Aunque suene extraño, solamente desde hace algunos cientos de años la especie se acostumbró a vivir sin dioses. Tradicionalmente siempre existió un “más allá”, pero actualmente sólo queda un “más acá”. Una realidad estrictamente material, apremiante, cada vez más en estado de fuga. Los ángeles, el alma y todas las otras especulaciones eclesiásticas quedaron enterradas, expulsadas de la imaginación; sobreviven tímidamente como material muerto de estudio erudito. Sin embargo, cambian las formas pero las mañas se repiten misteriosa y obsesivamente y, a la distancia, el humano parece un animal condenado para siempre a creer en algo.
Roberto Calasso advierte que el secularismo contemporáneo, cuya principal característica es su inconsistencia, es, entre todas las religiones, “la primera que no se dirige a entidades externas, sino a sí misma, en cuanto a visión justa y última de las cosas cómo son o cómo deberían ser”. Para el autor, el trazo de la secularización desembocó en una inversión: la religión oficial pasó a ser la religión de la sociedad.
“Todo está permitido, excepto dudar del Hombre. Con eso no se puede bromear”, escribía Celine, hacia 1934. El misticismo nunca llega a extinguirse del todo, la liturgia sobrevive con fuerza y bajo nuevos rostros. Liberada de Dios, la sociedad secular inventó una nueva y autosuficiente forma de fe que cree más en sí misma que en cualquier otra cosa, “se reveló ágil e ingeniosa en la absorción, en su seno, y bajo falsas vestiduras, de esas potencias que acababa de expulsar”, apunta el autor.
El recorrido va desde el siglo XVIII, cuando los padres fundadores de la secularización –Bentham, Locke y J.S. Mill– encontraron en la utilidad la medida justa para convertir lo existente en una cartografía susceptible de ser cuantificada, hasta hoy, cuando la tecnificación de todos los procedimientos expande el “reino de los autómatas”. Para Calasso, el rasgo central de la inconsistencia secular contemporánea es la negación de lo invisible. La sociedad se rinde a sí misma porque es lo único que puede percibir. La extinción de lo divino sancionó así la preponderancia de la facticidad de un mundo sin ninguna trascendencia. Lo único sagrado que se mantiene en pie es la sociedad misma. Más allá no existe nada.
En la actualidad, las figuras del turista y el terrorista suicida, contrapuestas, expresan la inconsistencia de la época. Las “matanzas aisladas, ubicuas, crónicas, cada vez más aleatorias”, que buscan “concentrar el odio en un punto, y mejor si está lleno de vida”, exponen una nueva encarnación del sacrificio, en donde la víctima se define por su inocencia y la casualidad de justo haber pasado en mala hora por un lugar muy transitado. Para el autor, no es casual que, a finales de la década del 90, la explosión de la pornografía en la red haya coincidido con el ascenso de una nueva modalidad de terrorismo islámico que prefiere atacar puntos de recreación y turismo, convirtiendo los escenarios más inocentes en un paisaje macabro. Mientras se expande el turismo global, con sus puntos de peregrinación y una tendencia hacia la homogeneización, el terrorismo islámico, por su parte, expone la fragilidad del mundo, el acecho de la casualidad, como para recordar que sí existen fuerzas exteriores a lo humano inconsistente. “Hacia falta que la sociedad llegara a sentirse autosuficiente y soberana para que la casualidad se presentase como su principal antagonista y perseguidora”, apunta el autor.
Mientras que durante miles de años la fe estuvo dirigida hacia una entidad exterior a los asuntos humanos, a partir de la modernidad esa energía psíquica se concentró sobre sí misma. La caída del cristianismo dejó un pedestal vacío que fue ocupado con prisa por el hombre y sus nuevos inventos: el estado, el comercio, la ciencia. De todos esos nuevos hallazgos, el más duradero, aquel que tomó el rango incuestionable que solamente estaba reservado para las deidades, fue finalmente la propia sociedad. Nació así una nueva religiosidad que al no asumirse como tal se volvió peligrosa de diferente manera. Muerto Dios, la mujer y el hombre se convierten en paseantes desatentos, turistas, acostumbrados a sentirse los últimos de su estirpe; sin deudas con el futuro, ni con el pasado. “Los conflictos de la sociedad ya no tienen como objeto algo que esté fuera y por encima de ella, sino a la sociedad misma. Esto es, ante todo, una vasta superficie sobre la que intervenir, un laboratorio en el que las fuerzas opuestas tratan de arrancarse mutuamente la dirección de los experimentos”. Se trata de un camino de autointensificación de las experiencias que coquetea con la muerte, y a la vez un plan eterno y autoimpuesto de mejoramiento y persecución de la felicidad. Un alivio y también una pesadilla.
Antes de escaparse, en 1933, Walter Benjamin escribe que Alemania se había convertido en un país “en el que, al mirar a cualquiera, los ojos se fijan en las solapas de la chaqueta, prefiriendo no mirar ya a nadie a la cara”. Más adelante, ya exiliado y acorralado, recibe noticias sobre cómo la Sociedad Vienesa del Gas estaba cortando el suministro a las familias judías, que ante la inminente deportación a los campos dejaban la llaves abiertas para suicidarse. En esta segunda parte de su ensayo, Calasso ordena cronológicamente una telaraña de citas de diversos autores que estaban en Alemania durante aquellos, entre 1933 y 1939: Junger, Simenon, Curzio Malaparte, Vasili Grossman, Benjamin, Woolf, Celine, Joseph Roth, Zweig, Strindberg, Beckett. Los testimonios, que oscilan entre la indiferencia, la justificación y el horror, conforman un collage de citas que describe como una sociedad secular, moderna, cava su propia fosa cuando no existe ningún marco de referencia que no sea su propia organicidad. Calasso escribe: “El horror que se estaba perfilando, el nuevo horror, no era solo del totalitarismo, término eufemístico, delimitación provisional. El horror no era solo cierta forma de sociedad, sino la sociedad misma en cuanto finalmente se reconocía autosuficiente, soberana y devoradora bajo cualquier forma”. La conclusión, paradojal, es que la secularización sentó las bases para un nuevo tipo barbarie basada en el credo de la organicidad de la sociedad, su pureza. La religión de la sociedad, antropófaga, tarde o temprano desemboca en tragedia.
La actualidad innombrable
Roberto Calasso
173 páginas
Anagrama