Un amigo le contó que había abierto una cuenta de Facebook para su padre. La escritora Gloria Peirano imaginó, entonces, el resto de la escena. Ocurría en Navidad. El hombre vivía en pueblo y había viajado a Buenos Aires para visitar a su hijo y a su nuera. Ellos le explicaron cómo funcionaba esa red social. Le dijeron que tenía que elegir una contraseña. Le sacaron una foto y la pusieron en su flamante perfil. Le advirtieron que no tenía que escribir en mayúsculas, que era como si gritara. Peirano se acercó aún más a eso que había atisbado. Y se puso a escribir como quien cava en busca de las raíces. Supo quién era ese hombre, qué le había pasado hacía tiempo, cómo era su presente en un pueblo manso, tajo y anestesia a la vez. Además, la escritora decidió averiguar qué ocurre cuando en la soledad de la noche, alguien se sienta frente a la pantalla y descubre un nuevo mundo virtual.
De esta materia se compone Las escenas vacías, de la autora de Miramar, que había obtenido la segunda mención en el Premio Nueva Novela organizado por PáginaI12 en 2007. Si en aquella historia (que será llevada al cine por Gustavo Fontán, director de El limonero real) una mujer de cuarenta años indagaba lo que le ocurría tras la muerte del padre, aquí lo que se pone en escena es la muerte de un hijo.
Fermín Castellán tiene 74 años y toda su vida transcurrió en Adolfo González Chávez, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Ahí tiene sus amigos (los verdaderos, no los de Facebook), un trabajo en la empresa de maquinarias agrícolas John Deere y una cotidianidad que su mujer, Blanca, se encarga de mantener a raya. Su hijo (a quien el relato se refiere como “el sobreviviente”) armó su vida en la gran ciudad: se casó, tuvo una hija, visita a su padre de vez en cuando y le pide que le avise cada vez que sale a la ruta. Cada vez, por ejemplo, que Fermín y Blanca se van a pasar unos días a las playas ventosas de Reta. Es que en la ruta se encierra lo trágico. Allí murieron la primera esposa de Fermín y su hijo más pequeño. Ocurrió treinta años atrás.
A ese núcleo, a esa línea divisoria, el relato vuelve una y otra vez. Pero lo hace con delicadeza, con un cuidado que le permita a Fermín seguir respirando, atravesar los días. En uno de los capítulos (todos breves, escritos con una condensación que determina el desplazamiento de lo narrativo a lo poético), el hijo mayor se hunde en el agua del natatorio del pueblo para escapar por un rato del calor y la angustia. La vida familiar de estos dos hombres (el padre, el hijo) parece haber quedado suspendida en un silencio acuoso. Ninguno de los dos culpa al otro. Intentan hacerse compañía. Fermín viaja por trabajo de vez en cuando y en sus viajes a La Plata se acerca a Blanca. Arman una pareja, ella se va a vivir con él.
Con el tiempo, se hace de 45 amigos en Facebook. Toda gente cercana, excepto un tal Carlos Prado, de Venezuela. Se sabe, el azar juega en las redes como en un amplio paño de ruleta. Y Fermín empieza a seguir con interés los textitos incidentales de Carlos, esas fotos donde aparece con mujeres sonrientes que para Fermín representan una vida idílica. En una imagen ve a Simone de Beaouvoir de espaldas. Sí, está claro que no es un amor de Prado sino un modo que tiene el venezolano de señalar sus intereses. Fermín googlea para conocer la vida de Simone. Además, escucha con atención la música que el otro comparte; Chet Baker, por ejemplo.
En Facebook, todos tenemos la doble condición de voyeurs y de sujetos observados, no sabemos siempre bien por quiénes. Un día, a Fermín le llama la atención un comentario breve, lateral que una tal Gabi le hace a Prado. “¿Me llamás?”, escribió ella. Fermín no sabe por qué ni se lo pregunta, pero necesita averiguar quién es Gabi. Así, le pide amistad y en algunos intercambios difusos, se entera de que ella vive en Bánfield. Pero hay muchas cosas que Fermín no sabe. El relato de Peirano se desplaza entonces hacia esta mujer, hacia el modo en que ha criado sola a un hijo adolescente, tan parecido físicamente al padre (que es a la vez, el hombre que los abandonó y se fue lejos, a otro país).
Las escenas vacías se construye con fragmentos articulados en un orden sutil. Peirano se permite una mirada siempre oblicua, más atenta al detalle que al vértigo de los acontecimientos. La verdadera historia de esta novela se construye entre los intersticios. Las nuevas tecnologías son aquí un objeto de exploración, no un guiño cool. Y el personaje que explora lo hace a tientas, porque, claro, Fermín dista mucho de ser un nativo digital. Hay en él, sin embargo, una ternura que conmueve. Quizás porque su gesto explorador, vitalista, le devuelve al lector un reflejo conocido: el de quien sabe que cada “me gusta” tiene una cantidad de significados posibles pero para averiguarlos hay que dejar atrás las redes y volver a la vida real.
Por debajo del relato zigzaguea la pregunta esencial sobre cómo aliviar las heridas; ésas que vienen de lejos y que a veces dialogan con la muerte. La valentía de Fermín radica en intentar que ese diálogo deje de ser tan doloroso. Aunque el costo sea mirar de frente el vacío.