Quien recuerde el afiche de Lazzaro Felice no podrá borrar de la memoria la mirada del protagonista retratada en un cuadro impresionista con un lobo atravesado entre las piernas. Se trata de un chico vestido con camiseta blanca, las manos dispuestas delante del cuerpo, las palmas hacia dentro. Es una mirada que parece hueca, blanca. Distinta a las miradas esquivas y perdidas de los campesinos hambrientos, sucios y sudorosos con los que abre la película de Alice Rohrwacher, que, agrupados en el medio de la noche con media copa de jerez y un poco de pan duro, festejan el casamiento de dos miembros de esta colectividad fantasma y aislada, entre bombitas flotantes, cuartos oscuros y paredes de adobe.
El actor de los ojos gigantes se llama Adriano Tardiolo y no es actor. Alice Rohrwacher, directora de Lazzaro Felice, literalmente “lo encontró” de casualidad mientras hacía una serie de castings en una Universidad de Orvieto. Tardiolo estudiaba economía. No se había postulado ni anotado para el casting, tampoco estaba interesado en cine y nunca se había planteado hacer un curso de actuación. Con el correr de los días, Adriano se fue convirtiendo lentamente en Lazzaro, el personaje principal de la tercera película de Alice Rohrwacher, la nueva y joven esperanza del cine italiano nacida en 1981 en la Toscana.
De madre italiana y padre alemán, Alice Rohrwacher se crió en la provincia de Terni, en la región central de Italia. Pasó gran parte de su infancia viviendo las penurias económicas de su padre, un apicultor obstinado por la producción a pequeña escala, la vida pequeña y el paisaje rural. Alice Rohrwacher viajó a Turín en donde estudió Filosofía y Literatura y terminó haciendo un posgrado en guión cinematográfico. Corpo Celeste fue su primer película estrenada en el año 2011, en el Festival de Cannes para el Camera d’Or, en donde narra la problemática de una niña en el camino hacia la confirmación cristiana, una mezcla lograda entre fábula cristiana y naturalismo pastoril. Pocos años después, Rohrwacher echaría mano a su pre adolescencia rural con Las Maravillas, con un padre apicultor y una feria de atracciones que despierta anhelos en la protagonista, estrenada también en Cannes en el 2013 con la que ganó el Grand Prix.
Con su segunda película, Rohrwacher obtuvo un pasaporte directo a un próximo proyecto. No esperaba que Martin Scorsese se encontraría entre los productores ejecutivos, una vez que el largo tuviera sus primeras proyecciones, ni que Netflix, el monopolio del streaming, obtendría los derechos de distribución después de que la película ganara el premio a mejor guión en Cannes. La idea de Lazzaro Felice apareció cuando Rohrwacher se topó con una noticia en la viñeta de un matutino. La noticia parecía irreal: en el interior profundo del sur de Italia, una familia aristocrática de las viejas plantaciones de tabaco mantenía en condiciones de esclavitud a familias enteras de campesinos. Detenida en el tiempo, el marquesado las embaucaba con un sistema medieval de pagos y préstamos internos obligándolos a trabajar gratis con el fin de saldar sus deudas.
Ante una noticia con tintes surrealistas, para lo que se espera del primer mundo, Alice Rohrwacher dobló la apuesta. Instaló en el centro de esa historia a un personaje tan irreal como la materia con la que se nutre. Ese personaje es Lazzaro. Un chico que parece joven, con cara angelical que puede estar cerca de la treintena o ser inmortal. No tiene madre ni padre, o al menos se los desconoce, y carece de toda maldad. Cuando no está refugiado tomando café en su cueva en un barranco, trabaja sin descanso, mucho más que el resto de los campesinos que intentan salir sin saber cómo del marquesado llamado Inviolata. Al mismo tiempo, se aprovechan de la bondad irreal de Lazzaro que les refleja su maldad y su complejidad, como en una performance de Marina Abramovic. Lazzaro Felice cuenta una fábula pastoril en tiempos de banqueros y fábricas que ajustan. Retrata una vieja historia que se actualiza, se vuelve presente; cómo un amplio sector social, al buscar amparo en una ciudad moderna, encuentra su lugar en los márgenes. Lo que rodea a la ciudad es el espacio natural para quienes llegan del campo. Opone dos mundos de corte neorrealista, el campo y la ciudad. En la transición anacrónica de un mundo hacia el otro, está la mirada mágica de Rohrwacher que tiñe a su relato de un mensaje amargo y contradictorio, complejo y asfixiante.
“Si no podemos viajar en el tiempo con las películas no lo podremos hacer de otro modo” dijo la directora en la ronda de prensa en el último festival de Cannes, con gran repercusión de público y de crítica. La frase de Rohrwacher alude por supuesto al elemento fantástico, bíblico, que opera en Lazzaro Felice y parte al medio la película ofreciendo dos caras del mismo reflejo. Pero hay también un viaje cinematográfico hacia el corazón mismo de la tradición italiana. Los ecos saltan a la vista, un aire de neorrealismo, reforzado por la emulsión del 16 milímetros que tiñe a la película de Rohrwacher de un tono anacrónico y nostálgico. Desde las consabidas viñetas de los campesinos de Roberto Rossellini en Paisá, hasta el humanismo de Ermanno Olmi y el realismo utópico de los hermanos Taviani, sobre todo en dos películas célebres, Kaos (basada en cuentos de Luigi Pirandello) y Padre Padroni. En ambos casos, el realismo se ve quebrado por irrupciones fantásticas y ensoñadas que abren el horizonte acotado de los personajes, acorralados por el trabajo y el hambre, las guerras y los desastres naturales. Pero el Lazzaro de Rohrwacher le debe su carnadura a Totó, protagonista angelical de Milagro en Milán de Vittorio de Sica, suerte de enviado de Jesús para los pobres, cuya falta de maldad va dejando un camino de bondad que finaliza en una bella imagen de realismo mágico.
Se le podría criticar a la película de Rohrwacher justamente lo que la película propone. Esa mirada añosa e idealizada, humanista e infantil, de la vida en el campo; una mirada estereotipada y obtusa, sobre todo en las clases altas, e incluso en los elementos fantásticos y en su realismo mágico, que, en tiempos de agitación política, hubiera sido vituperado por el público, del mismo modo en que el final de Milagro en Milán fue criticado en 1951 por el partido comunista italiano por su alegoría cristiana y su ingenuidad crítica. Hoy, en cambio, esos mismos elementos generan una curiosa atracción, sobre todo en un público acostumbrado al on demand. El refuerzo de los valores morales y cinematográficos del viejo cine italiano de los 50 y 60 operan sobre nuestro presente de un modo distinto. Nos indican que el cine quizás todavía mantenga en su naturaleza un sustrato humanista, algo que decir sobre el avance tecnológico y las relaciones humanas; una forma bella y arcaica de transformarse en un mensaje moral acerca del estrecho presente que nos vuelve cada día menos felices.