Miren esos cuatro ataúdes abandonados sin enterrar en las puertas del cementerio de la Chacarita. Miren los balazos que llueven desde lo alto de las paredes del cementerio y la desbandada de la multitud que venía marchando desde la Boca a enterrar a esos cuatro obreros muertos por la policía y los rompehuelgas dos días antes. Miren la iglesia quemada por algunos de los que huyen, miren a otros asaltar una armería para tener con qué defenderse en el accidentado retorno a sus casas, miren la orden que dan a los niños: “Rompan a pedradas todos los faroles de la calle, que van a venir por nosotros”. Enero de 1919 en Buenos Aires, acaba de empezar la Semana Trágica. Conserven en su memoria ese “van a venir por nosotros” y sigamos.
La Semana Trágica fue una toma pacífica de los talleres Vasena que desembocó en cuatro muertos, una huelga general convocada para llorar a esos muertos, que al poder le pareció que era la mecha de la revolución social y actuó en consecuencia: a sangre y fuego. Aquello que supuestamente más temían de aquella supuesta revolución. ¿Quién pensaba que se venía la maroma? Procedamos por descarte. Es el día siguiente al que policía y rompehuelgas entraron a bala en los talleres Vasena: en el Congreso, hasta el diputado Pinedo reconoce que algo hay que ceder a los reclamos obreros (por supuesto, su argumento es: que algo cambie para que nada cambie). En Casa de Gobierno, Yrigoyen convoca a los dueños de los talleres tomados (los Vasena, que van acompañados del embajador inglés) y logra que acepten a regañadientes las “desmedidas” exigencias de sus empleados (reducción de la jornada laboral de once a ocho horas y un franco semanal). En las calles hay veinte mil efectivos del ejército, además de las fuerzas de policía y bomberos. Tantos soldaditos ha traído el gobierno a la ciudad, que los notables de vacaciones en sus mansiones de Mar del Plata se aterran cuando la guarnición naval del puerto es convocada a Buenos Aires: “¿Y a nosotros quién va a defendernos si la revolución llega hasta acá?”.
Pero es más importante lo que sucede a continuación, el rumor que corre como pólvora por los barrios residenciales de Buenos Aires: no se puede confiar en el ejército, no se puede confiar en la policía, sus efectivos pertenecen a la misma clase social que aquellos a quienes deben atacar.
Ups, dije atacar. Supuestamente había que defender nomás. Pero no se puede confiar la defensa en alguien que está más cerca del otro que de uno. A esta altura ya es 11 de enero, y el ministro del interior (comisario general, para la época) Luis Dellepiane, hombre de confianza de Yrigoyen, asegura que la ciudad está pacificada. El Congreso también, a su lábil manera. La Federación Obrera ha aceptado levantar la huelga. Pero en el Centro Naval, en una reunión convocada de urgencia, presidida por el contraalmirante Domecq García, a la que asisten representantes del obispado, del Jockey Club, del Círculo de Armas, el Club del Progreso, las Damas Patricias, el Yacht Club y el Círculo Militar, se decide conformar la autodenominada Guardia Cívica, que entrega armas a voluntarios “confiables”, señoritos bien que habrán de garantizar que los sectores acomodados de la ciudad estén defendidos día y noche de los vándalos. Repito: la ciudad estaba pacificada, pero en el Centro Naval daban armas a civiles para defender a los suyos. Uno de ellos grita: “¡Y si los agitadores no vienen por nosotros, vayamos por ellos!”. “¡Sí!”, contestan otros. Y lo que empezó como una supuesta defensa muta en ataque.
