“Me gusta vivir, que es lo importante. Me ha dado mucho la vida. Yo estoy muy agradecida de vivir, de trabajar, de hacer lo que me gusta, de conocer tanta gente, de viajar con mi familia. He trabajado mucho pero he disfrutado. Hay que escabullirse de la rutina para ser feliz y capitalizar lo que hay que hacer diariamente”, describió Choly Berreteaga, la gran cocinera argentina, la reivindicadora de la cocina como un lugar de creatividad, sin encierro, obligación, condena de tiempo ni pretensión gourmet, en una nota con Las12 en septiembre del 2013.

La cocinera. La que enseñaba a separar en su departamento minúsculo de Almagro una yema de una clara. La simpleza de la diferencia. El postre de mousse de chocolate como una dulzura vintage sin tiempo. La que leía libros cada tarde y sabía pasar el tiempo tejiendo, la que valoraba las palabras y arengaba a que las mujeres trabajen. Porque si Choly es una mujer sin tiempo, porque permaneció como hoy casi nadie, casi ninguna, más de cincuenta años en la televisión, sin volverse una figura conservadora, ni retona, ni anacrónica, ni diva y, en cambio, sí generosa y escuchadora, tejiendo cuadrados azules, amarillos, violetas y fucsias, con su nieta Paulina Maldonado (periodista y editora de sus libros y una de las pocas mujeres con cargo jerárquico en Editorial Perfil y ese no es un dato aislado porque Choly fomentaba la independencia y el ascenso en una arenga amorosa donde el trabajo era una palabra sagrada), para Narda Lepes (en un gesto de sororidad tan cálido como los hilvanados de las tardes compartidas) o las amigas e hijas de sus nietas periodistas y pasteleras. 

Los libros de manualidades se podían volver souvenirs para los cumpleaños y las agujas se intercambiaban de una a dos en muñecos para coleccionar en estantes, jugar entre las risas de las cunas sin solemnidad o amalgamar proyectos grandes como una colcha para ver películas con un amor que no tiene forma de destejerse ni de comprarse en un sale. Las fiestas también podían ser sencillas como unas milanesas y el secreto de pasarlas dos veces por el pan, no olvidar la pimienta y hacer del martillo una herramienta para que la carne sea tierna. Las celebraciones se extendían por su jardín de la casona de Castelar. Allí donde las tortas se amuchaban y los tacos se rellenaban a gusto entre árboles gigantes y recuerdos vascos de amor y abuelazgo. No podía faltar el alquiler de pelotero porque la risa era inclaudicable como los saltos más altos. Y las ideas de ir siempre por más, sin importar la fragilidad del cuerpo, como en la intención de alquilar un toro mecánico en medio de los años ochenta (no la década, sino las velitas sopladas) porque no había sacudón que frenara las ganas de torear ni los buenos deseos. 

Choly escribía fácil y para la mujer moderna. Sí. Porque era una forma de sacar peso pesado de la cocina y de fogonear la autonomía económica, con recetas que no llevaran tiempo y que resquebrajaran el mandato más liviano o más gozoso. El revuelto gramajo echado a la sartén con un poquito de cebolla, un paquete de papas pay, dos huevos, jamón cocido y una lata de arvejas es como un rezo para salvar cualquier cena con pibes contentos y resolver sin delivery ni horas de repiqueteo entre las ollas. El tren de Choly es a la repostería lo mismo que ella: un festejo que no se detiene y que es un guiño a la independencia. Los cubanitos abajo como vías, las galletitas redondas a modo de ruedas de dos budines, el arrollado doblado en dos para volverse vagón y el relleno de monedas de chocolate con bordeado de chupetines. 

Hizo cincuenta libros de cocina. Trabajó cincuenta años en la televisión, desde el mítico Buenas Tardes, mucho gusto hacia adelante. Dio clases de cocina en escuelas nocturnas y se negó a llamarse chef. Crió y compartió su pasión con su nieta y sus nietos, conoció y disfrutó a su bisnieto. Murió a los 91 años. Pero Choly Berreteaga se volvió la cocinera inolvidable.