Mi abuelo enderezó el espejito, puso en marcha el auto y agarramos por el camino que llevaba a los campos. Yo iba en el asiento de atrás con el estuche sobre las rodillas. No se tenía que golpear el aparato de tomar la presión que estaba adentro. Lo tenía fuerte, con las dos manos porque había un montón de pozos en el camino, que era de tierra y estaba lleno de barro después de la lluvia. Iba mirando la nuca blanca de mi abuelo, que tenía una cabeza enorme. Me gustaban sus orejas, que parecían las dos manijas de una azucarera y que él me apoyaba en el pecho o en la espalda cuando me agarraba catarro. Esas veces me quedaba callada para que él pudiera oír lo que me pasaba adentro del cuerpo. 

Ese día era viernes y por eso yo sabía que íbamos de visita a la casa de la señora Ethel. Mi abuelo revisaba al marido que siempre estaba enfermo y yo me quedaba en el auto; entonces ella venía, apoyaba los brazos flacos en la ventanilla y podía verle las rayitas que tenía alrededor de los ojos mientras sacaba nísperos del delantal. Me daba dos y ella se agarraba uno. En invierno comíamos mandarinas.

 

Ese viernes la tranquera estaba abierta. Mi abuelo bajó. Los perros ladraban alrededor. La voz de la señora Ethel los hizo callar. Ella y mi abuelo conversaron debajo de una magnolia que tenía flores grandes como platos. La señora Ethel señaló para el lado del camino por el que habíamos venido y mi abuelo se dio vuelta. Yo esperaba que dejaran de hablar y que la señora Ethel viniera a darme un beso con olor a hinojo. Pero mi abuelo volvió solo, caminando rápido y puso en marcha el auto. Dimos una vuelta que nos hizo llegar cerca del alambrado y enfiló para la salida a todo lo que da con los perros siguiéndonos. El auto corcoveó. Una bandada de tijeretas salió disparada hacia el cielo. Le pregunté a mi abuelo adónde íbamos. Me dijo que a lo de la hermana de la señora Ethel. Yo la conocía porque habíamos ido a visitarla un día de frío, cuando la hija tenía tos. Mi abuelo le dio un jarabe y dijo que estaba embarazada. Esa vez era invierno y el campo estaba escarchado, por eso yo tenía puestos los guantes de lana, y había tenido que alcanzarle a mi abuelo el aparato de tomar la presión. 

-¿Vamos a ver a la chica embarazada? 

Mi abuelo dijo "sí" y apretó el acelerador. La panza de la chica debía estar grandota. Íbamos rápido. Agarré fuerte el estuche cuando el auto se metió en una huella y después salió patinando hasta que mi abuelo frenó y se bajó a mirar. Dijo que íbamos a seguir a pie. Agarró la caja y se la puso abajo del brazo. Se había formado una laguna en el camino y tuvimos que dar una vuelta por un bosquecito de eucaliptos. En el apuro, perdí mi sombrero de paja. Volví a buscarlo pero mi abuelo siguió caminando ligero. Un hombre alto le abrió la tranquera y la cerró sin esperarme. Les grité pero no me oyeron porque los perros ladraban. El hombre los espantó y entró a la casa junto con mi abuelo.

 

Me puse el sombrero y me quedé lejos del alambrado. Los galgos a veces son malos. El sol estaba fuerte porque sería la hora de comer. Unas mariposas amarillas revoloteaban arriba de los charcos. No quise agarrar ninguna.

Las chicharras cantaban y eso quería decir que iba a hacer calor. Mi abuela seguro nos estaba esperando. Por ese camino no pasaba nadie.

Por suerte la hermana de la señora Ethel fue hasta el molino a sacar agua. Los perros ladraron y ella levantó la cabeza y me vio. Se acercó enseguida y me hizo pasar a la casa. Me senté en una silla delante de una mesa. Ella sacó una jarra con agua y un vaso de la alacena. Estaba oscuro y hervía algo en una cacerola. La casa estaba silenciosa. Por la ventana se veía la galería. Un reloj que yo no veía hacía tac tac tac y de a ratos gong. Descubrí que debajo de otra silla había una pata echada en un nido. No la había visto cuando entré. Levanté las piernas, dan unos picotazos. Los huevos son de color verde clarito. Seguro la ponían adentro porque andaría por ahí una comadreja. 

