Cuando las horas pasaban no era tarde. Aún no. Solo lo que escuchaban tenía el color de las calandrias. Adentro un círculo viscoso. Lo soltaban. Lo dejaban pasar y recordaban. Como si soplara el viento y se llevara los pastos, el oro, el basto. Las hojas del naranjo. El pan de un bajo. Legumbres en la plaza. Un mercado en un patio. Los pasos tiñendo la piel. La última vez estaba él. Si hubiese mirado hubiese visto su piel. En la terraza decía así. Acá. Leía fragmentos y preguntaba lo que podía hacer. Quizá el murmullo de los árboles arrastraba lo que dejaba. Los pastos tiritaban. Lo hacía otra vez. En la esquina un ciempiés. Ya era tarde. Preguntaba y decían no. Después un látigo en la sien. El pelo quieto, no quería saber. A las tres de la tarde pasó. Cuando volvió sobre sus pasos, miró las mesas, las paredes estucadas, se dio cuenta de que ahí estaba. Había levantado las manos, ahí arriba, los dedos templando, claros, las uñas rosadas. Le preguntó si estaba bien. Él rasgó el pantalón, los bolsillos, cuánto cambio guardaba. Pidió un café, dos. Tenía la película que le encantaba. Un arma, un hombre mirando fijo el resto de una caza. Una guerra como los muertos que contaban en una fábrica que no podía ser suya ni de quien la imaginaba. Estaban ahí, como las hojas de los árboles. Sin la lengua que pensaban. Para no maltratarla. Para esconderla de lo que veían y encontraban. Pedazos sueltos, mirillas por donde miraban, luces en las calles, en las columnas de la plaza. Fijo, cortado, picado, siguiendo el compás de una aguja interminable, solo asequible a lo que quedaba. Detrás de la puerta que llevaba al baño, salió y volvió al instante. Ella le dijo que no era para tanto, que quizá no era necesario. Que los duendes en una tienda del supermercado. Viendo las bolsas de nylon, de madera, las cartucheras con lápices de colores, gomas de borrar, líquidos que se disolvían en un cuarto. Parecía tan cercano. La lluvia caía en un balneario. Las olas rompían al bajar una montaña. El vaivén de la cintura al soltarla, un poco más acá para que el giro fuera claro. A veces esperaba su aprobación, hacía y lo dejaba. No lo pensaba. No de una manera que pudiera abarcar todo lo que daba. Como esa mañana en la que después de tomar un café creía que daba lo mismo si hablaba o callaba. Le decía, esa canción, si la escuchaba algo se desgarraba. Los acordes, los primeros bastaban. Algo seguía desgarrándose y no era extraño, ni doloroso, si pudiera medirse con lo que no pensaba. No lo sabía. Era increíble que no supiera describir las razones de por qué lo pensaba. Era tan íntima como una hermana. Miniaturas en almácigos. Cabezas de alfileres. Ella le dijo que recordaba dos palabras, y que al hacerlo las consideraba iguales. Mínima, íntima. Como un autorretrato. Algo tan íntimo y tan mínimo que podía colgarse en un museo y no parecer extraño. Esas pinturas, esos hombres, las multitudes, los diferentes momentos de una vida, eran tan semejantes. ¿Cómo podía ser que estuvieran tan juntos? Que uno al lado del otro significaran tanto para uno como para el otro. ¿Cuál la distancia? Los cordones atados al revés.

