En los últimos años había tomado distancia del fútbol. Pero no de su fútbol, sembrado de historias románticas, inconcebible para él como mercancía, un fútbol que Osvaldo Bayer reivindicaba “arte y deporte socialista”, ése que le enseñó cómo “con el esfuerzo de todos se puede llegar al triunfo”. El hombre que resignificó un insulto de potrero en su niñez por ser patadura –le habían gritado “alemán culo de pan”–, llegó a amarlo sin suavizar su espíritu crítico. Lo defendió también de “los salvajes negocios que estropearon su belleza”. El maestro de periodistas, historiador, escritor, sindicalista y cronista de las luchas de los desposeídos, dejó su marca en ese juego que, como en la vida, lo encontró siempre junto a las minorías y los de abajo.
“Eso mismo elegí en el fútbol” contaba sobre el origen de su simpatía por Rosario Central, que se remontaba a 1939, cuando ingresó a los torneos de la AFA junto a Newell’s, su clásico rival. A fines de la década del 30 los grandes de Buenos Aires se repartían los títulos de Primera División. El también admitía que era hincha de Colón, como santafesino al fin. Y para defenderse de esa dualidad futbolera que tantas veces se cuestiona, explicaba: “No hay ley que diga que uno tiene que ser hincha de un solo club”.
El autor de La Patagonia Rebelde –su trabajo más célebre– escribió en 1990 Fútbol Argentino, del que su amigo y prologuista, Osvaldo Soriano, advirtió: “No es otro Bayer éste del fútbol; es el mismo que ha comprometido su vida y su obra para que los argentinos conozcan la verdadera historia, tan ajetreada y deformada”. Siempre se trató de eso, ya fuera el fútbol o el país que lo contiene. De aquella etapa durante la dictadura cuando los dos escritores estaban exiliados –uno en Berlín y otro en París–, el militante anarquista que se murió en el último día de Nochebuena recordaba una anécdota futbolera compartida con su amigo en Alemania. “Yo no sé cómo vos podés ser hincha de un club que lleva el nombre de un cura”, le dijo Bayer refiriéndose a Lorenzo Massa, el fundador de San Lorenzo. Soriano se enojó y al otro día le devolvió el dardo: “Yo no sé cómo vos podés ser hincha de un club que tiene como nombre el artefacto con el que rezan las viejas”.
En una entrevista para la revista deportiva Un Caño publicada en 2006, la periodista María Fernanda Mainelli reprodujo aquel intercambio de chicanas que Bayer redondeó con hidalguía: “Lo debe haber pensado bien toda la noche y, a pesar de que era una mentira, porque Central tiene el nombre de la ciudad, me paré, le di la mano y le contesté: me ganaste”. El Gordo Soriano escribió en el prólogo de Fútbol Argentino que “aunque parezca extraño, las preocupaciones de Bayer están presentes en este libro sobre el fútbol, esa pasión de inocente apariencia”. Publicado por editorial Sudamericana se transformó en un documental dirigido por Víctor Dínenzon y producido por Lita Stantic. Se estrenó en abril de 1990 en el cine América de la avenida Callao, que cerró en 2002.
La que siempre tuvo las puertas abiertas fue su casa, el “tugurio” de la calle Arcos en Belgrano. Su frente es un mural del artista Martín Meza, un joven de Azul que un día le tocó el timbre para sugerirle la idea. Bayer aceptó con placer esa obra que expresa el abrazo a los pueblos originarios y se completa con una frase de San Martín: “Nuestros paisanos los indios”.
Su casa en Berlín también había sido generosa con los exiliados, perseguidos y militantes de todas las latitudes. Su hogar estaba en todas partes, como itinerante. Porque se sentía así, como en casa, cuando visitaba un colegio para dar una charla, fuera en la Puna jujeña o en Santa Cruz. En su club tenía su propio espacio y se lo recibía con respeto y admiración. Rosario Central inauguró la biblioteca popular que lleva su nombre el 26 de noviembre de 2011. El lo agradecía: “Que la biblioteca del club del que soy hincha tenga mi nombre es como tocar el cielo con las manos. Este reconocimiento es algo hermoso”.
Bayer fue un investigador minucioso, un adelantado que puso el dedo en la llaga de los temas que no se podían tocar, que nunca se habían mencionado en los manuales de historia. Nació el 18 de febrero de 1927. El mismo año, casi seis meses después, eran ejecutados en Estados Unidos los anarquistas Sacco y Vanzetti y en la Argentina salía campeón San Lorenzo cuando el fútbol todavía no había abrazado el profesionalismo. El escritor renegaba de la falta de amor por la camiseta, del progresivo camino hacia un mercado del deporte que podía contaminarlo todo. Sentía nostalgia por su niñez donde los pibes recitaban las formaciones de todos los equipos de Primera. Estaba impregnado por la atmósfera de los potreros que abundaban en su infancia.
Los equipos llevaban los nombres de las calles en que vivían sus integrantes. El había sido arquero ocasional en un partido que lo marcó para siempre. Según contó en varias entrevistas, fue por un gol que le hicieron. Apenas había comenzado el juego y sus compañeros no se lo perdonaron. Lo corrieron pero no lo alcanzaron. Bayer contó que Eduardo Ricagni, un ex futbolista de Platense, Boca y Huracán, que además jugó en el Milan italiano, un vecino del barrio, estaba entre ellos. Decía que le había gritado aquel insulto de “alemán culo de pan”.
Su sentimiento por el juego lo dejó plasmado en el libro Fútbol Argentino donde describió sus inicios en detalle y los distintos equipos que le gustaban. Con los años cayó en el desencanto, como si se hubiera detenido en una fotografía muy pretérita: “Hoy ya no me llega. Todo es negocio, todo es dinero. Vi a grandísimos jugadores, al mejor de todos como el Torito Aguirre en Rosario Central. Y vi a La Máquina de River, y jugadores superiores a Maradona, como el Charro José Manuel Moreno o Pedernera”.
Bayer siempre contextualizaba, como buen historiador. Con el fútbol nunca fue la excepción. Creía que “los campeonatos mundiales perdieron toda seriedad. En el equipo francés tienen tres de ese país y ocho africanos. Ahora, en Alemania, que siempre tuvo mucho orgullo por su equipo, si llega del exterior un jugador muy efectivo, a los seis meses le dan la ciudadanía alemana, mientras que un obrero turco tiene que tener por lo menos veinte años de residencia para obtenerla”. Su crítica social, mordaz, estaba emparentada con el modo en que concebía su otra profesión, el periodismo que ejerció tanto en Clarín –de donde lo echó el propio Héctor Magnetto, como contó una vez– hasta en La Chispa, un diario de vida efímera que fundó en Esquel y era la voz de los oprimidos.
En la plaza Alberti, a una cuadra de su tugurio, alguna vez imaginó que iría a parar si los descendientes de José Martínez de Hoz le ganaban un juicio por su película Awka Liwen. En esa misma plaza donde una multitud lo despidió entre banderas anarquistas, wiphalas y de La Garganta Poderosa, diez meses antes había festejado los 90 años. Mostró con orgullo una camiseta de Central, la tradicional a bastones azules y amarillos junto a Norita Cortiñas que lo aplaudía. Cuando le preguntaron que sentía por el fútbol expresado en esos colores, Bayer respondió: “Es algo muy sentido, que se remonta a mis años de infancia y adolescencia”. Esa etapa en que forjó su temperamento para hacer de su existencia una suma de rebeldías. Con la coherencia que no abunda de vivir como se piensa.