Había una canoa muy maltrecha y a Pilo se le ocurrió que una buena idea era subir la conservadora y mandarnos río adentro a esperar el amanecer. Diego dijo que no, que mejor nos quedábamos en la orilla.
–Además que esa canoa debe tener dueño.
Pero Pilo no le dio mayor pelota y desató la soga que amarraba la canoa a una piedra. Después empujó la canoa hasta dejarla flotando en el agua mansa. Se rio, loco de contento, por lo que acababa de hacer. Se rio como antes, como cuando éramos chicos y hacíamos más seguido ese tipo de estupideces.
Tomó impulso, como quien está por mandarse una gran corrida, pero al final salió caminando en puntas de pie. Los dedos se le hundieron en el barro de la orilla y me dio asco, como si hubiesen sido mis propios dedos los que se hundían. Cuando sus pies tocaron el agua gritó bien fuerte. Le costó –pasó su buen minuto con una pierna, la derecha, adentro de la canoa, y con la otra empantanada bajo el agua–, le costó mucho más de lo que imaginé, pero solucionó el asunto a lo bestia, echando el cuerpo entero adentro de la canoíta. Quedó acostado boca arriba, la pierna izquierda colgándole afuera, a babor.
Yo, todavía en la orilla, me reía, me reía como para acompañar su risa, pero no tenía ganas de reír. Diego en cambio fue más práctico: como el hombre avezado que era, se sacó las zapatillas y sin tanto aspaviento metió los pies en el río y después, en un movimiento sobrio y medido, subió a la canoa.
Pilo ocupó su lugar en la proa y siguió riéndose. Diego me gritó. Que le metiera pata, dijo. Tiré a un costado, entre unos arbustos, la lata de cerveza. Me saqué las zapatillas y, en medias, corrí hasta el río y hasta la canoa. A Pilo le dieron gracia mis movimientos, los grititos que pegué a medida que me hundía en el agua. “Como si vos no hubieses hecho ningún escándalo”, le dije.
Una vez que estuve a bordo, restregándome el cuerpo para combatir el escalofrío, Pilo me dio un beso en la frente y dijo que me quería.
–Yo también te quiero –le contesté–, pero a veces te ponés pelotudo.
Habíamos venido a Colonia porque nos dijeron que acá, en este pueblo, los bares atendían hasta tarde. En realidad alguien se lo dijo a Pilo y, aunque el dato era de lo más improbable, Diego y yo no lo verificamos hasta que estuvimos en Colonia y vimos la pura desolación que era.
–Puta madre, Pilo –dijo Diego por lo bajo, como si alguien afuera del auto pudiera escucharlo y censurar el comentario.
Pilo, que iba sentado atrás, en el medio, no perdió el entusiasmo.
–Algo abierto habrá –dijo–, y si no, nos echamos con la conservadora en una parte cerca del río.
Manejé a paso de hombre, esquivando los pozos de las calle de tierra que parecían bombardeadas. El auto era de Diego y aunque mi amigo lo cuidaba con esmero prefirió que manejara yo, así él podía dispersarse tranquilo. A mí tampoco me gustaba manejar, pero por alguna razón sentí que me correspondía hacer el favor. Quizá porque Pilo había venido de visita después de tantos años; y porque Diego había ofrecido su casa para juntarnos y, además, había pagado la comida. Algo, sentí, tenía que aportar.
Como Colonia no es un pueblo demasiado grande, en menos de diez minutos casi lo habíamos recorrido en toda su extensión. Más que unos cuantos perros muertos de hambre que ladraban al tuntún, y algún que otro sereno dormitando frente a terrenos baldíos, no vimos que hubiera movimiento.
Pilo dijo que, tal vez, el alboroto verdadero estuviese yendo hacia las márgenes del pueblo. Pero cómo saber, dije yo, cómo llegar a esos márgenes.
–No seas hinchapelotas –dijo Pilo–, y mandate por este camino.
Le hice caso a pesar de la mala cara de Diego. No le había hecho gracia que saliéramos de su casa, dejar solos a su mujer y a su hijo. Propuso, a duras penas, que compráramos más bebida y nos quedáramos ahí, en el quincho. “Hasta la hora que quieran”, había dicho. Pilo no le dio mucha opción.
–Mariano también tiene hijo y mujer –dijo y me señaló–, y yo estoy a punto, pero nos vamos donde sea. ¿Nocierto?
Era cierto, sí, yo también tenía hijo y mujer. De hecho Mara, mi mujer, alguna vez había sido su novia. De Pilo. Aunque puede que no tanto, que simplemente hubiesen tenido un encuentro furtivo, algo de lo que nadie debería preocuparse. Nosotros –Mara, Pilo y yo– no nos preocupábamos. Vivíamos cada encuentro como una celebración; a Pilo –yo me daba cuenta de eso– le gustaba la pareja que hacíamos con Mara. Decía que nos envidiaba.
–¿... nocierto? –volvió a preguntar.