Llegaron y se sacaron la ropa. Había llovido y daba lo mismo tomar algo desnudos en el comedor o recostados en la cama. Las placas de la espalda, los plexos, la cuadrícula, los antebrazos. Las manos ensortijadas. Esas cosas congelaban el tiempo. ¿Por qué pasaban? Cuando ella se metió en la pileta para reanimar al hijo de una amiga le había dicho que no podía detener lo que pasaba. No podía permitírselo. Era tan cotidiano que era lógico que alguien se preocupara por todas esas cosas que no debían pasar. ¿Cómo parar la compulsión de pensar aun cuando los cuartos estaban llenos y el vacío era la opción que encontraba en su casa? Las alas de una paloma que revoloteaban en una casa habitada por semejantes. Tan parecidos que no podía haber una excepción. Ese mundo ideal llevaba más de dos mil quinientos años. Era un pedazo de vida bajo los escombros y estigmas que había descuartizado árboles, casas, hospitales, universidades, el tiempo como una esperanza corriendo adelante, atrás, donde pudiera quedarse. Cuando tomaron una taza de té caliente ella sintió su cuerpo cansado. Lo arbitrario del espacio, lo que ocupaba el espacio diminuto y volvía absurdo lo que caía y no se levantaba. Quedaba donde nunca debería haber estado. Corría por el patio, el ratón ya había cenado, ahora solo husmeaba. Ella pensó si podía reírse, si no estaba siendo cínica. Se lo preguntó y él dudó. Frío, calor, un pullover tejido a mano para que en los inviernos que quedaban la foto de su abuela no sobrara. Facsímiles que coleccionaban. Dos manzanas maduras. Un armario. Después creyó que era vano. Que su sonrisa valía más que cualquier desparpajo. Él agarró la almohada. Tapó sus genitales. Como si quisiera preguntarle y preguntarse qué pasaba. Qué habían hecho o dejado de hacer durante esos días escasos. La lámpara de pie iluminaba un sofá-cama. Vaguedades superpuestas en un recorrido que tejían las arañas, los mosquitos en la plaza, el ascensor cuando llegaba a la planta baja y el departamento de una pareja amiga se abría con un hall en la entrada. La ventana cerrada. Abierta. Las cortinas cristalizando el moho de la tarde. Si abrían o cerraban los vestigios dónde quedaban. Ahí, delante suyo, a un costado, escurriendo lo torpe, lo que a la mañana encontrarían sin saber si podían ser el sueño o los ladridos de la cuadra. Esa película, la tapa, sobrevivir después de los párpados. Lo que miraban no tenía por qué ocultarse. Buscó, calló, eran las dos de la madrugada. En un rato los sonidos entrecortados. El silencio goteando en otro vaso de agua. Deslizándose por la pileta, el esófago, las venas sin la necesidad de bombear el oxígeno que respiraba. La llamó y le dijo que la quería. ¿Se daba cuenta que decir parte de un pasado era aceptar que podía y debía abrir la boca para nombrar lo que completaba el presente? Se miró las manos, las suyas y las de ella y un pedazo de piedra angulosa. Cortada por el viento.  El agua junta. Los ojos y la mañana.

En la pantalla un plano barnizado. No era el sol. Habían salido y caminaban por una calle con las paredes pintadas. Dibujos de torsos y piernas suspendiendo su andar. Él le preguntó si alguna vez había sentido que la vida no valía nada. O si lo creía a pesar de su entusiasmo. De vida pasada por agua. Como rollos que al revelarlos mostraban una impresión sin complejos. Había llegado demasiado pronto. ¿Por qué lo había buscado con la incandescencia de quien no podía imaginar otra cosa más gratificante? Era extraño porque se confundía con una certeza, con lo que creía que pensaba, con la inmediatez de lo que hacían. Diferentes eran los juegos matemáticos. Las ecuaciones y funciones que de vez en cuando realizaban. No solo espacios vacíos u ocupados. Si correr no era como caminar, ¿por qué el hambre, el no tener nada, ni siquiera el espanto de gritar y sentir el aire pegado a la cara, a la boca, a los labios, a dos orejas fuera de cuadro? La boca, volver a cerrarla. Las cosas que entendían las creían. Era estúpido negarlas. Las escaleras, los cuadros, un pie, la pantorrilla, la gradiva detrás de un síntoma que no le pertenecía a nadie. Dejarlo quieto por el tiempo que fuera necesario y después pintarlo. Esculpirlo. Escribirlo. Hablarlo. Fotografiarlo. Filmarlo. Nómades. La flexibilidad como la posibilidad de adaptarse. Lo que pensaban no podía ser objetivo. Solo los hábitos devoraban. Al ras de una hilera de mosaicos y cemento armado. Una plaza. Un pueblo o una ciudad. Nada. Decir esto, esto soy. Y sin embargo ese gesto pertenecía a un mundo donde los espacios conservaban las distancias. ¿A quién o a quiénes interpelaba? Él dijo que las estatuas se parecían a los trofeos de su infancia. Solo que era un adulto y ya no necesitaba castigos ni recompensas para sostener lo que deseaba. Sin saber si eran sus lentes de sol ella recogió un papel. Estaba arrugado, y las letras con tinta negra ocupaban toda la página. Si lo dejaba caer. Si erraba en el aire con el peso del aire podía caer. Cuando vio las letras negras brillantes dijo que no sabía por qué. Desde la ventana, las cortinas, los pliegues color mostaza, lo veía y se preguntaba por qué. Salió al patio, se sentó en una reposera que estaba donde siempre estaba. No era dejadez. Nunca como lo imaginaba. Él le había dicho que los pájaros volaban buscando el tanque de agua. Se quedaba mirándolos, tratando de entender la distancia que recorrían para llegar a sus moradas. Ahí, desde el patio, podía mirarlos, comprender para qué estaban. El resto era lo que quedaba. Un poco más acá. Se rió. Lo había agarrado con la certeza de que iba a desaparecer.   

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