Tres al hilo tituló con facilismo la prensa cuando aparecieron de golpe tres libros de Luis Gusmán. Es que los títulos en los diarios se hacen con el significante que queda a la vuelta de la casa. Ya daré cuenta de la importancia del número tres cuando se trata, como en este caso, no de tres libros de ensayos sino de colecciones: es evidente en Esas imbéciles moscas y La valija de Frankenstein, no tanto en La literatura amotinada, pero es porque que se trata de una con piezas dificiles.
La crítica Josefina Ludmer encontraba en ciertas tradiciones argentinas una idea de colección distinta de la de enciclopedia, propia de la cultura alta europea y leía en Walter Benjamin su condición de serie de cosas dispersas que, al ponerse en contacto, constituyen “un nuevo conjunto dotado de identidad propia”. La colección excluye al objeto de su antigua función para ponerlo en familia bajo la lógica de una completud siempre ilusoria.
Con el fin de completar un universo privado, los coleccionistas hurgan y se afanan para encontrar una pieza más de lo mismo, cargando de extremo valor lo que puede ser una sutil diferencia para el resto de los mortales.
¿Qué podría importarle a Freud si su deidad hindú con serpientes en la cabeza era pacotilla, o si el buitre que Leonardo evoca en un recuerdo infantil era, en realidad, un milano o que su versión de Edipo careciera de todo rigor helenista? ¿Acaso el psicoanálisis no es en sí mismo una colección, tal vez la verdadera, de Sigmund Freud? Como si él hubiera dicho “He aquí mi Dora, mi Hombre de las ratas, mi Pequeño Hans, mi Bella Carnicera”.
Los escritores suelen coleccionar, sobre todo en el siglo XIX en el que las ciencias naturales abordadas con soltura antropomórfica incluían la experiencia de lo exótico con la de la estética. Tanto Darío como Lugones, Wilde como Loti coleccionaron “japonerías” que unían el trofeo con la escenografía de una biografía de autor.
Borges dice que Oscar Wilde coleccionaba porcelanas, y León Bloy, odios. Las colecciones de Luis Gusmán son gráficas: epitafios (ver Epitafios: El derecho a la muerte escrita), valijas, moscas, sus modos de leerlos en situación haciendo de sus libros, sus vitrinas.
La valija de Frankenstein (Edhasa) lleva bellas ilustraciones de Daniel Santoro, un artista argentino que colecciona aves, conchas, piedras y mariposas en una suerte de casa-museo que simula un homenaje a los naturalistas de Indias para quienes la colección era, al igual que la crónica, la conquista por otro medio que las armas. Esas imbéciles moscas acentúa el efecto colección, no sólo por las figuras sombrías de Noemí Spadaro creadas como piezas de exposición sino por la edición artesanal de Godot y la encuadernación a manos de Barba de Avejas. Le queda a La literatura amotinada (Tenemos las máquinas) una edición clásica con tapa de ese verde ahora ya casi de militancia subliminal de los pañuelos.
Anuncié la importancia del tres y ahora me explico. El uno se opone a la colección aunque pueda numerar en el futuro el primer objeto de alguna, el dos de lo mismo quizás constituya un mero azar pero el tres ya es sospechoso de poner en escena una sucesión, es decir, en determinadas condiciones, una colección. He aquí tres libros, y en uno de ellos, la lista de tres autores.
Cuando Gusmán era librero solía deslizar con aire clandestino tres libros como talismanes: Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas, Baal Babylone de Fernando Arrabal (en el que él mismo basó su película Viva la muerte) y La cabeza contra el suelo de Paco Jamandreu. Era el Reinaldo Arenas del Premio Nacional de Novela en Cuba que luego se suicidaría contra el régimen en una contrafigura del modelo sacrificial guevarista. Era el Arrabal que camuflaba su autobiografía bajo la forma de carta abierta y le enrostraba al generalísimo Franco la desaparición de su padre, condenado a muerte y fugado, muerte cargada en singular como la que Rodolfo Walsh imputaba a la Junta Militar en su célebre carta: la de su hija Vicki. Era el Paco Jamandreu que hacía vanguardia más allá del gaucho look. Gusmán señalaba así a sus precursores y sembraba esa peste entre sus amigos lectores o tal vez ya nos obligara a recoger de la cinta giratoria nuestra primera valija de Frankestein. En ese “Celestino” de los libros, como en La celestina de Rojas, no se podía diferenciar si facilitaba una pasión porque reconocía una afinidad o la imponía al transferirla. Tres son los libros que Frankenstein encuentra en el bosque y tres los autores que su creador debe abandonar por caducos cuando entra a la universidad de Ingostadt –Cornelio Agripa, Paracelso y Alberto Magno– hasta que un maestro justo le sugiere que no hay vencimientos por superación sino legados: Cito al profesor Waldman, inventado por Mary Shelley: “Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar, y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero aquellos filósofos, cuyas manos parecían hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojos parecían servir tan sólo para escrutar con el microscopio o el crisol, han conseguido milagros. Conocían hasta las más recónditas intimidades de la naturaleza y demostraban cómo funciona en sus escondrijos. Sabían del firmamento, de cómo circula la sangre y de la naturaleza del aire que respiramos. Poseían nuevos y casi ilimitados poderes; podían dominar el trueno, imitar terremotos, e incluso parodiar el mundo invisible con su propia sombra”.
