La verdad es que a Pinie Wald nunca le preguntaron si rezaba y él no podría estar seguro de no haber balbuceado las invocaciones de su infancia en esos días incongruentes, sin soles y sin lunas, que solo diez años después se atrevió a describir, en un libro hoy perdido y en su lengua natal. En ese pasmo infinito y atemporal en el que la policía, o el ejército, habían volcado su vida, dentro de la comisaría séptima, no alcanzaba a darse cuenta si había llegado al lento borde final de su existencia o si los golpes que le acaecían eran una suerte de purgatorio perenne; y cada vez que se le aparecía un nuevo funcionario para preguntarle por enésima vez sus datos personales, se declaraba de nacionalidad judía y de religión socialista.
Se podría decir que todo empezó un día caluroso de enero de 1919, pero en realidad su conciencia de sí mismo y del mundo en que vivía la había fundado mucho tiempo atrás porque a los diez años ya era obrero aprendiz de hojalatero en Tomashuv, el pueblito de la vieja Polonia donde había nacido y, apenas cumplidos los trece, tras su modesto bar mitzvá, se fue a buscar conchabo a Lodz, que ya era un centro industrial sobradamente importante. Y ya se había afiliado al Bund –el partido socialista de los obreros judíos de Lituania, Polonia y Rusia–, ya se había mezclado en los movimientos revolucionarios de 1905, también ya lo había detenido la policía del zar, y ya lo había dejado libre y ya lo había despachado de vuelta a Tomashuv porque era menor de edad, cuando sintió que su pueblo le quedaba angosto. Así que decidió migrar y tomó el camino del Río de la Plata, como tantos otros, en esos tiempos y por parecidos motivos.
Hacia fines de 1918, hacía trece años que Pinie vivía en Buenos Aires; ya no trabajaba en la fábrica, era ciudadano nacionalizado, había votado en dos elecciones, escribía en ídish en Avangard –la publicación de los judíos del Bund– y en el diario Die Presse. La economía argentina venía sufriendo todavía los remesones de la Gran Guerra. Se exportaba lo barato, se importaba caro y el salario de los trabajadores, segmento fundamental de las condiciones laborales, era entonces como ahora, el punto de inflexión donde se ajustaba la ganancia empresaria. En un clima de incomodidad general que encrespaba a la mayoría de los asalariados, los obreros de los talleres Vasena, la industria metalúrgica más importante del país, se enzarzaron en una huelga indómita, reprimida con inusitada violencia, y que se extendió hasta convertirse en huelga general.
La influencia de la revolución bolchevique, que se había cargado al zar y había tomado el poder en Rusia, se filtró en Buenos Aires con efectos encontrados. Buena parte del mundo proletario y sindical se sentía cautivado por los ideales anarquistas y socialistas que, en alguna medida, habían llegado en los barcos que venían desde el otro lado del mar, con los migrantes asturianos, catalanes, italianos, rusos, polacos, alemanes y judíos como Pinie Wald. La burguesía, en cambio, sintió el miedo que los Románov habían desestimado y cuando, al comenzar la segunda semana de enero de 1919, los obreros de Vasena se fortificaron dentro de la fábrica para resistir a una patota de rompehuelgas, los rancios dueños del país alinearon a la policía, al ejército, a los bomberos y a la guardia blanca de civiles bien que amaban a la Patria para que salieran en su defensa, a bala, a sangre, a tortura, a como fuera necesario porque una amenaza con gesto de hoz y vocación de martillo, que en esos años llamaban maximalista, acechaba para birlarles los medios de producción.
Moishe, mi papá, era todavía un muchachito que estaba terminando el Colegio Nacional cuando sucedió esa semana trágica, hace cien años. A veces la recordaba, en alguna sobremesa ralentona y entonces yo le descubría una sombra oscura que le traqueteaba, apurada e inconfesa, por el gris casi transparente de sus ojos. Contaba de los pitucos o símil que asolaban la calle, armados y deschavetados, pero nunca reveló los bastonazos que había recibido su propio padre, las irrupciones en las casas de su barrio de judíos, de los muebles y los libros apilados para la hoguera, de los viejos arrastrados por las barbas o ejecutados con un solo balazo aunque balbucearan, “yo, argentino” en un intento de grito, sin darse cuenta de que la falta del verbo ser, en su oración aterrada, ponía en evidencia su condición de extranjeros de Europa del Este, objetivo implícito de ese pogrom de 1919 cuya memoria permanece ajena a nuestra historia ciudadana. Los judíos de bien le dijeron Yrigoyen que no tenían nada que ver y prefirieron olvidarla.
Cuando Pinie se animó a asomarse al local donde editaba el Avangard, lo encontró tal como suponía, las paredes ennegrecidas por el fuego, el mobiliario destruido, los archivos desaparecidos. Ahí mismo él y su novia, Rosa Weinstein, fueron detenidos por un oficial del ejército. En los siete días con sus siete noches que Pinie pasó en un hueco oscuro de la conciencia, alcanzó a preguntarse, con curiosidad ingenua, si podría sobrevivir al propio miedo, dónde estaría su límite de resistencia al sufrimiento y hasta dónde eran capaces de llegar los instintos de la bestia humana que se gozaba en la tortura del otro.
Le volaron varios dientes, le machucaron la cara, le amorataron un ojo, le arrancaron los pelos, le clavaron alfileres y le apalearon los jarretes para que confesara cómo se preparaba la sublevación que lo instalaría a él, Pinie Wald, como presidente de un soviet argentino; que explicara, o que diera nombres o que denunciara a alguien o que inventara lo que el orden social necesitaba para justificar esa semana de pesadilla. No más que eso, y le permitirían tomar agua, comer, volver a su casa. No dijo nada interesante, pero igual lo dejaron volver.
Pinie Wald rememoró cómo el pogrom de la Rusia industrializada de los zares liberaba una furia contra el otro que aliviaba los sueldos miserables, entrevió que esa pretendida conspiración judeo maximalista intentaba deshonrar una huelga reivindicativa, quién sabe si también vislumbró cómo el otro, el de la sinagoga, el de la mezquita, el hijo de la Pachamama, el de la piel de diversos tintes marrones, el que escapa de la guerra y de sus tierras abusadas, el que roba fronteras para buscar un sitio donde dignificar su existencia, seguiría siendo el chivo expiatorio en las democracias degradadas del siglo XXI. Quién sabe.
Elina Malamud: Escritora y periodista.