Esto podría empezar con un bolso. Tandil, año 1963: Soriano tiene veinte años. Hasta hace poco yiró junto a sus padres por varias ciudades: nació en Mar del Plata y de ahí se sucedieron San Luis, Río Cuarto, Tandil, Cipolletti, vuelta a Tandil. Ya abandonó el secundario, prueba con ser gasista matriculado, vaguea. Hasta ese momento, dice, no ha leído ningún libro de ficción; en el rubro hubo, hasta ahí, historietas, diarios, El Gráfico. Y entonces Juan Campagnolle, actor, novio de su prima Nilda, un día le pregunta qué libros está leyendo. Ninguno, responde Soriano. ¿Cómo que ninguno, dice el otro? Y entonces le presta Soy leyenda, de Richard Matheson. La novela lo deslumbra, así que pide más. Campagnolle, dice Soriano, es una suerte de “intelectual de provincias”. Junto a Jorge Di Paola, Víctor Laplace o el dramaturgo Juan Carlos Gargiullo, entre otros, componen en la confitería Rex una “mesa de intelectuales”. Mucho tiempo después, Soriano contaba que llegaba a las reuniones con “el bolsito” y que no era muy bien visto: es que ahí dentro traía la ropa transpirada de los entrenamientos en Independiente de Tandil. Argumentaba algo así: ese rechazo de los intelectuales (arte mayor) por el fútbol (cosa menor), lo fue alejando del sueño de ser jugador profesional. “Si pude largarlo es porque no lo sentí”, diría 20 años más tarde, cuando tenía 40, al volver del exilio. “Me dolió después, acaso porque había soñado con llegar a algo y no pude”, agregaba.

  Es curioso: tenemos a Soriano como “autor de literatura futbolera” y sus primeras “ficciones” de ese tema son recién de 1986 (eso si no tomamos en cuenta, por ejemplo, cuando contaba que había inventado completa una entrevista a Piazza para El Cronista Comercial, a mediados de los ‘70). Esto es: sólo durante una década escribió cuentos con este tema. Para el Mundial de México envió un relato por día para Il Manifesto, que luego recogería en Rebeldes, Soñadores y Fugitivos. En esa serie entran “Gallardo Pérez, referí”, “Táctica y estrategia de Orlando el Sucio”, “El míster Peregrino Fernández” y “El penal más largo del mundo”. Son ficciones plantadas en los años 50 y 60 en Cipolletti, donde él pasó la adolescencia y primera juventud. Cipolletti era por entonces El Far West: al lado de eso, Tandil le pareció Nueva York. Soriano escribió que había jugado en Confluencia, en Cipolletti, en Belgrano, en el seleccionado juvenil del Alto Valle, incluso en la selección de Cipolletti. “Llegué a Tandil con el pase en mi poder”, decía en una entrevista, en 1983, y que en Independiente había jugado un año.

  Varios aspectos contribuyen para pensar a la narrativa futbolera de Soriano como mucho más lejana en el tiempo. El primero es que en sus cuentos se pone como personaje por allá, años 50 y 60, sobre todo en Cipolletti. El segundo es que empieza en los diarios de Tandil como periodista deportivo (a la vez que patina con sus primeros cuentos, que eran horribles, decía), y cuando viene a Buenos Aires sigue escribiendo para esa sección en diarios y revistas. El tercero es que cuando publica sus “relatos futboleros”, son pocos los escritores que abordan el tema en la ficción (de hecho, se publican primero en Italia, siendo Soriano un best seller aquí, a esa altura). Un cuarto elemento es la oralidad: en entrevistas o en charlas con amigos contaba muchas historias futboleras (y decía incluso que le gustaba más el fútbol que la literatura). Soriano era un narrador oral fabuloso: me lo han dicho muchas personas que lo conocieron. Di Paola en los ‘60 y Dal Masetto mucho más adelante, por ejemplo, escucharon de boca de Soriano, en los bares, el cuento de “El penal más largo del mundo” antes de que fuera publicado. Dal Masetto narraba un ingrediente más: la trama avanzaba y en un momento hubo algún incidente y cada uno se fue a su casa. Cuando llegó a la suya Dal Masetto seguía con la intriga y lo llamó por teléfono: “¿Y, qué pasó?” “Quedate tranquilo: se lo ataja”.

  A esas tres o cuatro cosas le agregaría algo más: la desfachatez y la vocación de Soriano por mixturar. El bolsito en la confitería de la Rex, en Tandil. Los vasos comunicantes o los entreveros entre el periodista y el escritor, lo oral y lo escrito, el personaje y el tipo real (si es que pudiera escindirse) y sus múltiples combinaciones. En sus textos periodísticos de Panorama o La Opinión, por ejemplo, cuenta del juego (y tiene un gran ojo para detectar temprano a jugadores como Bianchi o Fillol) pero también de cómo se relaciona el deporte con política, violencia, poder, organización. “Quienes se asombran por el recrudecimiento de la violencia en las canchas (…) son los mismos que olvidan que su salario tiene cada vez menos valor”, escribe en un artículo de 1972. Por esa época hizo también un comentario de Literatura de la pelota, la recopilación de Roberto Santoro. Y publicó, en el fenomenal suplemento cultural de La Opinión, las historias de vida, narraciones en primera persona de personajes como Ernesto Lazatti, legendario centrojás de Boca, o de Obdulio Varela, capitán de la selección uruguaya en el célebre Maracanazo. Es la época en la que trabaja en su primera novela, Triste, solitario y final, que es un gran ejercicio de mixtura: Philip Marlowe, el Gordo y el Flaco, Hollywood, John Wayne, Jane Fonda y él mismo, Soriano, ya ahí, como personaje.