Es lo que hace Luis Gusmán con Leónidas Lamborghini, Hector Libertella y Ricardo Piglia en La literatura amotinada: recordar como leían a otros para que leerlos a ellos resuene en un presente donde muchos escritores se sueñan autoengendrados por sus olvidos. En este caso la cárcel puede ser la institución literaria, la consagración mediática o la doxa universitaria y el motín, esa insurrección llamada “estilo”. Que el libro se edite en una colección denominada Avenida Independencia y por la editorial Tenemos las máquinas subraya la voluntad de revuelta. “Las metáforas están dormidas pero la literatura amotinada las despierta cada vez que la cultura y la estereotipia del modelo las adormece” escribe Gusmán. Las “máquinas” serían los fierros de la literatura bajo la forma de imprentas. En La literatura amotinada, Gusmán mantiene la figura del coleccionista empeñado en iluminar sus objetos para su máximo brillo, por eso a menudo glosa como si evitara hacerles sombra con su propio estilo. Sin embargo, basta prestar atención para encontrar brillos como éste: “Kafka escribía en su diario que el que no lleva un diario está en una posición falsa respecto del diario de otro y Piglia la cita en el suyo. Es como si en algún momento todo diario tendiese a volverse kafkiano; ‘La mano izquierda detiene a la mano derecha en el momento de escribir’, leemos en el diario de Kafka. La mano kafkiana toma la mano de Renzi: ‘La mano derecha está pesada e indócil pero puedo escribir. Cuando ya no pueda...’. La caparazón de Renzi se vuelve decididamente kafkiana como si estuviera volviendo a las páginas de Respiración Artificial, acompañado del senador quien iba por el cuarto vacío de una pared a otra en su silla de ruedas con su cuerpo que se ha convertido en una máquina de metal, ruedas, llantas, tubos niquelados que lo transportan de un lado a otro por la estancia vacía”.
La mezcolanza en Lamborghini, el hermetismo en Libertella, lo ectópico en Piglia son las palabra-valija que Gusmán utiliza para pensar entre amigos, es decir en yunta, la literatura argentina.
BICHOS COMO LETRAS
¿Qué se opone a una mosca? Ni la cinta engomada de Kafka, ni el matamoscas de Gombrowicz, ni la fiambrera de Arlt, registrados por Gusmán en Esas imbéciles moscas como variaciones entomológicas sino una mariposa. Si a menudo los escritores se sienten atraídos por los insectos es menos por su apariencia de alfabetos vacantes, como leía Roger Callois en ciertas combinatorias vegetales, o porque, como suele afirmar Daniel Santoro, son conatos de universos que, algunos de ellos se dan a leer:
Para August Strindberg, entretenido cazador de lepidópteros en las épocas no infernales de su locura colosal, la mariposa no es bella ni beatífica sino carroña profética. Un humor antropomórfico le hace preferir a la mariposa esfinge, llamada “cabeza de muerto”, porque lleva en el cuerpo el dibujo de una calavera. Olvidado de la ninfa y sus gracias, de la forma dividida en bandeaux de curiosos y difíciles ideogramas, la imagina drogona y asquerosa: “Para comenzar, la larva se nutre de solanina y de daturina, dos alcaloides vegetales emparentados con la morfina y muy cercanos también a los venenos cadavéricos. Esos venenos exhalan el olor del jazmín, de la rosa y del almizcle”. Donde Nabokov ve una belleza cautiva aún en potencia, el ve “un monstruo, un capuchón de duende que no es ni animal, ni una planta, ni una piedra. Un sudario, una tumba, una momia no evolucionada, ya que no tiene ningún antepasado en este mundo”. ¿Strindberg habrá leído Frankestein?