También la búsqueda de agitadores muta lombrosianamente en cuestión de minutos. Primero se trata de salir a buscar a cualquier inmigrante: catalán, italiano, eslavo, son todos bolcheviques. Pero enseguida se simplifica la cuestión: se sale a cazar judíos, lisa y llanamente. El pogrom como deporte de las clases pudientes. Coto de caza: de Once a Villa Crespo, zona liberada. En los cuatro días siguientes habrá más de setecientos muertos en las calles (algunos dicen mil trescientos). El nacionalista Juan Carulla, insospechable del menor filosemitismo, escribe en sus memorias: “Oí decir que los liguistas estaban incendiando el barrio judío y dirigí mis pasos hacia esas calles. Al llegar por Viamonte, vi en medio de la calle piras ardientes de libros y sillas y mesas. El ruido de muebles y cajones arrojados a la calle se mezclaba con los aullidos de viejos barbudos y mujeres desgreñadas, arrastrados de los pelos por mozalbetes”. El irrepetible Soiza Reilly, maestro de la crónica callejera, agrega: “Se los obligaba a golpes a cantar el Himno Nacional, y a quienes no lo sabían se les orinaba en la boca”. Poco después escribirá que nunca se practicaron tantos abortos en el Once y Villa Crespo como en los tres meses siguientes a la Semana Trágica, por las innumerables víctimas que hubo de violación. El embajador de Francia, en un despacho privado a su gobierno, comenta que un civil se ha ufanado delante de él de haber matado en un solo día cuarenta judíos. El embajador norteamericano contacta al comisario Romariz para chequear si es cierta la cifra de 1300 muertes; el comisario contesta que es una exageración pero que igual es imposible de precisar, porque los muertos eran incinerados a medida que llegaban a los lugares de concentración, sin controlar su número.
Nadie sabe hasta el día de hoy cuántas víctimas hubo realmente en la Semana Trágica. El 15 de enero el Poder Ejecutivo dio orden de empezar a liberar los innumerables detenidos que abarrotaban las comisarías: a más de la mitad se les aplicó la Ley de Residencia y fueron expulsados del país. Ese mismo día tienen lugar dos reuniones en Buenos Aires. En una de ellas, a instancias del Episcopado y bajo el lema “Por la paz social”, se convoca a una gran colecta nacional para “un plan de obras, ateneos, servicios sociales e institutos de enseñanza para la clase obrera” (léase para que la clase obrera aprenda a entender su lugar en la sociedad: por ejemplo, se crea la Casa de la Empleada, que proporcionará mucamas durante años a las clases altas). La otra reunión es en el Centro Naval, con las mismas fuerzas vivas que se habían reunido cuatro días antes, quienes evalúan tan positivamente “el heroico comportamiento” de las guardias cívicas de Domecq García, que deciden constituir formalmente la Liga Patriótica como institución y le ofrecen la presidencia.
Domecq García declina el honor; él es marino. Será, en cambio, almirante, y después ministro de guerra de MT De Alvear, y después apoyará a Justo en el golpe que interrumpió la segunda presidencia de Yrigoyen, y cuando Uriburu triunfe en la interna de ese golpe y se quede con la presidencia de la Nación, el almirante se retirará de la vida pública, mascará bilis con Perón hasta quedar afásico y morirá en enero de 1951, sin tener “la satisfacción” de ver muerta a Evita. El almirante Domecq García era mi bisabuelo. He contado la historia en mi libro María Domecq. En mi familia se recitan las proezas, los servicios a la Patria del almirante, sus novelescas aventuras (¡huérfano en la Guerra del Paraguay! ¡ahijado de Roca! ¡condecorado por el Emperador después de la Guerra Ruso-Japonesa! ¡a él le debe la Marina sus primeros submarinos! ¡dejó un hijo en Japón! ¡Puccini se basó en él para el Pinkerton de Madame Butterfly!), pero de la Semana Trágica no se habla. Yo me desayuné de la historia vergonzosamente tarde, cuando con treintilargos entré a trabajar en este diario donde Osvaldo Bayer, cada 7 de enero, escribía sobre la matanza. Así supe cómo era recordado el almirante en la versión de la historia argentina a la que yo le creo más.
Sé que no soy el único argentino en ignorar esos pliegues de su historia familiar que pertenecen a la historia nacional. Quizás allí radique una de las taras de nuestro país: que escondamos las vergüenzas nacionales tal como se silencia una vergüenza familiar. Quizás en todos los países hacen lo mismo, y seguirá siendo así hasta que la hagiografía sea destronada del canon escolar y deje lugar a una historia veraz de las infamias nacionales. Sospecho que hay más chances de amar al propio país si nos enseñan desde chicos las vilezas a las que fue sometido. Se aprende de las desgracias, es casi la única manera de aprender, pero a cien años de la Semana Trágica no se sabe todavía cuántos murieron ni importa quién los mató.