  La comedia del crescendo del absurdo y el despelote de Laurel y Hardy suele estar en sus relatos futboleros. Con el fútbol da una vuelta de tuerca y en las entrevistas alimenta el mito de lo que escribe. En uno de los relatos que aparecían en las contratapas de Página/12 contaba que junto a su padre habían desarmado un Gordini porque el viejo quería que aprendiera mecánica para pasar acomodado la colimba: “Andá, preséntate al regimiento como mecánico, que te salvás de los bailes y las guardias”, le dijo su padre. “Siempre se equivocaba: fue como delantero centro que evité las humillaciones en el Ejército”, escribió Soriano, y también que ese año hizo más de veinte goles durante la conscripción. En alguna entrevista lo corroboraba, cuando decía que las ventajas que obtuvo en el servicio militar obligatorio se debían al fútbol.

Bueno: Soriano no hizo la colimba. Se salvó porque tenía una várice enorme en una pierna. Quienes jugaron con él en Cipolletti lo recuerdan como delantero voluntarioso, entusiamadísimo, pero... un jugador tosco. Pablo Montanaro, en su libro Los años felices de Cipolletti, entrevista a varios compañeros de entonces: son lapidarios. Tampoco hay quien recuerde su paso como jugador por Independiente de Tandil: ni su novia de entonces, ni su prima, ni los amigos que compartieron picados.

  En su álbum familiar Soriano tenía fotos de adolescente en Cipolletti, junto a sus compañeros: se lo ve encantado de la vida. Cincuenta años después lo recordaban como “un desastre”, “un patadura del montón”, pero también, ya, un excelente narrador. Los lunes contaba los partidos que había transmitido la radio el día anterior, tenía mucha memoria, recordaba viejas formaciones y hasta relataba. “Yo tengo muy marcadas las voces de los relatores en la radio, Fioravanti, Arióstegui”, decía Soriano en una entrevista, y explicaba que esas voces creaban una especie de ficción, algo que había que completar con la imaginación, algo no comprobable a la distancia. Hay un viaje que hace en tren desde Cipolletti a Buenos Aires: según cuenta, vio un partido de San Lorenzo (con gol de su ídolo, Sanfilippo, incluido) y conoció al comentarista Caffarelli en un estudio de radio.  Sabemos por las investigaciones de Germán Ferrari que desde Cipolletti también envió cartas a El Gráfico, dirigido por entonces por Dante Panzeri, a quien cruzaría más tarde en la redacción de La Opinión.

  “La ficción, cuando funciona, crea un terreno, una suerte de pacto similar al de una conversación o –mal que le pese a muchos– al de un cuento contado al lado de un fogón –decía en otra entrevista, años 90–. Uno le cree al que cuenta o no. A partir de que le cree, por su tono, por su manera de relatar, nos puede contar el disparate del siglo. Es lo que ocurre con los cuentos de aparecidos y luces malas en el campo, si uno se pone a razonar dice que son un disparate, pero si el paisano entra a contar bien, se empieza a ver la luz mala por todos lados”.

  En la Patagonia también están situados otros cuentos futboleros de Soriano, posteriores, como “Otoño del 53” y la breve saga del hijo de Butch Cassidy (que fue réferi de la copa del mundo de 1942, un mundial que no figura en los libros y fue jugado en Barda del Medio). Esto según le contaba su tío Casimiro, escribió, que había sido lineman en este torneo. Soriano tenía un tío que se llamaba así, Casimiro, con el que se escribió durante el exilio. Era uno de sus referentes en cuanto a la “oralidad”: tipos que sabían contar. También lo era Juan Campagnolle, aquel novio de su prima, con el que fueron amigos hasta el final. A mediados del 96, cuando supo que estaba enfermo de cáncer, Soriano empezó a escribir Las memorias del Míster Peregrino Fernández. La saga está presentada como otra sucesión de relatos orales: el Míster tiene 80 y pico de años, está averiado en un geriátrico y le cuenta retazos de su historia como jugador y como técnico a un escritor que se acerca a visitarlo: se trata de aquel goleador juvenil de fines de los ‘50, al que dirigió en Cipolletti.

  Acá me gustaría poner otra vez el bolso del comienzo, el que por ahí traía Soriano de los entrenamientos. Porque me parece que aunque se presenta como un elemento de discordia en realidad busca achicar distancias. El Míster averiado tiene la traza de Soriano durante la quimioterapia, que lo avejentó: ahí cuenta sus aventuras como goleador en el Racing de París bajo dominio nazi y en el Estrella Roja de Moscú, ante la atenta mirada de Stalin y sus carniceros; también cuenta de un viaje con Perón por África en los ‘60, en tiempos de Lumumba. Bueno: el gusto por la mixtura de Soriano. Pensaba que estos textos terminarían componiendo una novela. Rescato para el final un textual de la última contratapa de Página que publicó en vida:

  “Son mis memorias: no quiero aparecer como un viejo gruñón que idealiza sus años juveniles. Andate con esta cita de Sartre que tengo subrayada en El idiota de la familia: ‘El lenguaje del locutor se disuelve inmediatamente en el alma del que oye; queda un esquema conceptual y verbal a la vez, que preside a la reconstitución y a la comprensión. Esta será tanto más profunda cuando la restitución palabra por palabra sea más inexacta’”.

 O por ahí mejor esta otra, también del Míster: “No jodas, no es tan grave, el fútbol no es más que fantasía, dibujitos animados para mayores”.

Este texto es una adaptación del leído en las Jornadas de literatura y fútbol que se hicieron en septiembre pasado en la Biblioteca Nacional.