Corría marzo de 1976 y tras haber repetido por vagancia extrema el 2º año en el prestigioso Colegio Nacional “Rafael Hernández”, de La Plata, me dispuse a iniciar el ciclo lectivo en medio de una novedad: anticipándose a la pulcritud y el orden que vendría a proclamar pocos días después el denominado Proceso de Reorganización Nacional, las autoridades del colegio habían dispuesto que todos los alumnos deberían vestir uniforme.
Fue así que Ofelia partió rauda a comprar el saco azul, el pantalón gris, un par de camisas blancas y la corbata que lucí sólo unos pocos días. En plena rebelión adolescente, le anuncié a mi madre que dejaba el colegio. La pobre vieja derramó sus lágrimas y rápidamente derivó mi expediente para que lo analizara Ricardo. Expeditivo como de costumbre, mi padre sentenció: “si no vas más a la escuela, hoy mismo comenzás a trabajar conmigo en la verdulería”.
Ok, quedamos así. En realidad, todos mis hermanos y yo ya realizábamos tareas en la verdulería “La Esperanza”, pero el flamante régimen laboral anunciado por Ricardo incluía levantarse a la 3 de la mañana para ir al mercado y permanecer tras el mostrador en el doble turno de los empleados de comercio. Eso sí, con una paga acorde al convenio vigente.
Tenía 15 años, y con la omnipotencia de la edad, daba inicio a mi insurrección contra el opresor sistema educativo. Tres añitos duró la sublevación. Cansado de los bestiales madrugones invernales y de la rutina laboral, un rapto de lucidez atravesó mi raciocinio para informarme que, a los 18 años, aún estaba a tiempo de, al menos, completar el secundario.
Y ahí estaba “la nocturna” esperándome, abriéndome las puertas de lo desconocido, de un porvenir más venturoso que el que me aseguraban las lechugas y las manzanas. Retomar la secundaria representaba el trampolín a una vida diferente, a la conformación de una identidad.
En el viejo edificio de la diagonal 78, entre 57 y 5, el Colegio Nacional “Benito Lynch” me habilitó el paso en el sendero del aprendizaje, del conocimiento y en la construcción de relaciones interpersonales. Por las mañanas seguía colaborando con mi viejo en la verdulería, y pasaditas las 18 y hasta cerca de las 23, las aulas del “Benito” me cobijaban junto a otros jóvenes trabajadores que pugnaban por recuperar el tiempo escolar perdido.
Cómo olvidar a “El Manso”, que pasaba todo el día vendiendo garrapiñadas en Plaza San Martín, y muchas veces caía vencido por el sueño sobre el pupitre. O a Taisuke y Taisaku, los hermanos japoneses que sudaban la gota gorda en lengua y literatura pero descollaban en matemática y física. Gracias a la escuela pública nocturna en la que cayeron, hoy son médico y cineasta.
Ahí estaba Daniel, que por entonces ya fatigaba los parches y hoy es un eximio baterista de jazz y docente de música. Carlitos ya despuntaba sus dotes de orador, que hoy pone en práctica en la política platense. Marcelo, mi compañero de banco, hacía gala de la sobriedad que lo acompañó en su trayectoria en el sistema de salud bonaerense.
Recuerdo con admiración a una señora de 78 años que culminó el bachillerato en el ‘83 junto a nosotros, una camada de adolescentes y jóvenes bullangueros en medio del regreso de la democracia. Su plan no era el de ingresar a la universidad tal como alguno de nosotros soñaba: terminar la secundaria a su edad era el desafío de la realización personal al que había podido encaramarse gracias a “la nocturna”.
Viviana destilaba la sencillez y bonhomía de la chica de barrio, la misma candidez con la que hoy insiste en juntar a sus compañeros de promoción en reuniones festivas en las que se evoca aquel pasado juvenil y descontracturado, en medio de este presente horroroso. Casi no concurro a esos encuentros, donde aquello que fuimos se debate irremediablemente con esto que hoy somos.
