Siempre me cuesta decir que atiendo a niños autistas. Me cuesta nominarlos así, me parece que es un esfuerzo neurótico por ponerle una palabra a eso que no la tiene y que nos enfrenta con un imposible, con el aterrador mundo del puro real.

Trastorno del espectro autista le dicen los psiquiatras y los psicólogos de orientación cognitivo conductual.

En el diccionario, la definición de autismo es la siguiente: “Trastorno psicológico que se caracteriza por la intensa concentración de una persona en su propio mundo interior y la progresiva pérdida de contacto con la realidad exterior”.

Está bien, es un intento de decir algo acerca de lo inefable, pero si somos psicoanalistas y si nuestra orientación, como se suele decir, es lacaniana, no nos podemos conformar con eso. No podemos decir que es un trastorno, ni mucho menos podemos poner a jugar el binarismo entre interior y exterior, así tan sueltitos de cuerpo.

El autismo nos pone en jaque a nosotros y a nuestra teoría, y nos obliga a pensar todo de nuevo, pensarlo desde otro lugar. Nos arrastra a reformular todos aquellos conceptos que creíamos ya masticados y nos lanza al vacío de, por momentos, no entender nada.

Suelo preocuparme por la tendencia en algunos tratamientos a querer “traer” a estos sujetos para este lado, para el lado de la normalidad. Normalidad en su sentido más literal, en el de ajustarse a la normas habituales. Esto sería el esfuerzo por querer hacer pasar al sujeto autista por el lenguaje, “adaptarlo” a nuestras leyes. Lo que nos reconfortaría a nosotros los analistas, pensando que al fin esos niños cedieron algo de su objeto pulsional voz. 

No estoy diciendo con esto que no sea un avance en la dirección de la cura que estos sujetos cedan algo de sus objetos pulsionales; porque ellos tienen que habitar también este mundo atravesado por el lenguaje, y tal vez así, pudiendo mediar algo con palabras, el Otro se les vuelva un poco menos cruel y amenazador. Pero a veces en el afán de ver “progresos” se tiende a tratar de modificar la conducta y se realizan intervenciones que apuntan a que el sujeto aprenda, por ejemplo, a hablar.

Creo que nuestro rol no puede ser el de forzarlos a encajar, más bien el forzamiento debe estar de nuestro lado, forzarnos a aprender todo aquello que nos pueden enseñar con su lalengua ¡y soportando que no nos hablen!

La clínica con niños autistas requiere inventar cada vez, requiere poner el cuerpo, prestarlo y poder preguntarnos –sin que eso sea causa de angustia– qué lugar ocupa nuestro cuerpo para ese sujeto, qué lugar ocupa nuestra voz, nuestra mirada y nuestras intervenciones.

Recuerdo que a una reunión de equipo llevé mi angustia y preocupación por no haber podido ponerle las zapatillas a una niña, dejando de lado lo que era realmente importante, que con mucho tino me señaló la coordinadora.

En la sesión, la niña construía una torre con bloques de madera, que llegado un punto, se caía. Lo hacía repetitivamente y no me dejaba participar del juego. Luego de esto, estando las dos sentadas en el piso, ella se dejó caer –desplomada como la torre– sobre mi cuerpo, también repetitivamente.

En esa escena, mi cuerpo estaba ocupando el lugar de sostener el cuerpo de ella, el cuerpo que ella representaba como esa torre que se derrumbaba si no tenía un sostén, algo que le hiciera de borde.

Esto me llevó a pensar que yo misma estaba atrapada en el discurso de la adaptación, pues ponerle las zapatillas me parecía un acto importante; y sin embargo ella me estaba diciendo, sin hablar, qué era lo verdaderamente importante: si no me sostenés, me derrumbo.

Daniela Giorgetta: Psicoanalista.