¿Qué podía decirle? La verdad es que mi amigo me daba lástima. Se había instalado en Córdoba hacía ya muchos años, más de una década, y lo veíamos poco. Se lo veía siempre un poco peor, demacrado, con pinta de sucio. Yo no me animaba a indagar mucho en sus asuntos y me concentraba en asentir con elegancia y fervor a cada uno de sus cuentos. Esa noche en el quincho de Diego alcé mi vaso en brindis cuantas veces hizo falta. Sobre todo cuando Pilo anunció que estaba viviendo con una mujer y que en tres meses nacería su retoño. Él usó la palabra “retoño”.
Diego se levantó de su silla y lo apretó en un abrazo, para mi gusto, excesivo.
–Ahora vas a aprender –le dijo.
Sin embargo, dos horas después estábamos a treinta kilómetros de la ciudad, sumergidos en un pueblo de mala muerte y con el ánimo en picada.
–Ahí –dijo Pilo–: ahí parece que están de joda.
Lo que me señalaba era una casa de madera, de las que llaman prefabricadas, muy venida a menos. Casi un rancho. Un farolito permitía vislumbrar una silueta en la entrada, en el espacio que uno supone destinado a un eventual jardín. Era una silueta masculina, de hombre. Estaba sentado alrededor de una mesa y a un golpe de vista no daba la impresión que estuviera de joda. Aun así Pilo me hizo frenar.
–Capaz nos convide algo.
Arrimé el coche lo más que pude, a unos diez metros de la casa y del hombre. Diego me susurró al oído, supuse que una queja, pero no llegué a descifrar el contenido de su mensaje porque al mismo tiempo Pilo asomó la cabeza por la ventanilla trasera.
–Disculpe –dijo–: ¿sabe de algún bar abierto por acá?
No pareció, al menos a la primera de cambio, que aquel hombre tomara apunte de su consulta. Agucé la mirada pero tampoco así, con ese esfuerzo, conseguí filtrar un rostro definido entre aquella media penumbra. Apenas si el hombre era una forma oscura.
Hasta que al fin se levantó de su silla y caminó en dirección al auto. Entonces lo vi mejor: era un viejo, un anciano cochambroso. Diego me apretó el brazo con fuerza: estaba asustado.
-A esta hora, difícil -dijo el viejo sin dejar de acercarse, cogoteando para un lado y para el otro, como si quisiera perforar el interior del auto con la mirada. Su voz, un poco arrastrada y chillona, no daba para tener miedo, pero aún así tuve que sacudirme para librarme del apretón de Diego.
Recién cuando llegó hasta el auto y se apoyó en medio de las dos puertas, la trasera y delantera, los brazos extendidos por sobre el techo, pude ver que, además de viejo, era un hombre muy feo. Como si la boca, larga y endeble, se esforzara por fundirse con la nariz.
–Y qué otra cosa se puede hacer por acá –preguntó Pilo y abrió la puerta. Antes de que el viejo pudiera contestarle, bajó del auto y se mandó en dirección a la casa.
–Hacer... –balbuceó el viejo, sorprendido por la la pequeña impertinencia de mi amigo. Diego, a mi lado, volvió a apretarme el brazo con fuerza.
El día que mi hijo cumplió tres meses –de eso ya cinco años y monedas– Pilo me mandó un mensaje al celular: “Puto –decía el mensaje–: estoy de visita”.
Llegó a casa borracho y se me ocurrió que por eso no había sabido reprimir las lágrimas cuando le presenté a Lucas, mi hijo.
–Cómo babea –dijo.
Pidió tenerlo en brazos pero Mara dijo que mejor no, que el bebé se ponía nervioso si los brazos no eran de su mamá o de su papá. Fue tajante, incluso un poco brusca al decirlo. De todos modos Pilo llevó el asunto con buena cara –toda la buena cara que su borrachera permitía– y después de un par de abrazos y de un par de cervezas tomadas ahí, en la cocina y de parados, siguió su raid por la ciudad. Tenía mucha otra gente que visitar.
–No quiero que vuelva este tipo por mi casa –dijo Mara cuando mi amigo, que también era su amigo, se fue. La maternidad, me consolé en aquel momento, trae cambios bruscos en el comportamiento de las mujeres. Aunque no dejó de llamar mi atención el hecho de que Mara, con el resto de nuestros amigos y conocidos, seguía siendo la misma, amable y luminosa mujer.
Ahora en Colonia no se me ocurría qué cosas podía pensar el viejo aquel. ¿En un castigo divino? ¿En algún maleficio del monte? Cualquier cosa era posible, pero lo único cierto es que la cara del viejo mientras Pilo pateaba sus enseres de cocina –verdaderos cacharros–, la cara de ese pobre anciano, era de una gran tristeza. Como si, de un modo extraño, se apenara por no tener nada que ofrecerle a mi amigo.
Pilo se le había metido de prepo en la casa y no sabíamos cómo sacarlo de allí.
Ollas y sartenes herrumbradas, vasos de lata, platitos de plástico, Pilo se ensañó con todo. Antes, había abierto la heladera –una heladera ruinosa y pequeña– y había sacado de a uno cada recipiente, cada frasco, cada resto y nos los había mostrado a nosotros –a Diego y a mí– como muestras de algo que tampoco supe definir.
