Desde que lo expulsaron del colegio por interrumpir a los profesores con preguntas provocadoras y fumar en clase, se deja estar en su cuarto, envuelto en nubes de incienso. Lleva el pelo por los hombros y un anillo de amatista en su mano derecha. John Cheever tiene 18 años. Hay que tener esa imagen presente al abrir Fall River: Trece cuentos no reunidos que permanecieron inéditos hasta que la viuda de John Cheever decidió publicarlos en 1987, cinco años después de la muerte del escritor. 

Estos cuentos que Cheveer dejó afuera de su primera recopilación The way some people live en 1943 y de las subsiguientes, abarcan el lapso de tiempo de la adolescencia hasta sus treinta, vale decir cuando John Cheever aún no era el escritor estrella del The New Yorker  “infiltrado en la clase media” como él mismo se definió, ni el padre de familia torturado. Por esos tiempos no tenía dirección fija, alternaba su casa familiar en Quincy con estadías esporádicas en departamentuchos de alquiler en Boston, Nueva York y Saratoga generalmente sin dinero y salvo compañías ocasionales, solo. 

“Fall River” es el relato que abre y da nombre al bello rescate de Ediciones Godot  (anteriormente este mismo libro había sido editado en España como El hombre al que amo). Este cuento fue escrito inmediatamente a continuación del primero y legendario “Expulsado” (inspirado en aquel hecho real) y que apareció en The New Republic, cuando Cheever tenía 18 años. Su editor, Malcom Cowley, dijo en una entrevista 60 años después: “Sentí que estaba escuchando por primera vez la voz de una nueva generación”. 

“Fall River” tiene un comienzo bien a lo Hemingway, a quien el joven Cheveer buscaba copiar abiertamente. Pero también su marca: el detalle extraño bañado de un sombrío lirismo.  “Hacía dos años que la gente lo sabía, pero en el invierno fue obvio. La hilandería estaba parada y las grandes ruedas yacían inmóviles contra los techos”. Lo que se describe es un pueblo fabril caído en desgracia por la crisis del 29. Cheever hizo dedo hasta aquél pueblo al sur de Boston –Fall River– que sirvió de inspiración al relato que publicó The left, una revista anticapitalista aparecida durante la Depresión. 

Los cuentos siguientes, “Concurrencia tardía” y “Cerveza negra y cebollas rojas” giran en torno a una viuda de guerra que regentea una pensión en el campo. A pesar de sus aires principiantes, ambos relatos aparecieron en prestigiosas revistas, y adentraron a la joven promesa de 19 años, en el Manhattan literario donde conoció a Edmund Wilson, John Dos Passos y Sherwood Anderson, entre otros. 

Mientras tanto en Quincy –donde Cheever había nacido en 1912– la vieja casona de familiar era ya un recuerdo de tiempos mejores: además de venida a menos, estaba a punto de ser rematada por el banco. El padre de Cheever ya no vendía zapatos y se hundía cada vez más en el alcohol. Su madre, fóbica y distante, había abierto una tienda de objetos usados donde vendía los muebles de la familia. 

Esa época es retratada  en los dos cuentos más bellos y emotivos del libro. “Autobiografía de un viajante” es una pintura magistral de lo que el capitalismo puede hacer en la vida de las personas a partir de la historia de un simple vendedor. En “De paso”, un hijo regresa al hogar que está a punto de ser demolido para un emprendimiento inmobiliario (como terminó pasando en la vida real). Dice el narrador: “Nunca has conocido otra cosa que lo que es ser pobre. Y probablemente hayas aprendido que no hay mayor poder que el del dinero – inexpresablemente mayor, para ser románticos, que el amor o la muerte–  y que nunca vas a tener dinero en este mundo podrido y que nunca tendrás poder”. 

Frente a este creciente deterioro, su hermano Fred se lo lleva a vivir a Boston y este hecho, será la punta del ovillo de “un amor estéril y perverso” como definió alguna vez Cheever a esa relación. La manera que encuentra el incipiente escritor de dejar atrás el lastre familiar, es logrando que lo acepten en la colonia artística de Yaddo donde volverá en diversas ocasiones cuando no tenga de qué vivir. Incluso algunas veces cambiará su estadía a condición de encargarse del mantenimiento de la casa. Allí escribió por ejemplo, “Su joven esposa”, un triángulo amoroso con el telón de fondo de las carreras de caballos  por el que Collier´s pagó 500 dólares, permitiéndole a Cheever sacar la cabeza afuera al menos por un tiempo.  

“Saratoga” (una pareja que hace la promesa de dejar las apuestas de caballos y llevar una vida como todo el mundo) y “El hombre al que amaba” (una madre quiere casar a la hija con un hombre rico pero ella se enamora de un jugador) también transcurren en el ambiente del hipódromo. Pero más allá del escenario que también tenía que ver con sitios frecuentados por Cheever, se advierte claramente el viraje que va produciéndose en su escritura: la prosa se vuelve colorida y teñida de cierta sensibilidad nostálgica. Lo mismo sucede con “Cena en familia” (una pareja finge seguir junta ante los padres de ella) y “La oportunidad” (una chica logra ser más que lo que su madre apuesta por ella) donde ya se revelan la visión irónica de Cheever sobre la estrechez del mundo. Y un gran simbolismo opera de modo inconsciente de tal manera que sólo volviendo atentamente sobre los relatos puede advertirse cuánto de calculado es y con cuánta gracia lo logra. 

“No sé cómo voy a salir adelante si no consigo vender un relato”, le dijo un día desesperado a Cowley que para esa altura ya era su mentor y amigo. El editor le sugirió que acortara los relatos para que fueran aceptados por las revistas. “Mañana intenta escribir una historia de menos de mil palabras”, le dijo y que repitiera lo mismo los días subsiguientes. Resultó. Cheever escribió cuatro cuentos en cuatro días, tres de los cuales logró vender. “Bayonne” (una historia brillante y emotiva sobre una vieja moza que ve amenazada su carrera ante la llegada de otra más joven) es de esa serie. Otro de esos relatos –“Buffalo” (no incluido en este libro)– terminó convirtiéndose en al primero de los 121 relatos que Cheever le venderá a lo largo de su vida al The New Yorker convirtiéndose en “un recluso” como él mismo lo llamó. Tenía tan solo 22 años.

Un día, haciendo cola junto a otros aspirantes por un trabajo, Cheever se descompuso del hambre. Varios de los departamentos en los que vivía no tenían calefacción, así que escribía sobre la máquina con los guantes puestos. “Algún día ganaré dinero y lo que haré será afeitarme cada mañana con una cuchilla nueva y ponerme calcetines limpios todos los días”, cita en una de sus cartas por esos tiempos.

Para terminar de conocerlo o para sumergirse por primera vez en Cheever, Fall River permite asistir desde la primera fila al nacimiento de un escritor único. Y en ese punto, más allá del disfrute de la lectura, tiene valor testimonial.

Fall River: 
Trece cuentos no reunidos
John Cheever
Godot
168 páginas