predomina el mal gusto, los cuadros comprados en ferias, las paneras de plástico, las lámparas de bajo consumo, que emiten una luz blanca, de hospital o heladería. Las paredes se descascaran, las arañas habitan en los muebles, abundan los corredores y los recovecos. Eso es importante para el niño. Tener rincones y placares en los que esconderse. Debe haber un estanque, un aljibe o un pozo, pero nunca de agua clara. A veces alcanza con esas piletas de cemento, algo elevadas, con las que los padres creen distraer el verano de sus hijos. Demasiado tarde se dan cuenta de que es mucho trabajo mantenerlas, el agua se pudre y ahora es un espejo que duplica el cielo, los árboles, las flores. El niño pasa horas mirando ese reflejo en el que el verde es negro, el celeste es gris y las nubes desaparecen como fantasmas. También mira al niño que le devuelve la mirada desde el agua y le parece que es más esbelto, más rubio, mejor construido. Lo mismo le pasa con su sombra. El niño reflexiona mucho sobre esto. Quisiera ser como ellos, como el niño del agua o de la sombra, capaz de resbalar por las cosas, de deslizarse sin ruido. Quisiera ser bidimensional y pasajero. Después de meses de meditación frente al estanque, ya está listo para la próxima etapa. Para eso se necesita una pelota. Algún tío distraído se la ha regalado, sin tener en cuenta la clara ineptitud del niño para los deportes. Así que el juguete, que podría haber sido motivo de alegría, en realidad lo mortifica. Los hermanos, que aman al niño a pesar de su carácter somnoliento y depresivo, que lo aman de modo incomprensible para él porque es un amor de la sangre y la costumbre, lo llaman, lo buscan, lo incluyen, le piden prestada la pelota, pero lo único que hace nuestro niño es rebotarla contra la pared. Ellos interpretan ese gesto como un desplante: nada más lejano a la realidad. En el movimiento regular de sus brazos y el juguete, el niño aprende, desarrolla su enorme capacidad de concentración, se vuelve todo él una inteligencia, ajena a la insistencia de los otros, sin complicaciones. El ruido monótono de la pelota que golpea el cemento es crucial en el desarrollo de esa sensibilidad. Si el niño muriera a una edad temprana, ese sonido seria la forma que elegiría su espectro en sus visitas por la casa. (Si en vez de un varón, se tratara de una chica, no hay necesidad de cambiar la pelota por una muñeca. Las niñas melancólicas se sienten insultadas por la réplica con la que habrían de prepararse para la madre, la modelo, la heroína. Prefieren rebotar sus cabezas contra la pared, de todos modos). Al final de este estadio, gracias al entrenamiento con el estanque y el juguete, el niño ha creado un mundo. Lo pueblan decenas de seres con los que tiene largas conversaciones, batallas, travesías. Es por eso que odia que lo interrumpan. Cuesta mucho mantener viva a tanta gente y cuando alguien en la casa rompe el hechizo, al niño le dan ataques de furia: destroza cuadernos y muñecos, patea muebles, escupe la comida. Aunque esto ocurre muy de vez en cuando, los padres lo observan y lo anotan. A veces, el niño interviene como árbitro en los juegos de sus hermanos, porque una de sus características más notables es su sentido de la justicia. No soporta que el mayor se salga siempre con la suya o que las faltas de la menor pasen desapercibidas. Así que el niño melancólico entra y sale del teatro familiar con sus pequeños actos de reparación: un día le arroja una piedra al hermano mayor y le pega en la frente, que sangra tanto como para ir al hospital. Otro día, vacía una papelera en la cuna de la hermana menor, que aplaude y se ríe, inmersa en un mar de bollos de papel, de carozos de durazno, de pelusa. Pero la mayor parte del tiempo, el niño la pasa escondido en los placares. Cierra los ojos e imagina. Se transforma. Hasta su cuerpo lo desconcierta en ese empeño. Sus ganas de hacer pis, su hambre, sus inusitados deseos de correr o de abrazar lo impacientan porque interrumpen el oleaje de su mente. Su secreto. Cuando el niño no tiene aún seis años, ocurre el acontecimiento. Es la noche de navidad. La familia está reunida en torno al árbol de plástico adornado según la moda del país, que, en este caso particular, es la de otros países, con otros climas y otros ritos, pero el niño todavía es muy joven para reflexionar sobre eso. Se da cuenta, sin embargo, de que comer nueces y turrones cuando afuera hace cuarenta grados de calor es, por lo menos, poco razonable. La cena es larga, los adultos cuentan chistes, recuerdan presidentes y anécdotas. Sus hermanos y sus primos gritan y corren por toda la casa, juegan juegos de tocar y de pegar, de ser héroes o villanos de televisión, juegos que espantan al niño. También tiran bombas de estruendo y fuegos de artificio. Eso lo atrae un poco más. El cielo se pone más negro con esos festejos, recorta la vida breve de castillos, animales y monstruos que podrían poblar los mundos del niño. Ahí está, entonces, mirando el cielo en la noche de navidad, tal vez en compañía del tío distraído o de una tía muy joven en la azotea de la casa, cuando el grito de una prima avisa que los regalos han sido depositados al pie del árbol. Dijimos ya que decenas de seres imaginarios habitan la mente del niño. Papá Noel no es uno de ellos. Ni Santa Claus, ni Hotei—osho ni la Befana, ni