“Tengan cuidado, no caminen por la calle después de las seis de la tarde”. Esa fue la primera de una larga lista de advertencias con las que San Salvador nos dio la bienvenida. Asustarse con ese aviso ni bien se llega a la capital de uno de los países más violentos y con menos promoción turística de Latinoamérica fue fácil. Romper con ese primer mandamiento, también. A las pocas horas de haber aterrizado ya estábamos caminando por las calles sinuosas de Los Planes de Renderos, una zona de bares y comedores en las afueras de la ciudad donde se preparan las mejores pupusas, el “plato nacional”: una especie de tortilla gruesa hecha a base de harina de maiz o arroz y rellena de queso, chicharrón o frijoles. En la ladera del cerro corría una brisa suave, era una noche estrellada y desde el mirador se podía ver toda la ciudad. Entre el enjambre de luces blancas se destacaban un estadio de fútbol, algunos pocos edificios, la autopista y al fondo el Boquerón, uno de los 23 volcanes del “Pulgarcito de América”, un país más pequeño que la provincia de Tucumán, un misterio oculto en la selva centroamericana.
Una decena de turistas europeos bajaron de una combi que los había traído directo desde el hotel y se mezclaron entre los cientos de visitantes locales. Un agente de tránsito apuraba a la fila de autos que avanzaba a paso de hombre por la calle principal. Lado a lado, decenas de puestos ofrecían artesanías, remeras, cds de música y juguetes. Con una cuchara larga de madera en la mano, un hombre revolvía el líquido de una olla de unos cuarenta centímetros de alto. “Es el típico ponche salvadoreño hecho a base de ron, leche y canela –explicó William, nuestro chofer por las calles de la capital–. No se vayan sin probarlo”.
En Los Planes de Renderos los vendedores ambulantes y puestos de artesanías son los actores de reparto de una escenografía que apunta todas sus luces a las pupuserías, los grandes comedores en los que se sirve casi exclusivamente el plato típico local a menos de un dólar la pieza. “Aquí es donde vengo a comer con mi familia”, explicó William, mientras estacionaba el auto gris de vidrios polarizados frente al comedor Boomwalos. Antes de dejarnos en la que considera “la mejor pupusería” de la ciudad, el hombre moreno de cara redondeada lanzó una advertencia: “Tengan cuidado con el curtido (una ensalada avinagrada de repollo hervido y zanahoria que se usa como acompañamiento). Muchos turistas se intoxican porque no están acostumbrados”.
Gabriel y Alex –él salvadoreño; ella rusa– fueron responsables de que hayamos roto aquel primer mandamiento de no salir de noche: su invitación a conocer Los Planes y probar el plato típico nacional resultó imposible de rechazar. Mientras servía curtido y salsa de tomate sobre dos pupusas revueltas (de chicharrón y frijoles), Gabriel contó que abandonó el país con su familia cuando tenía diez años, en medio de la guerra civil. En Canadá, donde se instaló su familia, conoció a Alex, docente de escuelas especiales como él, y se casaron. Treinta años después, Gabriel volvió al país como turista. Desde el segundo piso del Boomwalos, donde comía pupusas, miraba con cierta nostalgia las calles iluminadas de la ciudad en la que creció: ya no le quedan familiares en el país, solo recuerdos de lugares, olores y sabores de la infancia.
EL VALLE DE LAS HAMACAS El miedo a las maras, las pandillas criminales centroamericanas, sobrevuela las conversaciones con los locales y acapara las portadas de los diarios amarillistas. En 2015 El Salvador se convirtió en el país más violento del mundo, con una tasa de 103 crímenes cada 100 mil habitantes. Sin embargo, la distribución de la violencia no es equitativa. Está delimitada por grupos sociales, económicos y geográficamente: afecta en su mayoría a los jóvenes de los poblados pobres de las afueras de San Salvador. Una elección segura es alojarse en zonas tranquilas de la ciudad, como la Colonia Escalón, un barrio coqueto y alejado, o en el centro histórico, más cercano a las actividades turísticas.
La mejor manera de despojarse de prejuicios y perder el miedo a la ciudad es caminarla. La Plaza Cívica es el punto de partida. Fundada hace más de 500 años, San Salvador está ubicada en el “Valle de las hamacas”, llamado así por la constante actividad sísmica, que a lo largo de los últimos cinco siglos ha destruido gran parte de la arquitectura colonial de la ciudad. “Estamos acostumbrados a los terremotos”, cuenta don Pedro, sentado en el monumento central. Moreno y de cara arrugada, el hombre recuerda especialmente el de 1986, que dejó un saldo de 10 mil heridos y 200 mil damnificados: “Se destruyó gran parte de la ciudad, casi todo lo que ves ha sido reconstruido”.
