A veinte años de su muerte, no hay escritor argentino que haya ocupado el espacio que dejó Osvaldo Soriano, no solo en la literatura sino también ahí donde pocos escritores tienen el privilegio de acceder: el campo de la cultura popular argentina. Surgido de un país que ya no existe, pero que sin embargo no deja de reeditar a lo largo del tiempo sus más agrietadas pasiones, Soriano llegó a ser a la vez narrador, protagonista, fabulador y testigo de anécdotas tan inverosímiles como reales, tan pobladas de mitos como la misma Historia argentina. En términos de mercado, se lo define como el último gran best-seller que tuvimos, sus amigos y editores reconocen en él al hombre que representaba con su vida la fiel imagen del escritor-intelectual setentista, dotado de una singular capacidad para escuchar y escribir el lenguaje de los argentinos, y con quien salir a cenar significaba terminar de ronda a las siete de la mañana, hasta que no quedara un solo bar abierto. Luego de su muerte, se hizo tal vez demasiado hincapié en el Soriano ignorado en la academia, por representar al escritor comprometido de formación no universitaria que para colmo de bondades vendía más que ninguno. Ahora bien, tal vez cabría preguntarse cómo se leía el escritor Soriano frente al espejo, en qué reflejos de la literatura argentina que él más admiraba encontraba las luces y sombras de su obra.

Osvaldo Soriano pertenece a un modelo de escritor argentino que ya no es posible de reproducir: aquel que por el mismo hecho de no haber pasado por la academia, se convierte –gracias a su lectura orillera– en un gran lector. En la originalidad y el desorden del autodidacta, se valió de una intuición hambrienta, de un instinto de lectura que usó como machete afilado para abrirse camino tanto en el mundo periodístico como literario. Se formó en épocas del cuerpo a cuerpo para lo que fuera, las revoluciones se hacían en la calle y las discusiones se libraban en los cafés: había que tener talento para decir en público, y las lecturas con las que se contaba eran el pasaje a un procedimiento de legitimación y pertenencia. Al igual que su narrativa, las reflexiones de Soriano sobre los grandes de la literatura argentina son, en principio, para el gran público. Por eso se publican primero como contratapas, usando la palabra como imagen y con un lenguaje al que todos pueden acceder, porque en definitiva, al igual que con su literatura, lo que le interesa a Soriano es seguir pensando de qué manera tanto la escritura como el recorrido geográfico de nuestros escritores, revelan alguna escena más de la gran tragicomedia del ser argentino. En Borges, Soriano lee la paradoja de que “el último de los antiguos, nos ha dejado la escritura más moderna y perfecta que se conoce en castellano, la que ha sido más imitada y la que ha dejado más víctimas”. Sin embargo más adelante anotará que a pesar de admirar la perfección borgeana, las últimas generaciones de escritores quisieran haber escrito El juguete rabioso de Arlt, porque “la perfección está tan alejada del ser argentino como el futuro o el pensamiento de los gatos. Borges no es grandilocuente, los argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento y Cortázar que se interna, como Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena a amigo, a compañero, y Borges a maestro, a sabio cínico”. En este párrafo Soriano ensaya el gesto que repetirá otras tantas veces cuando destaque a sus demás escritores de cabecera: por un lado, la reverencia a un Borges insuperable por donde se lo lea, la rosa de los vientos de quienes osaron escribir después que él, y debieron dar cuenta de las coordenadas por las que entraban al campo de la literatura argentina. Y el siguiente paso es levantar el guante de ese destino inevitable: el de ser el escritor del lenguaje imperfecto de los argentinos, en su continua identificación con Arlt ya sea por el origen de clase, o por la crítica desmedida. Soriano va a afirmar que Simenon y los Dumas –quienes “adaptaron a su tiempo y en lengua francesa el complejo arte de la novela popular”– no tienen equivalentes en la novela argentina porque “Arlt era muy vulnerable y estaba muy amargado para seguir escribiendo novelas de las que se burlaba mucha gente dedicada a la literatura”. Sin duda, en esta negación de Arlt como equivalente de los franceses, Soriano se está pensando en paralelo a ellos, ese que mejor tradujo en Argentina el arte de la novela popular sin escamotear la realidad y sin ser su prisionero, porque la obra de Soriano no se construye tanto sobre la hipérbole sino sobre un tránsito continuo por el límite de lo probable, de lo que está fuera del orden esperado de las cosas, de ese mundo tirado de los pelos que en Europa supieron bautizar como realismo mágico, a pesar de que el propio García Márquez se empeñara en aclarar que la frontera entre realidad y magia era un territorio de límites difusos en América Latina. Pero claro, para poder comprenderlo es necesario haber nacido de este lado del mundo, y saber nadar como Soriano –aunque tuviera alma de gato– tanto en la superficie como en las aguas más profundas de un país dividido para siempre entre centro y periferia. En esas dos caras de la moneda Soriano construye desde la narrativa su marginalidad de best-seller y desde las contratapas escribe y lee tanto sobre Arlt, como sobre Bioy, sobre Simenon como sobre Gardel, mezcla a Rafael Alberti y a Juan Manuel Fangio con el perfil eternamente perdedor de su padre. Y lo hace con filo y lucidez, rematando con esa hondura acantilada del escritor e intelectual que es. Y en esa línea está la dedicatoria que le hace Favio en Gatica, Favio es en el cine quien mejor se emparenta con Soriano; es quien puede leer en No habrá más penas ni olvido esa expresión que condensa al peronismo como identidad casi candorosa de las clases populares y la pone en boca del boxeador. “Yo nunca me metí en política, siempre fui peronista” tiene su equivalente en esta otra frase de Soriano: “Si a mí nunca me interesó la literatura: yo siempre fui escritor”. En esa sintaxis por la negativa, así como ser peronista queda del lado de afuera de lo político, Soriano le saca el bronce a la literatura, desmarcándola como un mero gusto o interés –si se quiere, de clase– al mismo tiempo que se coloca del lado de adentro, identificándose a él mismo con el objeto literario del ser escritor. Un escritor, que, como afirma Ana María Shúa, nos sigue demostrando aun hoy, a veinte años de su muerte que “contra el fracaso ético y estético de una narrativa revolucionaria, propuso una narrativa rebelde. Rebelde a la preceptiva de nuestra crítica, que la pretende puro juego verbal, como Macedonio, o pura operación sobre el mundo, como Sarmiento. Allí está a sus plantas rendido un león, para mostrar que es posible contarnos la Argentina desde un ignoto país de África, lleno, por cierto, de gorilas. Que es posible, como Arlt, hacer literatura fantástica sin dejar de ser rigurosamente realista”.