Namura, de Guadalupe Faraj, fue recientemente publicada en Argentina por Indómita luz, pero se editó por primera vez hace seis años en España, cuando obtuvo el Premio Novela Corta Pola de Siero. Es la historia de una familia de descendientes sirios entre quienes circulan, por supuesto, relatos de camellos y recetas de cocina. “En la familia cada cual tiene su historia. Cada cual anda con sus propios recuerdos a cuestas y agrega o quita según su antojo. Eso hacía mi tío, eso hace mi viejo, eso hago yo misma con lo que me contaron. Invento. Y lo que resulta de eso es tan poderoso como lo cierto. La única que no modifica nada es la abuela, algo especial sucede cuando ella cuenta. Su relato no cambia, sin embargo es la única historia que puedo escuchar una infinidad de veces y no me aburre. Qué es lo asombroso. Qué es lo que hace que queramos escucharla de nuevo. Nada. Es ella, la manera en que recuerda, lo que logra en sus silencios cuando para de contar y respira, cuando se saca las horquillas del rodete para dejarse el pelo mucho más tirante que antes. Sus silencios son la parte fundamental, lo que no dice explícitamente”, escribe Faraj. En las calles de Siria, siempre que se servía Namura, ese postre exquisito hecho a base de sémola en el que Amanda, la protagonista, se termina haciendo experta, había cerca un vaso público del que bebía toda la gente después de comer. Y cuenta la abuela que de ese vaso nadie se contagiaba, quizás porque comían mucho ajo o cebolla, o porque el ritual de compartir el disfrute, parece decir la anécdota, nos hace inmunes. Podría parecer increíble semejante grado de familiaridad con las personas desconocidas, ¡tomar tantxs de un mismo vaso!, pero se sabe que las historias contadas por lxs abuelxs o lxs tíxs a lxs niñxs, no piden lógica. La verdad está en el relato mismo, se dice lo que se quiere decir y sobre todo lo que no se quiere decir mientras se relata, mientras se respira. Tal vez nunca sea a través de los contenidos que en las familias nos conocemos íntimamente, sino por obra de esa poesía. Namura comienza con una escena dichosa: todos los personajes están vivos y el abuelo baila por esa felicidad, pero en el transcurso del libro, esa plenitud va siendo interferida por peleas, distanciamientos, muertes, dolores, enfermedades. Nada del otro mundo, pero hechos que en este mundo son las únicas tragedias posibles. La precisión y la complejidad de la escritura de Faraj no compiten con la sencillez con la que logra algo que no es demasiado sencillo: conmover sin ningún agregado dramático ni sentimentalismo impostado, limpiar el campo narrativo para que el yo hable despojándose de todo efectismo. El amor, que en todo momento enlaza a los personajes, explica su accionar en la vida y no desaparece ni siquiera frente a la ausencia. Este podría ser uno de los ejemplos: cuando el tío de Amanda, Miguel, decide volver para morir a la casa de Selma, su ex pareja, después de 8 años de no verla, ella dice: “Miguel vino a morir con la familia”. Es que esta idea de lo que una familia es se afirma en cada una de las 142 páginas del libro: familia es donde hay amor. Las historias de Namura se dejan leer con total comodidad, pasando casi inadvertidamente de un tiempo a otro. Como pasa la memoria misma, claro, saltando de un lado al otro. La memoria, esa costurera, escribió Virginia Woolf, que va cosiendo pedazos de aquí y allá. Pero esos pedazos nunca son aleatorios, al menos en este libro. Todos los datos que la componen hacen a su coherencia, nada sobra y nada falta tampoco (y ojo, que no se le está pidiendo a Namura una lógica impoluta, porque de todas maneras el centro, el hilo de esta trama está en el yo de Amanda, la hija, la nieta, la hermana del resto de los personajes). Guadalupe Faraj nos da con esta novela la alegría de albergarnos dentro de una ficción que por su fluidez y dinamismo nos protege de la dispersión y de la ambigüedad, es decir, de la perplejidad con que tantas veces la realidad se vuelve una intemperie. Como si fuera poco, Julieta Escardó aportó más belleza a este libro con la foto de tapa: una imagen de flores cuyos pétalos se vuelan por el viento; es decir, la imagen de la inexorable erosión que irrumpe sobre todo lo que prometía
ermanecer entero.
Namura
Guadalupe Faraj
Indómita luz