Por la mañana visitamos el Palacio Nacional, con los patios floridos y más de 100 habitaciones. Considerado el “primer edificio de la República”, de estilo ecléctico, hoy es la sede del Archivo General de la Nación. A unos cincuenta metros de ahí hombres y mujeres pedían monedas sobre las escalinatas de la Catedral Metropolitana, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, visitado por figuras como Juan Pablo II, Barack Obama y Michelle Bachelet.
En la nave central de la Catedral, que debió ser reconstruida tres veces en sus 143 años de historia, un puñado de fieles rezaban bajo la imagen del beato Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador asesinado en plena misa el 24 de marzo de 1980. Aquella tarde, a unas pocos cuadras de ahí –en el edificio en el que funcionaba la Catedral en ese momento–, el guía espiritual y político que en sus homilías denunciaba las violaciones a los derechos humanos por parte de los militares recibió un certero balazo al corazón. Hoy sus restos descansan en una cripta del subsuelo del nuevo edificio. Hasta ahí se acercan los salvadoreños y algunos turistas a rendir homenajes, dejarle flores y sacarse fotos.
El recorrido continuó por el Teatro Nacional y finalmente el Mercado Central, a unos ochocientos metros de la Plaza Cívica. La impronta es la de cualquier mercado latinoamericano: un galpón gigante donde se mezclan puestos atiborrados de pescados, frutas y verduras con otros que venden camisetas de fútbol de Messi (del Barcelona y la selección argentina), bolsos, carteras, relojes y películas pirateadas en dvd. En las afueras, el mercado a cielo abierto se extiende a lo largo de varias cuadras. Hombres y mujeres atraviesan las calles cargando bultos mientras esquivan motos, autos y carros que venden “minutas”, una bebida granizada hecha con hielo molido y jugo de frutas.
LA RUTA DEL GUERRILLERO Ser salvadoreño es ser medio muerto / eso que se mueve es la mitad de la vida que nos dejaron / (“Todos”, Roque Dalton). “El Salvador es uno de los países más pequeños y densamente poblados del mundo, y también uno de los más sufridos, valientes y hermosos”, describe con justicia Juan Bautista Echegaray en Canción a una bala. Recuerdos de la revolución salvadoreña. En el libro, el exguerrillero recuerda la lucha del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) durante la guerra civil salvadoreña. Las huellas del conflicto armado, que se extendió desde 1980 –tras el asesinato de monseñor Romero– hasta 1992 y que dejó 75 mil muertos y desaparecidos, todavía están presentes en el mapa y el territorio salvadoreño.
Con el objetivo de seguir manteniendo viva la memoria histórica, Enrique Rosales creó en 2009 la Ruta del Guerrillero, una empresa que realiza tours por las zonas donde combatió la guerrilla. La ruta de La Montañona es uno de los 16 recorridos que ofrece: una caminata de tres días a través de un área natural protegida del departamento de Chalatenango, acompañados por excombatientes que pelearon en la zona.
El camino serpentea por el monte esquivando cultivos de hortalizas y corrales de gallinas de los actuales habitantes. En la década del ‘80 este territorio sirvió de refugio para la guerrilla de las Fuerzas Populares de Liberación, la más antigua de las cinco organizaciones que conformaron el FMLN. Aquí también funcionó durante un tiempo la radio móvil Farabundo Martí: cuentan los exguerrilleros que para que los militares no detectaran la radio solían esconder la antena dentro de la corteza de los pinos. Entre la vegetación todavía pueden verse algunos tatús, las pequeñas cuevas o refugios subterráneos que los combatientes había construido para guarecerse o curar a los heridos.
“El punto del viaje es enseñarle a la gente que no fue fácil andar por todo este monte, rompiéndolo con el pecho, mal comidos, con poca agua”, explica Rosales mientras avanza a paso lento por el monte, entre la maleza, los pinos y los robles.
LA RUTA DE LOS VOLCANES El Salvador es conocido como el “Pulgarcito de Centroamérica”, un apodo atribuido erróneamente a la escritora chilena y premio Nobel Gabriela Mistral. “También le llaman el país de los 45 minutos: en ese tiempo podés viajar desde la capital a cualquier punto del país”, cuenta el guía de La Ruta del Guerrillero. Son las seis de la mañana y la combi se adentra en un camino sobre la ladera del Cerro Verde. El chofer, el guía y otros tres jóvenes salvadoreños completan el grupo. A espaldas del lago Coatepeque –que en lengua nahuatl significa “cerro de culebras”– nos sirven un típico desayuno local: café con leche, pasta de frijoles negros, huevos revueltos, pan y queso. Media hora más tarde llegamos hasta la base del volcán Santa Ana. La subida es empinada, a través de rocas, senderos selváticos y miradores. Dos horas y media más tarde alcanzamos la cima, donde un grupo de pueblos originarios encabeza una ceremonia en torno a un pequeño fuego. A 2381 metros sobre el nivel del mar, en el punto más alto de El Salvador, el viento sacude la ropa, nos despeina y zumba en los oídos. Hacia un lado, entre las nubes, se despliega el valle en toda su majestuosidad: praderas de un verde intenso, con algunos destellos de flores de colores y el azul del lago Coatepeque. De este lado, la ladera del volcán y una vista aún más impactante: el cráter del volcán y la laguna de azufre, de un color verde fluo casi irreal. Unas fotos en la cima, un almuerzo frutal y la caminata de regreso durante una hora y media.