“Pero qué viejo hediondo –decía Pilo–: mirá lo que guarda”, y lanzaba una sobra de carne o de verdura contra el piso. “Che Diego –decía despues–, comete esto, vos que sos un muerto de hambre”.
Diego, mientras tanto, iba tras sus pasos intentando aplacar los desmanes.
–Ya basta, Pilo –pedía, una vez y otra, casi en una súplica. Pero Pilo estaba enceguecido.
–Dale, viejo choto: algo debés tener en tu rancho de mierda.
Fue cuando el viejo ensayó una reacción que la cosa terminó de retorcerse.
–Cortá ya, loco de mierda –dijo.
Pilo miró al viejo y, por un segundo, se quedó quieto. Medio congelado en un gesto de vándalo, un poco ido también. Después dejó que una sonrisa le ganara el rostro. Era la sonrisa de un ángel.
-Qué tanto tenés que patear así... –dijo el viejo, la voz que se le apagaba junto con esa frase lastimosa.
Pilo caminó un par de pasos hacia él. De tanto transpirar, el pelo se le había pegado a las sienes. Era un espacio muy chico el de la casa, los cuatro entrábamos como amuchados, sin contar el hecho de que yo casi que me había quedado en el umbral.
–Perdón –dijo Pilo, y por un momento pensé que lo decía en serio, que se rescataba, pero de inmediato y con la sonrisa más ancha que nunca, agregó-: me fui al carajo, ¿nocierto?
–Basta... –pidió Diego que, como yo, había entendido que aquello no era ningún pedido de disculpas.
Pilo llevó una mano hasta la cara del viejo y le apretó un cachete, como se hace con los bebés. Al viejo se le escapó un gemido y Pilo borró su sonrisa.
–Viejo puto –dijo–: lo que vos querés es que te cojan.
Entonces me asusté en serio: di un paso al frente y dije que ahora sí nos dejábamos de joder, que ya era hora de irnos. Pilo tardó en mirarme; se quedó su buen par de segundos con la mirada clavada en el viejo que, a su vez, con la vista en el piso, lloraba como un nenito.
–Dale, Diego –dije después, apuntando a mi otro amigo, cosa de distraer la atención de Pilo y no fijarla tanto en mí–: vamos a casa.
Diego lo pensó no más de un segundo, hizo un gesto raro, como quien dice que no hay más remedio, y caminó hacia la puerta. Antes, al pasar junto a Pilo, le apoyó con suavidad una mano en el hombro.
–Salgan ustedes –dijo Pilo–: yo voy enseguida.
Estábamos cansados, al menos Diego y yo estábamos cansados y ya sin ánimos para discutir con Pilo. Sin embargo hice un último intento.
–Ya es tarde –dije–: no rompas las bolas.
El viejo no se atrevió a levantar la vista, no se atrevió a mover un pelo. Pidió apenas –o al menos eso es lo que le entendí– por favor. Pero Pilo insistió: que saliera, que en un minuto nos alcanzaba.
Ya estaba harto del asunto aquel, así que me fui hasta el auto, me senté del lado del copiloto –Diego había ocupado ahora el volante– y me prendí un cigarrillo. Diego tampoco hizo ningún comentario.
Del río ahí cerquita, escondido tras una arboleda, nos enteramos cuando Pilo volvió y nos hizo atender al chirlo que hacían sonar las mojarras y las bogas al pegar contra el agua, cada vez que se asomaban a pispiar el aire. Aunque ya era tarde –muy tarde, yo no hacía más que pensar en los problemas que tendría con Mara–, movimos el auto unos metros fuera del camino, con la idea de camuflarlo entre los arbustos.
Mientras caminábamos en dirección al río, dejándonos guiar por el murmullo del agua y el aire un pilín más fresco, pensé en la calma de aquel ambiente, en las posibilidades de una vida alejada del escándalo de la ciudad. Una vida más tranquila.
La misma idea me vino cuando estuvimos los tres encima de la canoa. En silencio, dejándonos mecer por el agua apenas inquieta. Supongo que fue ese gran sosiego lo que abrumó a Pilo.
–Me voy a dar un chapuzón -dijo, y se incorporó a los tumbos en la proa.
Lo mejor que podía pasarle al hijo de Pilo, a su improbable hijo por nacer, era heredar el espíritu festivo de su padre, el mismo entusiasmo. O algo que le permitiera seguir ese ritmo.
La canoa se bamboleó para un lado y para otro –de babor a estribor– y nos llegó una buena salpicadura. Salvo los gritos de Pilo –algo como una celebración, aunque una celebración como amortiguada– ninguno pronunció palabra.
El agua del río era oscura, bastante turbia y con un cierto olor. Pero aún así, en todo momento estuve seguro de que Pilo se lanzaría. Una vez que lo hizo –apenas en calzoncillos y en un clavado fallido, un mero panzazo–, una vez que saltó al agua, Diego se limitó a abrir otra lata de cerveza y a comentarme no sé qué cosa sobre la inconveniencia de pescar en aquel río.
No le pedí a Diego que repitiera su idea, nunca me interesó la pesca.