Las similitudes entre la explotación de la soja en nuestro país y la incipiente de Vaca Muerta son grandes, aunque existen diferencias.
En ambos casos predomina una fantasía salvadora de nuestra economía sobre la base de la explotación de un recurso natural y no en el trabajo y la industria argentinos.
La producción intensiva de la soja, con tendencia a convertirse en monocultivo, se dispara no solo por su precio internacional sino también por haber encontrado su técnica de máximo resultado: la siembra directa y el químico controlador de sus plagas. Ambas circunstancias en plena polémica sobre sus consecuencias en el ambiente y aún sin acuerdo en la sociedad sobre sus efectos negativos.
Lo que sí es ampliamente reconocido es su secuela en las economías regionales y en la trama de la agricultura nacional: el desalojo progresivo de cultivos regionales y su economía familiar y el desmonte acelerado en zonas de frontera agrícola que generan conflictos agudos con poblaciones tradicionales allí asentadas.
La consecuencia de esta forma de valorización del recurso natural, que aprovecha la riqueza de nuestro suelo, ha significado para el país un importante ingreso de divisas en una primera etapa en la que prevaleció una concepción de primarización, de extractivismo.
En síntesis, un desarrollo importante de un cultivo nuevo en un país de tradición agrícola, con alto rendimiento económico por su precio y sus técnicas de producción. La consecuencia: la concentración de su renta en pocas manos y beneficios secundarios para sectores medios; poco valor agregado, aunque mejorando en este aspecto, y una dependencia de la economía nacional del ingreso de divisas como resultado de su exportación.
¿Es posible que este proceso y sus consecuencias de ilusión de riqueza fácil y salvadora, esa que no exige esfuerzos compartidos y planes estatales de desarrollo, se repita en la explotación de Vaca Muerta?
Pues sí. Vaca Muerta, ya se sabe, es un yacimiento en la roca madre a 3000 metros de profundidad, donde está entrampado el petróleo, especialmente el gas, en cantidades impresionantes. Siempre se lo conoció geológicamente por los especialistas y por YPF, pero su explotación no era viable: existían yacimientos tradicionales de ambos hidrocarburos más accesibles tanto técnica como económicamente.
Hasta que su extracción con novedosos métodos en EE.UU. lo convirtió en estrella. Esa potencial riqueza no la descubrió Repsol, ya que se conocía desde antes, pero la avidez española ante esta novedad precipitó, entre otros motivos, la nacionalización de YPF, con el fin de explotar ese yacimiento y evitar la importación de hidrocarburos y su costo para el erario público.
Los primeros intentos de YPF, asociada con empresas extranjeras, fueron de prueba y error, ya que ese reservorio excepcional tiene características diferentes al estadounidense. Entre tanto se disparó una expectativa desmedida a corto, mediano o largo plazo, según los consultores o los intereses, la idea de haber encontrado una nueva piedra filosofal. Hasta hoy esa explotación, distinta de la tradicional en muchos sentidos, acapara las fantasías y los deseos de políticos, empresas, economistas, gremios y grupos de presión internacionales, tal es su riqueza presunta, sobre todo en gas.
Las complejidades ambientales también existen y son fuente de críticas importantes al método de extracción de este recurso natural: se ha cuestionado el fracking por efectos negativos sobre el agua local, como sobre supuestos efectos sísmicos. Lo cierto es que el fracking se estila desde hace mucho en los pozos tradicionales, aunque ahora su uso es intensivo. Los derrames de hidrocarburos o los errores en los tubos de perforación, así como en la disposición de los líquidos usados para la tarea, son los principales cuestionamientos. Todos resolubles con un adecuado y rígido control ambiental, inexistente a nivel nacional y con reglas específicas provinciales en Neuquén, de cumplimiento relativo.
El problema no es solamente ambiental, es principalmente económico: quién se queda con la renta, la ganancia diferencial, de esta riqueza de nuestro suelo, de este recurso natural. Los problemas que plantea Vaca Muerta son varios y de distinta índole, pero el principal para este análisis es saber si será una producción para beneficiar a un grupo concentrado, sea que la venda al consumo interno, sea que la exporte, como la soja, situación que ya se advierte en el horizonte, o que los beneficios de su desarrollo reviertan sobre sus verdaderos propietarios, el pueblo argentino, a través de tarifas justas y razonables para usuarios residenciales, para pymes, y para el desarrollo de la industria, más aún para el inicio de ese desarrollo a partir de insumos nacionales de todo tipo en su explotación.
Este dilema parte de una realidad: el consumo de gas por el mercado argentino proviene mayoritariamente de los yacimientos tradicionales, cuyo costo no es mayor a 1 dólar el millón de BTU (MM BTU), mientras que el de Vaca Muerta se acerca actualmente a 3 dólares el millón de BTU: promedio del costo para el mercado, 2 dólares, que puede llegar a 2,50 con el gas importado. Con lo cual pagar por ese fluido entre 4 y 5 dólares por los usuarios en sus tarifas, y 7,5 dólares por el Estado por esa misma producción, es un abuso, es un subsidio de los usuarios a las empresas, y es sobre todo, un subsidio del Estado a esos grupos empresarios.
Aparte de sus problemas ambientales, el shale gas de Vaca Muerta, y aún el tight gas que el Estado subsidia ampliamente, pueden servir al desarrollo nacional o, por el contrario, a la concentración de unos pocos productores nacionales y extranjeros para su exportación cuando logren el precio adecuado. Entretanto las tarifas de gas y electricidad, así como el combustible para el transporte, seguirán siendo caros o inaccesible para los argentinos.
Una vez más veremos como la fantasía salvadora lo será para un grupo concentrado de empresas y para satisfacer necesidades del consumo exterior. De hecho los precios subsidiados de esa producción por el Estado permiten hoy estimular su venta a Chile, el inicio de un proyecto exportador de los hidrocarburos, como negocio de sus productores. ¿Estamos aquí ante una nueva forma de “enfermedad holandesa” pero de los hidrocarburos, del gas? Creo que no, estamos originando “la enfermedad argentina”: no hay apreciación de la moneda, pero sí hay concentración de la renta de la producción, primarización de la economía, destino externo de los frutos de la abundancia del gas, ausencia de esos beneficios para tarifas razonables y competitivas para pymes e industria y consecuentemente, escaso desarrollo económico basado en bienes no transables, en industria nacional.
Finalmente, ausencia de Estado y falta absoluta de sentido común, lo cual es grave, tratándose de nuestros recursos naturales, los del pueblo argentino.
* Director del Observatorio de Tarifas de la UMET. Integrante del IESO.