El Santa Ana es apenas uno de los 23 volcanes que pueblan el territorio salvadoreño. El más famoso es El Boquerón, que se alcanza a ver desde casi cualquier punto de la capital. A la mañana siguiente, en el Paseo General Escalón tomamos el bus que nos dejó en la zona de Merliot, en el municipio de Santa Tecla, cerca del mercadito donde sirven unos deliciosos mariscos. Ahí tomamos otro bus y llegamos hasta la base del volcán. La visita duró apenas unas horas: una caminata breve a través de los cuatro miradores desde donde se puede ver el cráter. A la salida, la cafetería Linda Vista nos esperaba con un café y una vista esplendorosa de la capital.
Además de sus paisajes selváticos, los volcanes, lagos y montañas, uno de los encantos de El Salvador es la cocina, heredada en parte de sus antepasados indígenas. Algunos platos tienen sabores conocidos, con variaciones, como los tamales de elotes (choclos), pollo o pisques (frijol negro). Otras se acercan un poco más a la comida mexicana, como las enchiladas (tostadas fritas de maiz) o la yuca frita. En el mercado central también se puede comer la típica “sopa de patas”, un caldo espeso con una pata grande de res, cebolla, chiles, elote, tomate y yuca. Y finalmente las pupusas, el plato nacional, que se vende en la calle en carritos al paso, en pequeños locales o comedores. Tan baratas y deliciosas (sobre todo en la capital) que se convirtieron en la base de la alimentación durante nuestra estadía en El Salvador.
LAS PLAYAS Y EL SURF Cerca de la frontera con Guatemala, pegada a las agitadas aguas del Pacífico, nace la ruta 2, que recorre el país de norte a sur frente a las agitadas aguas del Pacífico: 100 kilómetros de playas ideales para los amantes del surf y la vida en el mar.
El Tunco, a 45 minutos de San Salvador, es el destino preferido por los turistas europeos y norteamericanos. El pueblo es apenas una peatonal de dos cuadras, repleta de comercios, bares y hoteles que desemboca en la playa, y un par de calles de tierra con más hostels y comedores. Chicos y chicas caminan por la peatonal cargando tablas de surf. En el agua solo hay jóvenes intentando trepar olas. “Esta es una playa para profesionales, si querés aprender debés ir a otro lugar”, recomienda un australiano, mientras le pasa parafina a su tabla.
En el Tunco todos los hoteles y albergues tienen pileta: las olas más pequeñas tienen un metro y medio de alto y rompen violentamente sobre la playa rocosa. La puerta del Papaya Lodge, donde nos hospedamos, está siempre abierta. En la vereda, un guardia de seguridad privada va y viene cargando una escopeta sobre los hombros. La imagen no desentona: en cualquier farmacia, supermercado, tienda comercial o pequeña librería del país es común ver hombres con armas largas a cualquier hora del día. La ruta 2 continúa hacia el sur. Más playas. Las más famosas: El Sunzal, La Paz y Los Cobanos. Sol intenso, aguas cálidas y calor, mucho calor.
La ruta de las playas completa la travesía por un país con grandes riquezas arquitectónicas, culturales, históricas y naturales. Cada recorrido tiene un nombre propio: la ruta arqueológica, artesanal, del café, del guerrillero, del sol y la plata, de las flores. Solo falta que algún iluminado cree la ruta gastronómica. Porque El Salvador te entra por los ojos, pero sobre todo por el paladar.
DATOS ÚTILES
- Dónde alojarse:
- En San Salvador: Hostal Cumbres del Volcan, www.cumbresdelvolcan.com.
- En El Tunco: Papaya’s Lodge, www.papayalodge.com.
- Dónde comer:
- Los Planes de Renderos, en las afueras de San Salvador. Una zona de comedores donde se sirven las mejores pupusas, el típico plato salvadoreño.
- El mercadito de Merliot, en Santa Tecla, en las afueras de San Salvador. Ideal para comer mariscos.
- Más información:
- Ministerio de Turismo de El Salvador, www.elsalvador.travel.
- La Ruta del Guerrillero www.larutadelguerrillero.jimdo.com.