Escuché unas puertas que se abrían y se cerraban. Las comadrejas se comen los huevos. Se escuchaban unos quejidos. La señora me había dicho ya vengo y había salido por un pasillo oscuro. Se llamaba Gretel, así me dijo cuando estaba llenando la palangana con agua hirviendo. Ethel y Gretel eran hermanas. El molino chirriaba. La pata dormía o se hacía la dormida. Por la ventana vi a la señora Gretel pasar con unas sábanas blancas manchadas con sangre. Mi abuela las ponía en remojo, después las limpiaba con agua oxigenada. Hacía eso cuando había lastimados en el consultorio o también cuando nacía un bebé. A veces las tiraba sucias como estaban. Se ponía los guantes de goma.

 

La señora Gretel volvió a la galería con un balde y se secó las manos en el delantal que era igual al de su hermana Ethel. Son parecidas y se visten con vestidos parecidos.

Ethel y Gretel, Gretel y Ethel. Se escuchaban voces bajitas adentro. Había nacido el bebé, estaba segura. Por la ventana vi a mi abuelo que se lavaba las manos en el balde que sostenía la señora Gretel. Estaba despeinado y transpiraba.

Salí a la galería. Dejaron de hablar. Mi abuelo me miró como si no se acordara que había venido con él, como si no se acordara de nada o como si ahora tuviera un problema. Se secó con un trapo y me dijo: "Vamos". Y me agarró de la mano. 

La señora Gretel me dio un beso. El hombre alto me pasó la mano por la cabeza y se metió adentro. Ella nos acompañó hasta la tranquera. Me puse el sombrero. Cuando pasábamos por el bosquecito de eucaliptos le pregunté a mi abuelo si era nena o varón. Tardó un montón en contestarme. "Nena", dijo. Le pregunté cómo se iba a llamar y me dijo que no sabía y movió la cabeza para un lado y para el otro. "No sé", dijo y se secó el sudor de la frente con el pañuelo. No estaba acostumbrado a caminar tanto. Subimos al auto; me senté atrás, con el estuche en las rodillas. Tenía las botas de goma llenas de barro. Gretel, pensé. Se va a llamar Gretel.

Me puso contenta haber encontrado el nombre. Me dieron ganas de volver a esa casa y decírselo a todos. Mi abuelo dio vuelta el volante, despacio.

-No escuché llorar a la bebé.- dije fuerte para que me escuchara.

-Algunos no lloran.

-¿Qué hacen?

No me contestó. El camino se hizo ancho y apareció el molino de la casa de la señora Ethel. Mi abuelo paró en la entrada y bajó. Yo lo seguí. Ella estaba sacando unas sábanas blancas de la soga. Apenas nos vio vino corriendo hasta la tranquera. Llevaba las sábanas hechas un bollo. Tenía puesto un vestido con flores chiquitas.

 

Mi abuelo me hizo un gesto con la mano y yo me quedé parada en el camino. Hablaban bajito. Le veía la espalda y las orejas a mi abuelo. La señora Ethel apretaba el bollo contra el cuerpo, después bajó la cabeza y se secó la cara con las sábanas. Parecía que lloraba sin hacer ruido. Mi abuelo me dijo: "Vamos".

Me arrodillé en el asiento y fui mirando por el vidrio de atrás. La señora Ethel se quedó en el alambrado. Cruzamos los campos de centeno que son marrones, los de trigo que son amarillos y los silos de la entrada del pueblo. Estábamos cerca de casa. Me senté bien, mirando para adelante.

-¿Por qué lloraba la señora Ethel?

No había nadie en la calle. Íbamos despacio, casi sin hacer ruido.

Cuando pasamos por la plaza, mi abuelo se puso la mano en la cabeza y preguntó, como si estuviera hablando solo, si el cura estaría durmiendo la siesta.