ninguno de sus equivalentes. No porque el niño crea con pasión en su existencia, sino porque no ha tenido tiempo de evaluar muy bien el asunto y, como otras cosas en su vida (el amor de sus padres, la blandura de su cama, la belleza de una hoja aplastada en las páginas de un libro), lo ha aceptado sin cuestionar: en algún lugar del planeta, sea en el Polo Norte, en China o en Italia, hay un ser que, cada doce meses, les trae regalos a los niños. Es más, él se ha prestado sin pensarlo, como en años anteriores, a la ceremonia de la carta, a cargo de la madre. Puede que esta navidad haya pedido un tren eléctrico (le gustan las maquetas con trenes porque imitan al mundo, con sus pistas, sus arroyos y montañas, sus túneles, sus accidentes). Puede que haya pedido un juego de ajedrez o uno que contiene soldados de plástico, por las mismas razones. Así que el niño no puede evitar bajar a toda velocidad las escaleras para reclamar su regalo. Suelta la mano de la tía, corre, se tropieza, llega a la sala iluminada por las luces del árbol y se arroja sobre la alfombra. Se ríe. Grita. Empuja a uno de los hermanos, que lo agarra del brazo, lo detiene. Los dos luchan por llegar a los paquetes, por leer a quienes van destinados, por ser quien los reparta a toda la familia. Interviene hasta la hermana menor, que se trepa a la espalda de nuestro niño y escala su remera hasta tomarlo del cuello. Él se la sacude y la de posita con suavidad sobre la alfombra. Otros están llegando ya al árbol, que desde el piso parece inmenso. Algunos adultos siguen en la mesa. Comen pan dulce, helado o torta de vainillas. Los padres del niño, no. Si el niño fuera un poco mayor, advertiría cierta inusual expectativa en la cara de sus padres, que están parados detrás del sillón, con las manos apoyadas en el respaldo y una sonrisa en los labios. Desde ahí dominan toda la escena. Pero el niño, igual que sus hermanos, solo piensa en su tren, en su ajedrez, en sus soldados. Lanza un grito de victoria, un grito desde todo punto de vista contradictorio con su carácter. Grita porque ha identificado el paquete que lleva su nombre. Pero es un paquete raro. No es cuadrado, ni rectangular, ni siquiera es redondo, lo cual podría sugerir, todavía, una pelota (equivocada, pero regalo al fin). No. Su paquete no es redondo como una pelota, ni como un mapamundi ni, aunque sea, un velador kitsch. Es deforme. Algo oval, irregular y torturado envuelto en capas y más capas de papel tornasol, un papel precioso, de un color azul profundo, de a ratos púrpura o violeta, que la madre, bajo las estrictas directivas del padre (un experto en liturgia católica), ha elegido en la papelería del barrio. El niño levanta con dificultad su paquete, porque además es pesado. A su lado, el hermano mayor desenvuelve sin gran entusiasmo una raqueta, el siguiente, un microscopio. Las tres niñas reciben muñecas, cocinas de plástico, juegos de té, incluso ropa.
La sala se llena de bollos de papel rojo y plateado y ahora todos miran al niño, que se ha sentado al pie del árbol, con el paquete de la extraña forma sobre sus piernas. Se ha dado cuenta de la importancia de ese momento, así que no quiere romper el envoltorio. Saca un papel, saca el que sigue. Debajo de capas y capas de violeta tornasol (el color de la amatista y del cielo de tormenta, el color que los cristianos destinan a las penitencias) hay una piedra. Lisa, ni negra ni blanca, ni muy grande ni muy chica. Una piedra gris, digamos, del tamaño de una papa grande. Una piedra que ni siquiera podría ser un pedazo de un asteroide o de meteorito, una piedra que ni la imaginación más desarrollada podría transformar en un obsequio de un señor que vive en el Polo Norte. Es una piedra y hay risas. Es una piedra y los adultos, incluso los que se han rezagado comiendo pan dulce, helado y torta de vainillas se levantan. Miran a los padres del niño, que han ensayado bien su discurso y ahora lo recitan. Algunos ríen. Otros, no. La tía o el tío distraídos al fin se concentran, intentan una hipótesis, maniobras de último minuto que no alcanzan, sin embargo, para detener al niño, que se levanta, abre la puerta y sale al jardín. Corre con la piedra a cuestas. La abraza contra su pecho. Corre hasta llegar a la pared del fondo, hasta la pileta. Mira el cielo y las luces que pasan por encima de su cabeza, artificios que ejecutan otras familias, en otras casas, donde la fiesta continúa. El niño, que pertenece al linaje de los Russo, los Smith, los Sato o los García, arroja la piedra al agua. No se libera del regalo entregándolo a su reflejo. Al contrario. Lo acepta doblemente, porque ese es el mundo que le importa. De grande, a lo mejor componga sinfonías, sea contador en una empresa, mire demasiada televisión o se haga matar en una selva o en una calle oscura. Todas esas cosas le parecerán (y le parecen, ahora que todavía no tiene seis años) iguales e inútiles. Y, con esa certeza, finaliza su educación sentimental. Ni siquiera es importante que el acontecimiento ocurra en la noche de navidad. Puede tener formas variadas, de acuerdo al país y a las costumbres. Por último, ya que tanto se ha escrito sobre la melancolía como forma de la pérdida, no debe confundirse esa emoción del niño con el duelo por lo que ya no está: el duelo es por lo que no puede ser, y sin embargo, es.