“De la crítica a su obra literaria habrá quien se haga cargo, con mérito o no para la tarea”, escribió José María Pasquini Durán en el número de Radar que apareció cuatro días después de la muerte de Osvaldo Soriano. “No tengo dudas, sin embargo, de que sus historias serán leídas en el futuro por sucesivas generaciones con el mismo encanto con que las recibieron muchísimos lectores en los últimos veinte años –seguía Pasquini–. Aun sus críticos más severos tendrán que aceptar que hay un estilo Soriano, que ocurre cuando cualquiera puede leer sin la firma del autor y reconocerlo como suyo. Al mismo tiempo, esas historias son las mismas que podrían contar millones de personas. En esa identificación, en sus pasiones sencillas, populares, podría encontrarse alguna razón profunda para que tuviera no solo la fama literaria merecida, vendiera más libros que la mayoría de sus contemporáneos en el país, o cautivara a italianos, húngaros, españoles y quién sabe cuánta otra gente de geografías distantes. Soriano era popular como si hubiera sido cantante, actor o animador de televisión”.
Se cumplen veinte años hoy desde la muerte de Soriano y parece claro que subsisten, de diversos modos, las huellas de su presencia. Están en el ADN o el espíritu de este diario, por empezar, porque el tono que sin dudas le imprimió a Página/12 desde su fundación busca mantenerse en el sesgo contestatario a los grandes poderes, en la búsqueda de la igualdad y la justicia, en la defensa de los derechos humanos, en cierto talante romántico, en el desacartonamiento y el humor, en la vocación por develar y contar, en la reivindicación de la lectura y la escritura, en la mirada aguda y sentida del país y sus relaciones con el mundo. Y claro que se extrañan los textos que pudo haber escrito (tenía nomás 54 años cuando murió), la pasión y el entusiasmo que le ponía a sus descubrimientos, la fluidez con la que podía contar del liberalismo, de Dumas o de Rosas, de Belgrano o de Maradona, de Gostanián o de Tyson, de su padre real o imaginario, de Cortázar, Stalin o de sus visiones del peronismo a través del tiempo. Señalaba Pasquini en esa despedida que aquí como en Italia los diarios de mayor tirada le hicieron muy buenas ofertas para contratarlo y que prefirió seguir escribiendo en Il Manifesto y en Página. “Desconfiaba de los grandes medios porque creía que mientras mayores fueran los intereses que defendían, más grandes serían las posibilidades de que le pusieran algún límite a la libertad de sus opiniones”, escribe Pasquini. Se conocían desde comienzos de los ‘70, habían coincidido en varios medios y se habían prometido que el primero que muriera escribiría el texto post mortem del otro. Las contratapas de Soriano, sus distintas vertientes, son un clásico. ¡El festín que se habría hecho con el macrismo! Uno casi que puede escuchar al corresponsal del Créase o no describiéndole al editor que lo llama por teléfono lo de la grasa militante y las dos pizzas de Prat Gay, esto de “la creatividad política” de Elisa Carrió, la precisa delicadeza de Aranguren, la comprensión que implora Triaca para los empresarios que despiden, la pericia de Michetti en el manejo del Senado y en las operaciones de la Fundación Suma, nombre incluido, la efectividad rezadora del pastor Giménez Bergman para apagar incendios, las increíbles aventuras del ingeniero Panamá. Con el globo que está inflando la criatura ya se intuye, otra vez, el paisaje en descomposición de Una sombra ya pronto serás, ese fresco de los comienzos del menemismo que a la vez preanunciaba la hecatombe Alianza-De la Rúa.
Aunque muchos escritores y periodistas reivindican y siguen ponderando su narrativa, también subsisten algunos autores, intelectuales y críticos a quienes les caía y sigue cayendo mal su obra y/o él mismo: son elocuentes, al respecto, cada tanto, textos y declaraciones. Es elocuente, también, la invisibilización de su obra en análisis literarios de algunas épocas; pero no en todos, por supuesto, y es notable a la vez la cantidad y diversidad de ensayos y tesis sobre sus libros que brotan en distintos ámbitos universitarios del país y también en Francia, Chile, Canadá, España, Italia, Brasil, largo etcétera. Cuando Soriano murió, en 1997, toda su obra era manejada en el continente por la editorial Norma, que en ese momento empezó a ir para atrás y en consecuencia no fue eficaz en su circulación. En 2003, por iniciativa y edición de Juan Forn y en editorial Seix Barral, dirigida por Alberto Díaz, comenzaron a reeditarse todos sus libros. A propósito de lo elocuente o significativo, un dato: entre comienzos de 2004 y fines de 2016 la editorial vendió 412.200 libros de Soriano. La cuenta da 31.707 libros y algunas páginas decimales al año. Epa: qué sorpresa. Sus textos no están demasiado a la vista, expuestos, en las librerías; no hay campañas o agites publicitarios. Hay un fenómeno profundo ahí, que se sostiene en el tiempo. Sus historias leídas por sucesivas generaciones, como proyectaba Pasquini Durán.
Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno, sus tres primeros libros, son las novelas más requeridas (41.800, 45.600 y 41.500 ejemplares, respectivamente). Alberto Díaz, editor de Soriano desde 2003, se sorprendió con Arqueros, ilusionistas y goleadores, la recopilación de sus relatos futboleros, publicado en 2006: desde entonces la editorial vendió 65.900 volúmenes. Entre las recopilaciones que Soriano publicó en vida la más leída es Rebeldes, soñadores y fugitivos (36.400): el próximo diciembre se cumplen treinta años desde la aparición de este libro, publicado por Editora/12 el mismo año en que se fundó este diario. Anota Pasquini en aquel artículo que desde los primeros borradores hasta el final el diario “era parte de sus sueños”. Página fue el medio en el que se afincó luego de varios tumbos, porque el regreso desde el exilio tuvo sus claroscuros. Hacia el final de la dictadura empezó a publicar algunas columnas en Humor y los libros que había publicado inicialmente en Europa (Una sombra y Cuarteles, que aparecieron inicialmente en italiano, francés y polaco) de repente empezaron a ser, entre fines de 1982 y hasta 1984, los más vendidos en la Argentina. Ya de regreso quiso reeditar de algún modo sus experiencias anteriores, la mítica de Primera Plana y/o la protagónica en el suplemento cultural de La Opinión y convenció a Andrés Cascioli para hacer el semanario El periodista, cuya redacción fue armada casi íntegramente por Soriano, pero a unos días del debut se pelearon y quedó al margen hasta de Humor. Luego intentó reflotar Crisis, pero tras un par de números las diferencias con Vicente Zito Lema fueron cruciales. Formó parte de la cooperativa El Porteño, siguió publicando notas en medios europeos: recién con Página, en 1987, encontró su lugar. Escribe Pasquini Durán: “Con el mismo entusiasmo se alegraba frente a una nota bien escrita o una idea interesante o armaba broncas tremebundas por lo que podía afectar la salud del diario, que no dejó de imaginar con futuro, fuerte y hermoso, aun en los momentos en que otros bajaban los brazos”. Y también: “Ejerció el periodismo antes que la literatura pero nunca lo dejó porque era más que una forma de ganarse la vida, era una vocación profunda, cultivada con ternura, devoción y paciencia de orfebre”.
Es bien interesante el estudio crítico que viene haciendo Rogelio Demarchi con la obra de Soriano. Entiendo que prepara un libro de ensayos que contendrá, imagino, las vertientes en las que está trabajando: las correspondencias e interrogaciones que entrevé en las novelas de Soriano respecto a las de Puig, por ejemplo, y cómo ha operado un sector de la crítica para canonizar a Puig y defenestrar a Soriano. O los grandes temas que desarrolla en cada una de sus novelas: la amistad en Triste, el peronismo en No habrá más penas, los milicos en Cuarteles, la revolución en A sus plantas rendido un león, la decadencia en Una sombra, la conspiración en El ojo de la patria, el origen en La hora sin sombra. O la construcción de un dispositivo mitográfico, plantea, a través del que lee en sus cuatro libros de recopilaciones “al Soriano-periodista y al Soriano-personaje como construcciones ficcionales del Soriano-autor”.
“Fueron los franceses los que, por larga experiencia, adoptaron la católica metáfora del purgatorio”, escribió Soriano en “Cartas”, un texto de 1992 en el que indaga sobre las que se le escriben a los escritores, y sus respuestas. “Según ellos –sigue Soriano–, escritor que muere, obra que desaparece, hasta que al cabo de un largo purgatorio, si de verdad lo merece, entra definitivamente en el paraíso. La regla tiene sus excepciones. Proust no pasó por el purgatorio pero sí Sthendal, Balzac, Flaubert y Maupassant. Entre nosotros Roberto Arlt estuvo tres décadas a fuego lento antes de ser un clásico. Macedonio Fernández sigue ardiendo y si no lo saca ese estupendo relato de Ricardo Piglia que es La ciudad ausente ya no lo saca nadie. Horacio Quiroga salió ya y cualquiera puede comprar sus libros en las nuevas ediciones de Losada. Eduardo Mallea, en cambio, anda penando por las mesas de saldos, que son una forma del infierno. Rodolfo Walsh tuvo que esperar quince años, pero ya está en el paraíso, reeditado por De la Flor. Ahora hay que esperar que Manuel Puig vuelva del paseo y reencuentre los maravillados lectores que tenía en los años setenta, cuando era el más best seller de todos y los críticos se burlaban de él. Ahora empiezan a burlarse de Cortázar y lo tironean para que vaya de una buena vez a purgar sus pecados, pero los lectores no lo dejan. Todavía hoy los libros que escribió inseguro y dudoso siguen figurando entre los más vendidos de la Editorial Sudamericana”.
Me gusta esa imagen: Arlt, Walsh, Quiroga, Cortázar, Puig, Tizón, Briante, Piglia, Laiseca, Rivera, Dal Masetto, Soriano, sus hipotéticas conversaciones en ese paraíso, o donde fuera. “En el fondo, mis libros plantean por infinitésima vez en la literatura argentina el problema de la identidad –decía Soriano–. El 90 por ciento de los escritores, sobre todo los contemporáneos, nos pasamos interrogándonos por la identidad. En el fondo, esto es lo que se pasa preguntando la gente en la calle, a veces de manera inconsciente: qué somos, por qué nos va como nos va, cómo se resuelve este berenjenal. Por eso mis personajes son contradictorios y se parecen tanto a los comunes mortales. Yo hago historias de tipos como todos. Retomo la literatura de personajes, que está algo olvidada”.