Kazuo Ishiguro es un escritor versátil aunque eso no significa que sea arriesgado. Versátil y cambiante, no porque se caracterice en hacer un alarde formal con la estructura de sus novelas, o sea tentado, de vez en cuando, por el llamado místico de la experimentación literaria con su mezcla de voces, cambios de estilo, o reinvención de tonos. Más bien intenta, o pretende, explorar, en cada novela nueva, un tema nuevo (o un nuevo mundo, podríamos decir) que, paradójicamente, no deja de entrar en concordancia con sus temas de siempre. Basta echar una ojeada a sus novelas anteriores para entender que, como escritor japonés, Ishiguro es el más inglés de todos: nació en Nagasaki pero apenas a los seis años su familia se mudó a Londres. Su aparición en el panorama de la nueva narrativa inglesa allá por los ‘70 y los ‘80, movimiento (o más bien oportunidad editorial) que aunó en un mismo caldo a Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes, para nombrar a sus exponentes más traducidos, lo puso en órbita con dos libros silenciosos: Pálida luz en las colinas, de título hemingwayiano, sobre la experiencia atómica de Nagasaki y las consecuencias de la guerra en una familia de clase media, y El artista del mundo flotante, que relataba la transición hacia cierta americanización de la cultura japonesa y la tensión entre el pasado y el presente. Después de esas dos novelas donde Ishiguro parecía no solo imponer un tono descriptivo personal (pausado, levemente dilatado, con una condensación maravillosa para las imágenes y las acciones), sorprendió con un éxito de ventas y de premios (ganó el Booker): Los restos del día. ¿Cómo podía ser que un japonés pudiera escribir, en clave de Henry James, tan bien sobre los movimientos de la aristocracia inglesa? Después de ahí, Ishiguro jugó un papel elusivo como escritor.
La crítica se encargó de quejarse: el japonés repatriado inglés escribía una novela de ciencia ficción onírica. No le daba tiempo al éxito del Booker que planteaba un mundo extraño definido con entusiasmo por Frank Kermode como “una novela desconcertante sobre el desconcierto”, que tipos como Murakami se encargaron de reescribir en varias ocasiones. Los inconsolables no gustó a gran parte de sus lectores no porque Ishiguro arriesgara en el plano formal, sino porque no continuaba en la misma senda de historias pequeñas, observaciones acertadas, movimientos leves en la trama. Dejaba entrever una veta onírica, fría y surrealista de sus tramas, con situaciones absurdas y personajes atípicos, algo que reforzó en las menos aclamadas Cuando fuimos huérfanos y Nunca me abandones.
El gigante enterrado viene dar otro el viraje en el mundo flotante de la narrativa de Ishiguro con un fantasy típicamente medieval y europeo, y muy poco japonés o de samurais como las sagas del Heike Monogatari. En su novela, Ishiguro vuelve a la época posterior al reinado del Rey Arturo en una Inglaterra desmemoriada, asediada por bandas sin ley, comarcas asustadas, y caballeros amnésicos. Los britanos y los sajones están divididos, y las aldeas se encuentran desconectadas. Hay una pesada niebla en el ambiente que produce en sus habitantes una especie de amnesia a corto plazo. Beatrice y Axl son dos viejos que deciden emprender un viaje -como narran bien las convenciones del género- en busca de su hijo. Como todo viaje narrativo y medieval, el viaje supone un aprendizaje, con la leve diferencia que quienes tienen que aprender un mensaje oculto son dos ancianos.
El viaje está plagado de estereotipos genéricos: se encuentran con el joven Winstan que quiere cumplir una misión, con el caballero Sir Gawain (los estudiosos de Literatura Medieval recordarán las aventuras del Caballero Verde) quien parece proteger la vida de un dragón hembra, unos monjes más cercanos a las costumbres sectarias, orcos enfermos que enferman, sobrevuela la sombra errante de Merlín y una cofradía de soldados al mando de Lord Brennus se prepara para un dilatado ataque. Cualquier fanático de Game of Thrones (o de Tolkien, vaya el caso) podría esperar enfrentamientos, guerras, peleas sangrientas, y en las últimas revueltas que ha tenido el género, orgías y grandes dosis de misoginia. Pero Ishiguro se para en la vereda de Ursula K. Le Guin y del genio de Gene Wolfe; retrasa la acción con su prosa lenta (la novela podría tener cien páginas menos, de todos modos, se entiende que la voluntad de sobre explicar las acciones en los diálogos refiere a un tipo de literatura arcaica, pero vivimos en el siglo XXI), y de a poco, esa niebla que oscurece las acciones futuras sobre un pasado incierto, va revelando otras metáforas: un “matrimonio” infeliz, adulterios, infelicidad, vejez y olvido. Temas que Ishiguro, en su afán novelístico por abarcar y explorar distintos géneros, no se ha cansado de analizar.