Roger Callois aplaude el cambio y fuera de la regla, por eso adora la Parnassius Apolo, una mariposa variable. Las escamas que cubren sus alas pueden ser abundantes hasta componer una superficie amarillenta o ser tan ralas que las alas parecen de papel de celofán, dejando visibles las nervaduras. Las manchas negras de las alas superiores varían entre furiosamente negras y color tiza hecha polvo. Los ocelos son diferentes en tono, tamaño, ubicación, nitidez, una naturaleza inventiva hace al tun tun que sean rojas o carmín, escarlata o anaranjado. Pero ¿y esas imbéciles moscas? Mientras la mariposa es como un libro abierto, la mosca, en su uniforme habitualmente oscuro de proleta, su comedimiento irrespetuoso que no diferencia para posarse en una frente, la de un buey de la de un premio Nobel, parecería carecer de atributos.
Ignora la poética flor y, entusiasta, se da una panzada de estiércol sin que ningún escritor se haya dedicado a leer en eso el ademán de una gesta ecológica, hasta la palmeta de Luis Gusmán que salió a cazar sus sentidos volando por la literatura universal y los encontró tan variables como la mariposa encomiada por Callois. Es verdad que se asombra en estos términos: “La mosca sin contar con la soberanía de Moby Dick, ni la delicadeza del ruiseñor, ni el graznido del grajo, ni la paz de la paloma, ni la fidelidad del perro o el ronroneo del gato, es quizás el animal que más ha sido el soporte de distintas figuras retóricas, desde la alegoría hasta la personificación, desde la metáfora hasta la metonimia; hasta convertirse en lectora y derivar incluso en la escritura mosca”. Pero es un gesto de modestia afectada para sugerir la exigencia obsesiva de su empresa que no deja de ser una coartada –la otra es La valija de Frankenstein–, para como El último lector de Ricardo Piglia, contar una historia amotinada de la literatura a través de un talismán, hacer una contra- enciclopedia universal con la forma de una colección argentina, porque es aquí donde escribe aunque él no se ponga fronteras, y que, como siempre habrá una pieza que falta, será también conjuro de la muerte. Gusmán encuentra moscas lectoras, moscas escritura, moscas interrupción, moscas de la memoria, gramaticales y hasta políticas “Las moscas sartreanas son políticas –escribe– Las moscas de Masotta son políticas también, pero vuelan para otro lado”.
Y sí, los insectos pueden ser políticos desde que el almirante Chamorro, en las noches de la Escuela Mecánica de la Armada reuniera a los prisioneros para que lo vieran ordenarle a un subordinado sacar a pasear a un grillo ignorando o no que, desde la existencia de Pinocho, se trata de una representación de la conciencia.
YO FRANKRISTINA (PERSONAL)
Años 70. Mi casa natal. Yo estoy en cama, enferma y Luis Gusmán, a mi lado, me lee fragmentos de lo que después será El frasquito. Debe hacer frío, él no se ha sacado el sobretodo y yo llevo una boina. Estamos inaugurando poses de autor. El sobretodo es realista pero la boina ya cita a la Alfonsina del Tortoni, en todo caso me enmarca feamente las orejas pero con un sentido: yo entonces era más lectora por lo que oía que por lo que leía, afirmación que le había oído a Juliette Greco (Juliette Greco usaba boina) cuando contaba cuanto había orejeado en las caves existencialistas. Frankenstein también aprendió a leer por los oídos. Luego de huir del laboratorio en el que fue animado, se refugia en el cobertizo de la familia De Lacey. En la casa, un joven llamado Felix le enseña francés a una joven árabe, Safie, leyéndole en voz alta Las ruinas de Palmira (Meditaciones sobre las revoluciones de los Imperios) de Volney. Las explicaciones son detalladas y Frankenstein, que escucha desde el cobertizo, inteligente. La generosidad y justicia de Gusmán para hacer de La Criatura un lector y, en principio, un lector de oídas me autoriza, para hablar de los tres al hilo, a la identificación y a tomar como divisa la frase del monstruo luego de encontrar la valija de cuero en el bosque con la enigmática selección de tres libros: Las desventuras del joven Werther de Goethe, un tomo de Vidas paralelas de Plutarco y El paraíso perdido de Milton. Cito: “Solía remitir las diversas situaciones a la mía, porque me impresionaba el parecido” En realidad dos divisas: “En el curso de mi lectura iba efectuando numerosas comparaciones con mis propios sentimientos y mi triste situación. Encontraba muchos puntos en común, y, a la vez, curiosamente distintos, entre mí mismo y los personajes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones era observador”.