Y así como las aulas contenían nuestros esfuerzos en noches heladas, ahí también estaban los docentes que el frente de la clase, y a pura vocación, la remaban para encauzarnos seguramente con bajos salarios. Balario y Dragonetti, profes de matemáticas; Pflüger, la severa docente de física y química que con su diminuto cuerpecito infundía un respeto reverencial; Montelongo, la uruguaya que había dejado los hábitos de monja para enseñar castellano, y aquella profesora de geografía cuyo nombre extravié y que me introdujo para siempre en los vericuetos de la geopolítica, dejaron marcas que de tanto en tanto emergen a modo de enseñanzas en situaciones cotidianas.
Pero resulta que ahora, uno de los discípulos predilectos del saqueador presidencial decreta la desaparición de 14 escuelas nocturnas en la CABA; la reducción de cursos en otras nueve escuelas para adultos; la anulación de la inscripción para los primeros años del ciclo lectivo 2019 y la reducción de la cantidad de matrículas en nueve liceos y bachilleratos nocturnos. En la señal TN, la ministra de Educación porteña, Soledad Acuña –que reconoce no ser docente–, celebra la medida mientras es vapuleada al aire por el mismísimo Nelson Castro. Fácil es imaginar que si la medida no es retrotraída por la resistencia de docentes y alumnos, el modelo será exportado a las demás jurisdicciones en las que gobierna el macrismo.
La matriz ideológica que recorre las gestiones de la Nación, la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires no exhibe fisuras ni deshilachamientos. Pese a los esporádicos intentos de diferenciación que ensaya la gobernadora María Eugenia Vidal, ella también promovió el cierre de bachilleratos para adultos en escuelas públicas bonaerenses y buscó cerrar las escuelas primarias en el Delta.
Cuando creemos que se ha alcanzado el límite de lo tolerable, la dirigencia de Cambiemos sube la vara y va por más recortes a los derechos que la sociedad argentina tenía asumidos e internalizados como parte de su patrimonio inmaterial. En el contexto del saqueo sistemático a las fuerzas productivas de la Nación y la consecuente miseria planificada, el ataque a la educación resultaba indispensable para impedir la formación de las nuevas generaciones. Por algo aniquilaron de un plumazo el “Conectar Igualdad”, dejando así a millones de pibes sin las computadoras que los vinculaban al globalizado mundo de la información.
Difícilmente exista a nivel planetario una administración que llega al gobierno prometiendo la apertura de 3000 jardines de infantes y al cabo de tres años de gestión cierra escuelas. No es que se les exija la culminación de los 3000, 500, 100 o al menos una decena de los anunciados. Pero muchachos, ¡construyan uno, por favor! Y de paso, pongan en marcha los hospitales que recibieron de la gestión anterior, llave en mano, en los municipios del conurbano cuyos pobladores más los necesitan.
¿Qué futuro enfrentarán ahora los jóvenes trabajadores que se quedarán sin escuelas para terminar la secundaria? ¿Cuál será la suerte laboral de los docentes sin aulas? ¿Qué otra cosa más que el desprecio por los más necesitados desnudan medidas de esta naturaleza? ¿Cuándo y en qué punto van a parar con las agresiones al pueblo?
A estas alturas, el argumento de que erosionan la escuela pública para migrar clientes hacia la privada ya no es suficiente. En el fondo –y en la superficie– con estas medidas lo que muestran es su linaje oligárquico, sus privilegios de clase, su vocación por permanecer en la cima de la pirámide social empujando hacia el precipicio los sueños de los más débiles.
“La nocturna” fue la escenografía de mis luchas juveniles en el reverdecer democrático. Desde “la nocturna” salimos a tirar piedras en Plaza de Mayo la indignante noche del 14 de junio de 1982, cuando la miserable Junta Militar anunció la rendición en Malvinas. “La nocturna” me allanó la ruta hacia la universidad pública y gratuita, esa misma que hoy desangran a fuerza de recortes presupuestarios.
“La nocturna” me enseñó para siempre que –esfuerzo mediante–, el trabajo y el estudio podían armonizarse de modo virtuoso para moldear un destino de vida.
Siempre cuando, claro, no se crucen en la tuya los infames arrebatadores del futuro colectivo.
Javier Biasotti: Periodista.