El macrismo, sus frases y sus gestos, de tanto repetirse, van vaciando su capacidad para sorprendernos pero no para ir generando un clima de época que entremezcla el revival de los 90 y la novedad de una nueva derecha cool, naïf, revanchista y represiva. Pareciera que estos cuatro rasgos son contradictorios entre sí, que si se tratase de una “nueva derecha” cool y naïf el revanchismo y la represión no le cabrían y, sin embargo, esos rasgos pueden convivir sin grandes problemas atendiendo, como lo hace obsesivamente el macrismo, a lo que los focus group le van informando respecto del humor, la sensibilidad, las prioridades y otras cosas de la ciudadanía que, bajo esa lógica, es reducida a ser una muestra estadística operada por publicistas, encuestadores y psicólogos que tienden a focalizar en las respuestas afectivas y viscerales. Su consultor estrella, Durán Barba, interpreta los resultados de esas “investigaciones de mercado ciudadano” y las convierte en estrategia gubernamental. De este modo, el macrismo, cuya ideología constituye un pastiche de emprendedorismo, exaltación de la meritocracia y vulgata antipopulista todo salpicado de neoliberalismo explícito y muy escasa complejidad argumentativa, construye un tipo de interpelación que puede pasar de un apoyo al tratamiento parlamentario de la despenalización del aborto (incluyendo a algunos de sus legisladores como integrantes de la reivindicación feminista) a la elaboración de un nuevo protocolo para las fuerzas de seguridad que incluye disparar por la espalda y habilitar, bajo el eufemismo de la lucha contra la delincuencia, el fusilamiento discrecional. Al mismo tiempo que se esfuerza por ofrecer la imagen de la diversidad cultural y de género, militariza la protesta social y criminaliza la pobreza como lo viene haciendo desde que gobierna la Ciudad de Buenos Aires. Si la economía lejos de rendirle frutos lo pone contra la pared enturbiando sus posibilidades electorales para el 2019, la estrategia será ir por el andarivel del orden y la seguridad bajo la influencia de la onda expansiva de Bolsonaro y el neofascismo capilar que habita el tejido de la sociedad. Su lado cool y naïf mutará rápidamente hacia la mano dura (que en un juego impúdico denominan “mano justa”) ofreciéndose como el garante de los vecinos decentes y trabajadores ante el desorden y el peligro que provienen de esa masa amorfa y negra lista para apropiarse de lo ajeno.
De este modo, la fábrica de subjetividad propia del neoliberalismo va adaptando sus engranajes de acuerdo a lo que el mercado social y político vaya exigiendo. Claro que para que funcione la estrategia propagandística de la derecha macrista, para que los diseños al uso de Durán Barba alcancen sus objetivos, es decisiva la complicidad de los grandes medios de comunicación, verdaderas usinas productoras de subjetivación. Sin periodistas, parafraseando al vienés Karl Kraus, el mal y la degradación de la vida social no serían transformados en imágenes y palabras que, de a miles y miles, bombardean la cotidianidad “pesadillezca” de una ciudadanía en estado de pánico.
A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semiderruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antediluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos. Si no entendemos este giro histórico, no podremos descifrar el eclecticismo que caracteriza a la derecha contemporánea, un eclecticismo que le permite pasar de posiciones que remiten a su genealogía más reaccionaria y represiva, cuando sus acciones se correspondían con su concepción del mundo, pero que también le ofrece la posibilidad de apropiarse de símbolos, banderas, lenguaje y tradiciones otrora progresistas (multiculturalismo, políticas de género, onegeísmo y defensa de la libertad de expresión son algunas de las máscaras que utiliza sin rubor la derecha buscando, siempre, interpelar aquello que en cada momento conforma la sensibilidad de época y que atraviesa a la multitud de ciudadanos-consumidores). Más allá de si es nueva o vieja, a la derecha le interesa sostener su poder y expandirlo hasta el punto de ya no tener que litigar con sus adversarios porque ha sido capaz, eso espera, de reducirlos a la insignificancia o ha podido absorberlos cuando le resultó necesario. Dictatorial o democrática según las épocas y las circunstancias, prefiere hoy apropiarse de la república y de sus instituciones sin tener que apelar a la fuerza de las armas como en el pasado, sin por eso volverse democrática.
Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos está, sin dudas, la presencia en la sociedad estadounidense (y que reaparece con fuerza en la espectacular participación de las iglesias evangélicas y pentecostales en posibilitar el triunfo de la extrema derecha brasileña y que ha jugado un papel significativo también en la ola que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados unidos) de los discursos y las prácticas de las más variadas iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los “hijos del demonio”. Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secular impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los “buenos y sanos” tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios absolutamente estadounidense. Extraña parábola en la que la apelación a valores tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del Shopping Center. Entre nosotros, la “revolución de la alegría” y los globos de colores con los que le alcanzó a Macri para darle por primera vez en la historia un triunfo electoral a la derecha, vinieron a ocultar una profunda restauración conservadora que utilizó, como no podía ser de otro modo, los lenguajes de lo aspiracional, del emprendedorismo y de lo políticamente correcto mientras desplegó una estrategia de transformación radical y regresiva de la vida social y económica. Uno de los logros de la subjetivación neoliberal ha sido el de haber multiplicado la lógica de la competencia y del individualismo asociándolos con la expansión de la libertad e interiorizando esos valores como arquetípicos de los deseos de la sociedad. La vida de derecha ha colonizado el sentido común y se ha convertido en el eje de la representación hegemónica que los sujetos sujetados por el mercado acaban por definir como lo verdadero y justo. Esta nueva fenomenología de la vida cotidiana que se asocia, casi de un modo ontológico, con la derecha lo hace ofreciendo un discurso de lo posideológico y de lo antipolítico que vuelve un resto anacrónico aquello que, a lo largo de gran parte de la modernidad, se fue configurando como una visión y una cultura de izquierda arraigada en la clase obrera y en amplios sectores medios, visión que hoy se ha ido empequeñeciendo como nunca antes. La profunda brecha social, ensanchada hasta dimensiones alucinantes por el capitalismo neoliberal, ha distanciado, cada vez más, a sujetos sociales que, hasta no hace mucho, podían cruzarse y compartir valores y creencias. Con cierta desesperación los que experimentan en carne propia la violencia sistémica se refugian en lo poco que les queda: la fe. Mientras que las clases medias marchan aceleradamente hacia el vacío del shopping center. En el interior de esta dialéctica se expresa la capacidad de la derecha por hegemonizar la cultura de la época. Comprenderla es comenzar a desactivarla. Mirarla con ojos antiguos o dogmáticos es seguir dejando que avance en su colonización de las conciencias. No hay política emancipadora sin disputar sentido común y lenguaje.