¿Acaso yo no escribo, como suelo jactarme, usando los huesos de mis osarios, las salas de disección y los mataderos llamados archivos para insuflar vida a nuevas criaturas como estoy haciendo en honor al tema, en este mismo momento? Es decir, me estoy esforzando con una bibliografía no solo propia sino más pedestre por imitar el espíritu de mezcolanza elogiado por Gusmán en la obra de Leónidas Lamborghini pero más pomposamente descripto por Percy Shelley en su prólogo a Frankenstein de 1831:
“Me esforcé, pues, por preservar la verdad de los fundamentos de la naturaleza humana pero no tuve escrúpulos al innovar sus combinaciones. La Ilíada, la poesía trágica; Shakespeare en La tempestad y en Sueño de una noche de verano, y más especialmente Milton en El paraíso perdido...”. Y la conclusión de Gusmán es: “Y qué otra cosa es Frankestein sino una combinación, y qué otra cosa es la literatura sino la innovación de ciertas combinaciones”.
Yo no creo que innovo, pero mezclo y además ¿no crecí con la resonancia inquietante de la palabra “laboratorio” que nombraba el lugar donde mi madre, química como el doctor Frankenstein, me mostraba cómo hacía de dos líquidos transparentes uno rojo, prueba inocente ya que su privilegiado objeto de experimentación era yo, su Criatura? ¿No viví en carne propia los efectos alucinatorios de la valija de Frankenstein?
Digresión: yo estaba en una isla del Tigre, noche cerrada. Lejos de los tiempos en que las descargas eléctricas sorprendían moviendo miembros muertos, quise enchufar una batidora para hacer un postre, hubo un cortocircuito y se cortó la luz. En la solitaria cabaña (lamento esta vaga rima) soplaba un viento helado como en la villa Diodati en donde Mary Shelley, Lord Byron, John Polidori y Percy Shelley apostaron a escribir una novela gótica. Se desató tormenta. A través de las cortinas de voile entreveía los relámpagos, los rayos me hacían respingar en la cama donde, llevada por La valija de y porque me gustan los desafíos, me puse a leer Frankenstein en el celular, sí en el celular (como Mary Shelley estoy en onda con los conocimientos de mi época). Del cobertizo llegaban sonidos inexplicables. Quedé aterrada y hasta creí ver a través de las cortinas el rostro terrible de La Criatura. Fin de la digresión.
En La valija de Frankenstein, Gusmán persigue por el mundo las valijas literarias: la que Walter Benjamin arrastra de París a Moscú cargada de juguetes, entre ellos una muñeca de cartón piedra, la de los manuscritos perdidos de Hemingway y de Dylan Thomas (abollada, con el asa atada a un cordel), la valija portafolio del Che prisionero en Bolivia, la valija neceser en un texto de Macedonio (El neceser del escruchante). Pero ¿por qué un hombre que suele hablar solo con letras de tango como Gusmán, dejó afuera de su colección literaria de valijas la que figura en el verso “Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta ¡las trenzas de mi china y el corazón de él!”. ¿Acaso por la presencia rebuscada de la palabra “maleta” en un tango? ¿Porque el corazón no era el de Percy Shelley? ¿Por temor a ser acusado por las feministas de apología del femicidio? ¿Y qué hay de la ausencia de los valijeros de la plaza Lavalle que, hasta hace unos años, usaban sus valijas para tapar sus erecciones mientras veían cine porno a la hora del almuerzo de sus oficinas? ¿O es que de sexo siempre me tengo que ocupar yo?
Hay en La valija de Frankestein un homenaje latente al lector laico, al que no fue a la universidad. Si la valija puede conectar con la bodega, en esa librería argentina que Héctor Libertella inventa en La literatura amotinada: también ya edita un gusto, es decir selecciona en su caprichosa condensación de libros, nuestro deseo de leer y como leer libre de toda institución.
En las traducciones de Frankenstein que consulté en mi celular no se habla de “valija” sino de “bolsa”. Entiendo la fealdad de la palabra, las resonancias infantiles del viejo de, la novela de Julián Martel y la trabajada disyuntiva lacaneana de “la bolsa o la vida” pero si para Gusmán la literatura es la “innovación de ciertas combinaciones”, para mí la literatura es la posibilidad de que se pueda cambiar “bolsa” por “valija” sin faltar a la verdad.
En los tres al hilo de Gusmán se afantasma la figura de Ricardo Piglia aunque ese nombre propio tenga su espacio delimitado en La literatura amotinada, por su persecución de un leimotiv, su lectura en yunta para un complot mediante el que los muertos vuelven a la vida en pedazos capaces de reanimarse en una nueva Criatura que, constante y valiente como una mosca, logre despertar hasta la inquietud a nuevos lectores.